Authors: C.S. Lewis
El manchón de luz no mejoró en nada la visibilidad de los que permanecían abajo en la oscuridad. Los otros tres podían escuchar, pero no ver, los esfuerzo de Jill por subirse a la espalda del Renacuajo del Pantano. Es decir, escucharon que él decía: “No tienes para qué meterme un dedo en el ojo”, y “Ni tampoco un pie en mi boca”, y “Eso está mejor”, y “Ahora te voy a sostener por las piernas. Así tendrás libres los brazos para sujetarte a la tierra”.
Miraron hacia arriba y pronto vieron la negra silueta de la cabeza de Jill contra el manchón de luz.
—¿Y qué hay? —gritaron todos ansiosamente.
—Es un hoyo —se escuchó gritar la voz de Jill—. Podría pasar por ahí si estuviera un poco más en alto.
—¿Qué ves por el hoyo? —preguntó Eustaquio.
—No mucho todavía —contestó Jill—. Oye, Barroquejón, suéltame las piernas para poder pararme en tus hombros en lugar de estar sentada. Puedo afirmarme muy bien del borde.
La oyeron moverse y luego una buena parte de su cuerpo quedó a la vista contra la grisácea abertura; en realidad, todo su cuerpo hasta la cintura.
—Oigan —comenzó Jill, pero se detuvo súbitamente, danto un grito; no fue un grito agudo. Sonó más bien como si le hubieran tapado la boca o le hubieran metido algo adentro. Luego recuperó la voz y pareció que gritaba lo más fuerte posible, pero ellos no pudieron oír sus palabras. Entonces sucedieron dos cosas al mismo tiempo. Por un par de segundos se tapó completamente el manchón de luz; y escucharon a la vez un ruido de riña, de lucha, y la voz del Renacuajo del Pantano que decía, jadeante:
—¡Rápido! Ayúdenme. Sujeten sus piernas. Alguien la está tirando. ¡Allá! No, aquí. ¡Demasiado tarde!
La abertura y la fría luz que la llenaba se veían ahora perfectamente claras. Jill había desaparecido.
—¡Jill, Jill! —gritaron, frenéticos, pero no hubo respuesta.
—¿Por qué demonios no pudiste sujetar sus pies? —dijo Eustaquio.
—No sé, Scrubb —respondió Barroquejón con voz quejumbrosa—. Nací para ser un rebelde. Predestinado. Predestinado a ser la muerte de Pole, tal como estaba predestinado a comer un venado que habla en Harfang. No es que no sea culpa mía, también, por supuesto.
—Esta es la mayor vergüenza y dolor que nos podía caer encima —murmuró el Príncipe—. Enviamos a una valiente dama en medio del enemigo y nosotros nos quedamos atrás, muy a salvo.
—No lo pintes tan demasiado negro, señor —dijo Barroquejón—. No estamos tan a salvo: aún podemos morirnos de hambre en este hoyo.
—¿Seré suficientemente pequeño como para pasar por donde lo hizo Jill? —dijo Eustaquio.
Lo que le había acontecido a Jill en realidad fue lo siguiente: En cuanto sacó la cabeza fuera del hoyo, descubrió que miraba para abajo como quien está en una ventana de segundo piso, y no hacia arriba, como si mirara por una ventanilla de ventilación. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad que al principio sus ojos no podían captar lo que estaban viendo, excepto que no miraba el mundo asoleado a plena luz del día que deseaba ver. Parecía que el aire era horrorosamente helado, y la luz era pálida y azul. Había mucho ruido y un montón de objetos blancos revoloteaban en el aire. Fue en ese momento cuando le gritó a Barroquejón que la dejara pararse en sus hombros.
Una vez que lo hizo pudo ver y oír muchísimo mejor. Los ruidos que había escuchado resultaron ser de dos clases: el rítmico golpeteo de numerosos pies y la música de cuatro violines, tres flautas y un tambor. También pudo conocer claramente su propia posición. Estaba asomada por un hoyo en una empinada cuesta que descendía hasta el plano a unos cinco metros más abajo. Todo era muy blanco. Un gentío iba y venía. ¡Y entonces se quedó boquiabierta! Esa gente eran pequeños y elegantes faunos, y dríades cuyos cabellos coronados de hojas flotaban sobre sus espaldas. Por un segundo pareció que se movían de cualquier modo; luego Jill vio que en realidad se trataba de una danza, una danza llena de pasos y figuras tan complicados que te demorabas un buen rato en entenderla. De repente se dio cuenta, como si le hubiera caído un rayo, que la luz pálida, azulada, era en verdad luz de luna, y que la cosa blanca sobre el suelo era verdaderamente nieve. ¡Por supuesto! Había estrellas que te contemplaban desde lo alto del helado cielo negro. Y esas altas y negras cosas detrás de los bailarines eran árboles. No sólo habían salido por fin al Mundo de Arriba, sino que salían en pleno corazón de Narnia. Jill sintió que se iba a desmayar de felicidad; y la música, la música salvaje, intensamente dulce y sin embargo un poquitito misteriosa también y llena de magia buena, así como el rasgueo de la Bruja había estado lleno de magia mala, la hizo sentir más fuertemente aún esa sensación de desmayo.
Todo esto toma largo tiempo para describirlo, pero ella tardó muy poco en verlo. Jill se volvió casi de inmediato para gritar a los otros: “ ¡Oigan! Todo está bien. Salimos, estamos en casa”. Pero la razón por la cual no siguió más allá de “Oigan” fue ésta: rodeando a los bailarines había un círculo de enanos, todos vestidos con sus mejores galas; la mayoría color escarlata con capuchones forrados en piel y con borlas doradas, y grandes botas altas también forradas en piel. A medida que daban vueltas iban lanzando bolas de nieve con gran rapidez. (Estas eran las cosas blancas que Jill había visto volar por el aire). No se las tiraban alos bailarines como lo habrían hecho los niños tontos en Inglaterra. Las lanzaban a través de la danza siguiendo con tal perfección el compás de la música y con una puntería tan perfecta, que si todos los bailarines estaban exactamente en el lugar correcto en el momento exactamente correcto, no le pegaban a nadie. Es la llamada Gran Danza de la Nieve que se realiza todos los años en Narnia en la primera noche de luna llena en que hay nieve sobre el suelo. Claro que es una especie de juego al mismo tiempo que una danza, pues de cuando en cuando algún bailarín puede equivocarse un poquitito y recibir una bola de nieve en la cara, y entonces todos se ríen. Pero un buen equipo de bailarines, enanos y músicos puede resistir por horas sin ni un solo golpe. En las noches claras, cuando el frío y los golpes del tambor y el ulular de los búhos y el claro de luna se les ha metido en la sangre, su sangre salvaje y montaraz, volviéndola aún más salvaje, ellos pueden seguir bailando hasta el amanecer. Me encantaría que pudieras verlo con tus propios ojos.
Y lo que detuvo a Jill cuando alcanzó sólo a decir “Oigan” fue, claro está, simplemente una magnífica bola de nieve que desde las manos de un enano que estaba al otro lado voló a través de los bailarines y le pegó en plena boca. No le importó ni un comino; ni veinte bolas de nieve la hubieran desalentado en ese momento. Pero, por muy feliz que te sientas, no puedes hablar con la boca llena de nieve. Y cuando después de muchos balbuceos logró hablar de nuevo, se olvidó totalmente en su emoción de que los otros, allá abajo, en la oscuridad detrás de ella, no sabían nada de estas buenas novedades. Sencillamente se asomó lo más posible fuera del hoyo y llamó a gritos a los bailarines.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! Estamos enterrados en la colina. Vengan a sacarnos.
Los narnianos, que ni siquiera habían notado el pequeño agujero en la ladera, se sorprendieron muchísimo, por supuesto, y miraron en varias direcciones antes de descubrir de dónde salía la voz. Pero en cuanto divisaron a Jill todos corrieron, y los que podían treparon por la loma, y más de una docena de manos se estiraron para ayudarla, Y Jill se agarró a ellas y así salió del hoyo y rodó loma abajo de cabeza; luego se levantó y dijo:
—Oh, por favor vayan a sacar a los otros. Hay otros tres más, y además los caballos. Y uno de ellos es el Príncipe Rilian.
Ya se encontraba rodeada por una multitud cuando dijo esto, pues, además de los bailarines, toda clase de criaturas que observaban la danza, y a quienes Jill no había visto al principio, acudieron corriendo. Salían por montones las ardillas de los árboles, igual que los búhos. Los erizos acudían contoneándose lo más rápido posible para sus cortas patas. Los osos y tejones los seguían a paso más lento. Una inmensa pantera, crispando su cola de emoción, fue la última en unirse al grupo.
Pero en cuanto comprendieron lo que Jill decía, desplegaron una intensa actividad. “Pica y pala, muchachos, pica y pala. ¡A buscar nuestras herramientas!”, dijeron los enanos y se internaron en los bosques a todo escape. “Despierten a algunos topos, son los más indicados para cavar. Son tan buenos como los enanos”, dijo una voz. “¿Qué fue lo que dijo ella sobre el Príncipe Rilian?”, preguntó otra. “¡Silencio!”, dijo la Pantera, “la pobre niña ha enloquecido, y no es de extrañar después de perderse dentro de la colina. No sabe lo que dice”. “Así es”, dijo un viejo Oso. “ ¡Si dijo que el Príncipe Rilian era un caballo!”... “No, no lo dijo”, intervino una ardilla muy impertinente. “Sí, lo dijo”, agregó otra, más impertinente todavía.
—Es la pura v-v-v-erdad. N-n-no sean tontos —dijo Jill. Hablaba así porque le castañeteaban los dientes con el frío.
Inmediatamente una de las dríades la envolvió en una capa de piel que algún enano había dejado caer al correr en busca de sus herramientas mineras, y un amable fauno fue a la carrera por entre los árboles a un lugar donde Jill alcanzaba a ver una fogata a la entrada de una cueva, para traerle una bebida caliente. Pero antes que volviera, reaparecieron todos los enanos con palas excavadoras y piquetas y se abalanzaron hacia la loma. De pronto Jill escuchó gritos de “¡Hola! ¿Qué haces? Baja esa espada”, y “Ya, jovencito, nada de eso”, y “Este es un energúmeno, ¿no es cierto?” Jill corrió hasta allí y no supo si reír o llorar al ver la cara de Eustaquio, muy pálida y sucia, que emergía de la negrura del agujero, y la mano derecha de Eustaquio que blandía una espada con la cual tiraba estocadas a cualquiera que se le acercara.
Porque, por supuesto, Eustaquio no lo había pasado tan bien como Jill en esos últimos minutos. La escuchó gritar y la vio desaparecer hacia lo desconocido. Igual que el Príncipe y Barroquejón, pensó que la había capturado algún enemigo. Y desde tan abajo él no podía saber que la pálida luz azulada era luz de luna. Pensó que ese hoyo conduciría sólo a otra cueva, iluminada por alguna fosforescencia fantasmal y llena de Dios-sabe-qué perversas criaturas del Mundo Subterráneo. Así es que cuando persuadió a Barroquejón para que lo apoyara, y desenvainó su espada, y asomó su cabeza, estaba realizando un verdadero acto de valentía. Los otros lo hubieran hecho primero si hubiesen podido, pero el agujero era demasiado pequeño para que ellos pudieran trepar por él. Eustaquio era sólo un poco más grande, pero muchísimo más torpe que Jill, y por eso cuando se asomó se dio un golpe en la cabeza contra la parte de arriba del hoyo y provocó una pequeña avalancha de nieve que le cayó en la cara. De modo que cuando pudo ver nuevamente y distinguió docenas de siluetas corriendo hacia él con gran celeridad, no es de sorprenderse que haya tratado de defenderse de su ataque.
—Déjalos, Eustaquio, déjalos —gritó Jill—. Son amigos. ¿No entiendes? Hemos llegado a Narnia. Todo está bien.
Entonces Eustaquio comprendió, y pidió disculpas a los enanos (y los enanos dijeron que no había por qué), y docenas de manos gordas, peludas, enanas, le ayudaron a salir tal como habían ayudado a Jill unos minutos antes. Luego Jill subió la loma y metió la cabeza por la oscura abertura y les gritó las buenas noticias a los prisioneros. Cuando se alejaba, oyó lamentarse a Barroquejón:
—Ah, pobre Pole. Esto último ha sido demasiado para ella. Se ha vuelto loca, no me extrañaría nada. Está empezando a ver visiones.
Jill se reunió con Eustaquio y se estrecharon la mano, con ambas manos, y respiraron profundamente el aire libre de la medianoche. Y le trajeron una abrigadora capa a Eustaquio y bebidas calientes para los dos. Mientras bebían unos sorbos, los enanos ya habían despejado de nieve y de pasto una extensa zona de la ladera alrededor del agujero original y las piquetas y las palas excavadoras se movían tan alegres como los pies de los faunos y dríades se habían movido en la danza diez minutos atrás. ¡Sólo diez minutos! Y sin embargo ya sentían Jill y Eustaquio como si todos los peligros vividos en la oscuridad y el calor y en la asfixia general de la tierra hubieran sido nada más que un sueño. Aquí afuera, al frío, con la luna y las inmensas estrellas arriba (las estrellas en Narnia están más cercanas que las estrellas de nuestro mundo) y rodeados de caras bondadosas y alegres, uno no podía creer mucho en Bajotierra.
Antes de que terminaran sus bebidas calientes, llegó algo así como una docena de topos, recién despertados, medio dormidos aún, y no muy contentos. Pero en cuanto entendieron de qué se trataba, participaron de muy buena gana. Hasta los faunos fueron muy útiles para acarrear la tierra en pequeñas carretillas, y las ardillas bailaban y brincaban de un lado para otro con gran alboroto, a pesar de que Jill nunca descubrió qué era exactamente lo que creían estar haciendo. Los osos y los búhos se contentaron con dar consejos, y no dejaban de preguntar a los niños si no les gustaría entrar a la cueva (que era donde Jill había visto la fogata) para calentarse y cenar. Pero los niños no soportaban la idea de irse sin ver a sus amigos en libertad.
Nadie en nuestro mundo puede trabajar en esa clase de faena como lo hacen en Narnia los enanos y los topos que hablan; pero, por supuesto, los topos y los enanos no lo consideran un trabajo. Les gusta cavar. Por tanto no tardaron mucho tiempo en abrir una gran fosa negra en la ladera. Y de aquella negrura salieron a la luz de la luna —habría sido pavoroso si uno no supiera quiénes eran— primero la figura alta, patilarga del Renacuajo del Pantano, con su sombrero puntiagudo, y a continuación, llevando dos enormes caballos, el propio Príncipe Rilian.
Cuando apareció Barroquejón estallaron gritos por todas partes: “Pero si es un renacuajo... Pero si es el viejo Barroquejón... El viejo Barroquejón de los Pantanos del Este... ¿Qué has estado haciendo, Barroquejón?... Han salido varios grupos en tu búsqueda... Lord Trumpkin ha hecho pegar carteles... ¡Se ofrece una recompensa!” Pero todo esto se desvaneció de improviso, en un silencio sepulcral, tan rápidamente como se acalla el ruido en un bullicioso dormitorio si entra el Director. Porque acababan de ver al Príncipe.
Nadie dudó por un instante de que era él. Había muchísimas bestias y dríades y enanos y faunos que lo recordaban de la época anterior al hechizo. Había algunos más ancianos que se acordaban de cómo era cuando joven su padre, el Rey Caspian, y podían notar la semejanza. Pero yo creo que lo habrían reconocido de todos modos. A pesar de lo pálido que estaba por el largo tiempo que pasó prisionero en las Tierras Profundas, vestido de negro, cubierto de polvo, despeinado y cansado, había algo en su cara y en su aspecto que no permitía equivocarse. Esa mirada que está en el rostro de todos los verdaderos reyes de Narnia que gobiernan por voluntad de Aslan y se sientan en el trono del gran Rey Pedro, en Cair Paravel. Al instante se descubrieron todas las cabezas y todas las rodillas se doblaron; en un segundo estallaron tal vitoreo y tal clamor, tales saltos y bailes, tal darse la mano y abrazarse y besarse todos con todos, que a Jill se le llenaron los ojos de lágrimas. Su búsqueda valía todos los sufrimientos que había costado.