La silla de plata (13 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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—Vamos más adentro, rápido —dijo la voz de Barroquejón.

—Tomémonos de las manos —sugirió Jill.

—Buena idea —dijo Scrubb.

Pero se demoraron un buen rato en encontrar las manos unos de otros en la oscuridad. En ese momento los perros olfateaban al otro lado de la barrera.

—Veamos si podemos ponernos de pie —propuso Scrubb.

Lo hicieron y comprobaron que podían. Luego, Barroquejón, tomando la mano de Scrubb que venía tras él, y Scrubb la de Jill que le seguía (y que deseaba ardientemente ser la del medio del grupo y no la última), principiaron a avanzar tanteando el camino con los pies y dando tropezones en medio de las tinieblas. Bajo sus pies sólo había piedras sueltas. Barroquejón se encontró ante una muralla de rocas. Doblaron un poco a la derecha y continuaron. Hubo muchas más vueltas y curvas. Jill había perdido totalmente el sentido de orientación y no tenía idea de dónde estaba la boca de la cueva.

—El asunto es —la voz de Barroquejón llegó desde la oscuridad allá adelante— decidir si no sería mejor, tomando en cuenta todas las cosas, regresar (si
podemos)
y darles a los gigantes un gusto en ese banquete de ellos en vez de perdernos en las entrañas de una colina donde, apuesto diez contra uno, debe haber dragones y hoyos profundos y gases y agua y... ¡Ay! ¡Suéltenme! Sálvense ustedes. Me...

Después, todo sucedió muy rápido. Hubo un grito salvaje, un chasquido, un ruido a polvo y cascajo, un rodar de piedras, y Jill comenzó a resbalar, resbalar, resbalar desesperadamente, y resbalar a cada instante más ligero por una pendiente que se hacía más y más escarpada. No era una cuesta lisa ni firme, sino una cuesta llena de piedras pequeñas y escombros. Incluso si hubieras podido ponerte de pie no te habría servido de nada. Cualquier pedacito de aquella pendiente en que apoyaras tu pie se deslizaría bajo tus pisadas y te acarrearía consigo. Pero Jill iba más bien tendida que parada. Y mientras más resbalaban, más revolvían las piedras y la tierra, haciendo que la avalancha general hacia abajo (incluyéndolos a ellos) fuera cada vez más rápida y ruidosa y polvorienta y sucia. Por los estridentes gritos y palabrotas de los otros dos, a Jill se le ocurrió la idea de que las piedras que ella iba soltando les estaban pegando bastante fuerte a Scrubb y a Barroquejón. Y ahora ella caía a toda velocidad, segura de que llegaría al fondo hecha pedazos.

Sin embargo, no sé por qué, ninguno se quebró. Eran una masa de magullones, y la pegajosa humedad que Jill sentía en su cara parecía ser sangre. Y toda esa mole de tierra suelta, guijarros y piedras más grandes, se había amontonado de tal manera a su alrededor (y parte encima de ella) que no podía levantarse. La oscuridad era tanta que daba lo mismo tener los ojos abiertos o cerrados. No había un ruido. Y fue ese el peor momento que Jill había pasado en su vida. ¿Y si estuviera sola...? ¿Y si los demás...? En eso sintió que algo se movía a su lado. Y luego los tres, con voces temblorosas, principiaron a explicar que parecía que ninguno tenía huesos quebrados.

—Nunca podremos volver a subir por allí —dijo la voz de Scrubb.

—¿Y se han dado cuenta del calor que hace aquí? —dijo la voz de Barroquejón—. Quiere decir que estamos a gran profundidad. Debemos estar a unos mil quinientos metros.

Nadie dijo nada. Un rato después Barroquejón agregó:

—Se me perdió el yesquero. Después de otra larga pausa, Jill dijo: —Tengo una sed terrible.

Nadie sugirió algo que hacer. Era tan obvio que no había nada que hacer. Por ahora no lo encontraban tan sumamente grave como uno lo hubiera imaginado; pero era porque estaban muy cansados.

Mucho, mucho más tarde, sin el menor aviso, se escuchó una voz absolutamente desconocida. Supieron de inmediato que no era esa única voz en todo el mundo que cada uno esperaba secretamente oír: la voz de Aslan. Era una voz sombría, monótona, casi diría, si entiendes a qué me refiero, una voz negra como el carbón.

—¿Qué hacen aquí, criaturas del Mundo de Encima? —dijo la voz.

Viajes sin ver el sol

—¿Quién está allí? —gritaron los tres viajeros.

—Soy el guardián de las fronteras de Bajotierra, y tengo conmigo a cien terrígeros armados —fue la respuesta—. Díganme rápidamente quiénes son y qué les trae al Reino de las Profundidades.

—Nos caímos por casualidad —dijo Barroquejón, lo que era muy cierto.

—Muchos caen y pocos vuelven a las tierras soleadas —dijo la voz—, Y ahora, prepárense para venir conmigo ante la Reina del Reino de las Profundidades.

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Scrubb, con cautela.

—No lo sé —repuso la voz—. Su voluntad no se cuestiona sino que se obedece.

Mientras decía estas palabras se sintió un ruido semejante a una débil explosión e inmediatamente una fría luz gris y un poco azulada inundó la caverna. Al instante se desvaneció toda esperanza de que el que hablaba hubiera estado fanfarroneando inútilmente. Jill se encontró de pronto parpadeando y mirando asombrada a una densa multitud. Los había de todos tamaños, desde pequeños gnomos de apenas treinta centímetros de alto hasta imponentes personajes más altos que un hombre. Todos llevaban lanzas de tres dientes en sus manos, y todos eran terriblemente pálidos, y permanecían inmóviles como estatuas. Aparte de eso, eran todos muy distintos, algunos tenían cola y otros no, algunos usaban enormes barbas y otros tenían caras muy redondas y lampiñas, grandes como un zapallo. Había narices largas y puntiagudas, y narices largas y blandas como pequeñas trompas, y grandes narices rojas. Muchos tenían un solo cuerno en medio de la frente. Pero en algo eran todos iguales: no te puedes imaginar rostros más tristes que los de aquellas cien criaturas. Tan tristes que, a la primera mirada, Jill casi se olvidó de tenerles miedo. Sintió ganas de alegrarlos un poco.

—¡Caramba! —dijo Barroquejón, sobándose las manos—. Esto es justo lo que yo necesitaba. Si estos tipos no me enseñan a tomar la vida en serio, no sé quién lo hará. Mira ese con el bigote de foca... Y ese otro con...

—Levántense —dijo el jefe de los terrígeros.

No había nada más que hacer. Ayudándose dificultosamente con brazos y rodillas, los tres viajeros lograron ponerse de pie, y se tomaron de la mano. Uno necesita sentir la mano de un amigo en un momento así. Y los terrígeros se agruparon a su alrededor, pisando silenciosamente con sus grandes pies suaves, algunos con diez dedos, otros con doce, otros con ninguno.

—Marchen —ordenó el guardián—; y marcharon.

La fría luz provenía de una gran esfera colocada en lo alto de un palo largo que portaban los gnomos más altos encabezando la procesión. Gracias a sus lúgubres rayos pudieron darse cuenta de que estaban en una caverna natural; las salientes, recovecos y hendiduras de las murallas y del techo dibujaban miles de fantásticas formas, y el pedregoso suelo acentuaba su declive a medida que avanzaban. Para Jill esto era mucho peor que para los demás, porque ella odiaba los lugares oscuros y subterráneos. Y cuando, mientras seguían adelante, la cueva se volvía más baja y estrecha, y cuando por fin el que llevaba la luz se hizo a un lado, y los gnomos se inclinaron (todos, excepto los muy menudos) y entraron por una pequeña grieta oscura y desaparecieron, Jill sintió que no podía soportar más.

—¡No puedo entrar ahí, no puedo, no puedo! ¡No entraré! —jadeó.

Los terrígeros no dijeron nada, pero todos bajaron sus lanzas y las apuntaron contra ella.

—Tranquila, Pole —dijo Barroquejón—. Esos tipos grandotes no se meterían ahí si después esa cueva no se ensanchara. Y lo bueno de estar en este subterráneo es que no tendremos lluvia.

—Es que tú no entiendes. ¡Yo no puedo! —gimió Jill.

—Piensacómo me sentí
yo
en aquel acantilado, Pole —dijo Scrubb—. Pasa tú primero, Barroquejón, y yo iré detrás de ella.

—Eso es —dijo el Renacuajo del Pantano, bajando a gatas—. Agárrate de mis talones, Pole, y Scrubb se tomará de los tuyos, y todos estaremos así más cómodos.

—¡Cómodos! —exclamó Jill.

Pero bajó y todos se arrastraron hacia adentro empujándose con los codos. El lugar era espantoso. Tenías que ir con la cara pegada contra el suelo por cerca de media hora, según les pareció a ellos, aunque deben haber sido sólo cinco minutos. Hacía calor. Jill sintió que se asfixiaba. Pero por fin asomó una luz pálida adelante; el túnel se ensanchaba, y salieron, todos sucios, acalorados y temblorosos, a una cueva tan espaciosa que casi no parecía cueva.

Estaba llena de un débil y soñoliento resplandor, de modo que aquí no se necesitaba el extraño farol de los terrígeros. Una especie de musgo ablandaba el suelo, de donde crecían numerosos y curiosos bultos con ramas y altos como árboles, pero fofos como los hongos. Estaban demasiado distanciados como para formar un bosque; se asemejaba más bien a un parque. La luz (de color gris verdoso) parecía brotar tanto de ellos como del musgo y no era tan potente como para alcanzar el techo de la cueva, que debía estar muy arriba. Los hicieron marchar ahora a través de aquel lugar suave, blando, soporífero. Era muy triste, pero con una cierta serena tristeza, como una música suave.

Pasaron delante de docenas de animales muy raros echados sobre el pasto, muertos o dormidos, Jill no supo bien. La mayoría eran una especie de dragones o murciélagos; Barroquejón tampoco supo qué era ninguno de ellos.

—¿Se crían aquí? —preguntó Scrubb al guardián. Este pareció muy sorprendido de que le hablaran, pero respondió:

—No. Todas son bestias que, de alguna manera, encontraron su camino bajando por abismos y cuevas desde Sobretierra hasta el Reino de las Profundidades. Muchos bajan y pocos retornan a las tierras soleadas. Se dice que despertarán al fin del mundo.

Su boca se cerró como una caja cuando hubo dicho esto, y en el gran silencio de esa cueva los niños tuvieron la impresión de que no se atreverían a volver a hablar. Los pies descalzos de los gnomos, pisando suavemente el espeso musgo, no hacían el menor ruido. No había viento, no había pájaros, no había ruido de agua. No se escuchaba respirar a esos extraños animales.

Después de andar varios metros llegaron ante un muro de roca con una arcada baja que daba a otra caverna. Sin embargo, no era tan mala como la última entrada y Jill pudo pasar sin bajar la cabeza. Estaban ahora en una cueva más pequeña, larga y angosta, más o menos de la forma y tamaño de una catedral. Allí, llenando casi todo el largo de la cueva, yacía un hombre enorme, profundamente dormido. Era lejos más grande que cualquiera de los gigantes, y su cara no parecía la de un gigante, sino que era noble y hermosa. Su pecho subía y bajaba pausadamente bajo la barba blanca como la nieve que lo cubría hasta la cintura. Una plateada luz muy pura (ninguno pudo ver de dónde salía) caía sobre su cuerpo.

—¿Quién es ese? —preguntó Barroquejón. Y hacía tanto rato que nadie hablaba que Jill se admiró de que hubiera tenido el valor de hacerlo.

—Es el viejo Padre Tiempo, que una vez fue rey en Sobretierra —contestó el guardián—. Y ahora se ha hundido en el Reino de las Profundidades y ahí yace, soñando con todo lo que hacía en el Mundo de Más Arriba. Muchos se hunden y pocos regresan a las tierras soleadas. Dicen que despertará al fin del mundo.

Saliendo de esa cueva pasaron a otra, y luego a otra y a otra, y así hasta que Jill perdió la cuenta, pero siempre iban descendiendo y cada cueva era más baja que la anterior, hasta que el solo pensar en el peso y en la profundidad de la tierra que tenías encima, te sofocaba. Por fin llegaron a un sitio donde el guardián ordenó que encendieran de nuevo su melancólico farol. Luego entraron en una caverna tan extensa y sombría que lo único que pudieron ver, justo frente a ellos, fue una franja de arena pálida que bajaba hacia un agua estancada. Y allí, junto a un pequeño malecón, fondeaba un barco sin mástil ni velas, pero con muchos remos. Los hicieron subir a bordo y los condujeron a proa, donde había un amplio espacio frente a las bancas de los remeros y un asiento alrededor de la borda.

—Hay algo que quisiera saber —dijo Barroquejón—. ¿Habrá alguien de nuestro mundo, de allá arriba quiero decir, que haya hecho este viaje antes que nosotros?

—Muchos se hicieron al mar en las playas pálidas —repuso el guardián— y...

—Sí, ya sé —interrumpió Barroquejón—.
Y pocos regresaron a las tierras soleadas.
Eres un tipo de ideas fijas, ¿no es así?

Los niños se apretaron uno a cada lado de Barroquejón. Lo habían tomado por un aguafiestas cuando estaban todavía allá arriba, pero acá abajo parecía que era lo único consolador que tenían. Después, los terrígeros colgaron el pálido farol en medio del barco, se sentaron a los remos y la nave comenzó a moverse. La luz del farol iluminaba sólo un cortísimo trecho. Mirando hacia adelante, veían únicamente el agua tersa y negra que se perdía en una oscuridad absoluta.

—Oh, ¿qué va a ser de nosotros? —dijo Jill, desesperada.

—No te desalientes ahora, Pole —dijo el Renacuajo del Pantano—. Hay algo que debes recordar: vamos nuevamente por el buen camino. Teníamos que llegar debajo de la ciudad en ruinas y
estamos
debajo. Empezamos otra vez a seguir las instrucciones.

Poco después les dieron de comer: unos pasteles de no sé qué, aplastados y fofos, sin gusto a nada. Y al rato se fueron quedando dormidos. Pero cuando despertaron todo era igual; los gnomos seguían remando, el barco seguía deslizándose silenciosamente y siempre esa profunda oscuridad al frente. Cuántas veces despertaron y se durmieron y comieron y volvieron a dormirse, nadie pudo recordarlo jamás. Y lo peor de todo era que empezabas a sentirte como si hubieras vivido siempre en ese barco, en esa oscuridad, y te preguntabas si el sol y los cielos azules y el viento y las aves no serían sólo un sueño.

Ya se habían cansado de esperar o tener miedo de cualquier cosa, cuando por fin vieron luces más adelante; tristes luces, como las de su propio farol. Y, de súbito, una de aquellas luces se acercó y comprendieron que se estaban cruzando con otro barco. Después divisaron varios más. Forzando la vista hasta que les dolieron los ojos, lograron ver que algunas de las luces de más adelante iluminaban lo que parecía ser muelles, muros, torres y muchedumbres en movimiento. Y todavía no se escuchaba un solo ruido.

—¡Ah, flauta! —exclamó Scrubb—. ¡Una ciudad!

Y así era, como todos pudieron ver.

Mas era una ciudad bastante singular. Había tan pocas luces y estaban tan distanciadas que no servirían ni siquiera en las apartadas casas de campo allá en nuestro mundo. Pero esos pedacitos que las luces permitían vislumbrar eran como fragmentos de un gran puerto de mar. En un punto podías distinguir una gran cantidad de barcos cargando o descargando; en otro, fardos de materiales y bodegas; en un tercero, muros y pilares que evocaban grandes palacios o templos; y siempre, dondequiera que cayera la luz, interminables multitudes, cientos de terrígeros, dándose empellones mientras caminaban pisando con suavidad rumbo a sus quehaceres por calles estrechas, atravesando amplias plazas o subiendo imponentes escaleras. Su continuo movimiento producía un cierto ruido débil, susurrante, a medida que la nave se iba acercando más y más; pero no se escuchaba una canción ni un grito ni una campana ni el chirrido de una rueda en todo aquel lugar. La ciudad era tan silenciosa y casi tan oscura como el interior de un hormiguero.

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