La silla de plata (12 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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La Reina, por supuesto, que dijo que sí, pero la risa de todos los cortesanos casi ahogó su voz.

Cómo descubrieron algo que valía la pena saber

Los demás admitieron después que Jill había estado magnífica ese día. En cuanto se marcharon el Rey y el resto de los cazadores, Jill empezó a recorrer el castillo entero y a hacer preguntas, pero con tal aire de infantil inocencia que nadie podía sospechar que tuviera alguna secreta intención. Aunque su lengua no estaba jamás quieta, no podrías decir que hablaba mucho: ella balbuceaba y se reía como tonta. Coqueteó con todos: los mozos, los porteros, las sirvientas, las damas de honor y con los señores gigantes de más edad para quienes ya habían terminado los días de cacería. Se resignó a que la besaran y la abrazaran una cantidad de gigantas, muchas de las cuales parecían compadecerse de ella y la llamaban “pobrecita mía”, aunque ninguna explicaba por qué. Se hizo amiga especialmente de la cocinera y descubrió el importantísimo hecho de que había una puerta en el lavadero que te permitía salir por la muralla externa, sin tener que cruzar el patio ni pasar por la gran puerta de entrada. En la cocina fingió tener un hambre horrible, y comió toda clase de sobras de comida que la cocinera y las fregonas, encantadas, le daban. Pero arriba, entre las damas, hizo preguntas de cómo se iba a vestir para el gran banquete, y cuánto rato la dejarían quedarse en pie, y si podría bailar con algún gigante bien bajito. Y después (se moría de vergüenza al recordarlo más tarde) ladeó la cabeza con esa cara de idiota que las personas mayores, gigantes o no, encontraban tan atractiva, movió sus rizos, y se puso muy nerviosa, y dijo:

—¡Oh, cómo quisiera que fuera mañana en la noche! ¿Y ustedes? ¿Creen que pasarán rápido las horas hasta entonces?

Y todas las gigantas dijeron que ella era lo más adorable que había y muchas se tapaban los ojos con sus enormes pañuelos, como si fueran a llorar.

—Son tan amorosas a esa edad —dijo una giganta a otra—. Es casi una lástima que...

Scrubb y Barroquejón hicieron lo que pudieron por su lado, pero para ese tipo de cosas las niñas son mejores que los niños. E incluso los niños lo hacen mejor que los Renacuajos del Pantano.

A la hora de almuerzo sucedió algo que hizo que los tres estuvieran más ansiosos que nunca por salir del castillo de los Gigantes Amables. Almorzaron en el gran salón, solos en una pequeña mesa cerca del fuego. En una mesa más grande, a unos veinte metros, había una media docena de ancianos gigantes. Su conversación era tan ruidosa, y se oía por allá arriba en el aire, que muy luego los niños no les prestaron mayor atención que la que les das a las bocinas que suenan afuera, o a los ruidos del tránsito en las calles. Estaba comiendo venado frío, una comida que Jill nunca antes había probado, y le gustó mucho.

De súbito Barroquejón se volvió a ellos, y su cara se había puesto tan pálida que podías ver su palidez por debajo de lo barroso que era su cutis normalmente.

—No coman ni un pedazo más —dijo.

—¿Qué pasa? —preguntaron los otros dos en un susurro.

—¿No escucharon lo que decían esos gigantes? “Es un buen trozo de venado tierno”, dijo uno. “Entonces ese ciervo era un mentiroso”, dijo otro. “¿Por qué?”, dijo el primero. “Bueno”, dijo el otro, “cuentan que cuando lo cazaron les dijo: no me maten, soy duro, no les voy a gustar”.

Al principio Jill no entendió todo el significado de esto, hasta que Scrubb dijo con los ojos desorbitados de horror:

—¡Hemos estado comiendo un ciervo que
habla
!

El descubrimiento no tuvo el mismo efecto en todos ellos. Jill, que era nueva en aquel mundo, se compadeció del pobre ciervo y pensó que era muy mal hecho que los gigantes lo hubieran matado. Scrubb, que había estado antes en ese mundo y que era muy amigo de al menos una bestia que habla, se sintió horrorizado, como te sentirías ante un asesinato. Pero Barroquejón, que era nacido en Narnia, se enfermó y se mareó, y se sintió como tú te sentirías si te hubieras comido un niño.

—Nos hemos echado encima la furia de Aslan —dijo—. Es lo que pasa por no hacer caso de las Señales. Supongo que nos ha caído una maldición. Si estuviera permitido, lo mejor que pudiéramos hacer es tomar esos cuchillos y clavarlos en nuestros propios corazones.

Y poco a poco, hasta Jill llegó a ver las cosas desde su punto de vista. En todo caso, ninguno quería más almuerzo. Y en cuanto les pareció prudente, salieron del salón lentamente y en silencio.

Se acercaba esa hora del día de la que dependían sus esperanzas de escapar, y se pusieron muy nerviosos. Vagaban por los pasillos esperando que todo estuviera tranquilo. Los gigantes del salón hicieron una atrozmente larga sobremesa después de terminar su comida. El calvo estaba contando una historia. Cuando acabó, los tres viajeros se fueron muy despacio hasta la cocina. Pero allí aún estaba lleno de gigantes, por lo menos en el fregadero, lavando y guardando las cosas. Fue una agonía esperar hasta que terminaran su trabajo y, uno a uno, se secaran las manos y se fueran. Por último sólo quedó una giganta anciana en la pieza. Se daba vueltas sin hacer nada especial y, finalmente, los tres viajeros se dieron cuenta con horror de que ella no pretendía siquiera irse.

—Bueno, queridos —les dijo—. Ese trabajo está casi listo. Pongamos la tetera y haremos una rica taza de té. Ahora me puedo tomar un descansito. Miren en el fregadero, como buenos niñitos, y díganme si la puerta de atrás está abierta.

—Sí, está abierta —dijo Scrubb.

—Así está bien. Siempre la dejo abierta para que el gatito pueda entrar y salir, pobrecito.

Y se sentó en una silla y puso los pies en otra.

—No sé si podré echar una siestecita —dijo la giganta—. Ojalá que esos malditos cazadores no regresen demasiado pronto.

Se les subió el ánimo al oírla hablar de una siestecita y se les fue al suelo otra vez cuando ella mencionó el regreso de la cacería.

—¿Cuándo vuelven habitualmente? —preguntó Jill.

—Nunca se puede saber —respondió la giganta—. Pero ya, váyanse y quédense tranquilos un ratito, mis queridos niños.

Se retiraron al fondo de la cocina y se hubieran escapado hacia el fregadero en ese mismo instante si la giganta no se hubiera sentado, abriendo los ojos para espantar una mosca.

—No tratemos de hacerlo hasta estar seguros de que ella está realmente dormida —susurró Barroquejón—. O lo echaremos todo a perder.

Así que se apiñaron en una esquina de la cocina, esperando y observando. Era terrible pensar que los cazadores pudieran volver en cualquier momento. Y la giganta no se quedaba quieta. Cada vez que creían que ya dormía profundamente, se movía.

“No puedo soportarlo”, pensó Jill. Para distraer su mente, empezó a mirar a su alrededor. Justo frente a ella había una mesa ancha, muy limpia, sobre ella dos limpios platos de torta, y un libro abierto. Eran platos de torta gigantescos, por supuesto. Jill pensó que podía tenderse cómodamente en uno de ellos. Luego se trepó al banco que había al lado de la mesa para mirar el libro. Y leyó.

PATO SALVAJE. Esta deliciosa ave puede ser cocinada de diversas maneras.

“Es un libro de cocina”, pensó Jill sin mucho interés, y echó una mirada por encima del hombro. La giganta tenía los ojos cerrados, pero no parecía estar suficientemente dormida. Jill volvió a ojear el libro. Estaba por orden alfabético, y al mirar más arriba, su corazón casi dejó de latir. Decía:

HOMBRE. Este elegante y pequeño bípedo ha sido siempre considerado como una exquisitez. Es parte tradicional del banquete de otoño y se sirve entre el pescado y el asado. Se toma un hombre y...

Pero no soportó seguir leyendo más. Se dio vuelta. La giganta había despertado y tenía un acceso de tos. Jill dio un codazo a los otros dos y señaló el libro. Ellos se subieron también al banco y se inclinaron sobre las inmensas páginas. Scrubb todavía estaba leyendo cómo cocinar hombres, cuando Barroquejón le mostró la anotación que había más abajo. Decía así:

RENACUAJO DE LOS PANTANOS. Algunas autoridades rechazan absolutamente este animal por no ser adecuado al consumo de gigantes a causa de su consistencia viscosa y su sabor a barro. Sin embargo, el sabor puede ser suavizado en gran parte si...

Jill tocó sus pies y los de Scrubb suavemente. Los tres se volvieron para mirar a la giganta. Tenía la boca ligeramente abierta y de su nariz venía un sonido que en ese momento les pareció más precioso que cualquiera música: ella estaba roncando. Y ahora fue cuestión de irse en puntillas, sin atreverse a andar muy rápido, respirando apenas, y salir por el fregadero (¡qué mal huelen los fregaderos de los gigantes!) hasta estar fuera por fin, bajo la pálida resolana de una tarde invernal.

Estaban en lo alto de un escarpado sendero que bajaba en pendiente. Y, gracias al cielo, habían salido del castillo por el lado correcto: la ciudad en ruinas estaba a la vista. En unos pocos minutos estuvieron nuevamente en el ancho camino empinado que bajaba desde la puerta principal. Pero por ese costado los podían ver perfectamente desde todas las ventanas. Si hubiesen sido una o dos o cinco ventanas, tendrían alguna posibilidad de que nadie estuviera, en ese preciso instante, mirando hacia afuera. Pero eran cincuenta y no cinco. Se dieron cuenta, además, de que ese camino —y en realidad todo el trecho entre ellos y la ciudad en ruinas— no ofrecía el menor refugio ni para esconder a un zorro; era puro pasto duro, guijarros y piedras lisas. Para peor de males, los niños vestían los trajes que les habían dado los gigantes la noche anterior. A Barroquejón nada le había quedado bien. Jill iba con un vestido color verde fuerte que le quedaba sumamente largo, y encima un manto escarlata bordeado de piel blanca. Scrubb llevaba calcetines color escarlata, túnica y capa azul, una espada con empuñadura de oro y gorra con plumas.

—Lindos trocitos de color son ustedes dos —murmuró Barroquejón—. Se destacan estupendamente en un día de invierno. Ni el peor arquero del mundo podría errarles a cualquiera de los dos si están a tiro. Y hablando de arqueros, vamos a lamentar muy pronto no tener nuestros arcos, no me extrañaría nada. Un poco delgada, también, esa ropa de ustedes, ¿no?

—Sí, ya me estoy congelando —dijo Jill.

Unos pocos minutos antes, mientras estaban en la cocina, Jill creía que si lograban siquiera salir del castillo su fuga sería casi un éxito. Ahora comprendía que aún tenían por delante la parte más peligrosa.

—Despacio, despacio —dijo Barroquejón—. No miren para atrás. No caminen tan rápido. No vayan a correr. Que parezca que estamos simplemente dando un paseo y, entonces, si alguien nos ve, es posible que no sospeche nada. En el instante en que parezca que vamos huyendo, estaremos perdidos.

La distancia hasta la ciudad en ruinas era mucho más larga de lo que Jill hubiera creído. Pero poco a poco la fueron recorriendo. De pronto se escuchó un ruido. Los otros dos se quedaron sin respiración. Jill, que no sabía qué era, preguntó:

—¿Qué fue eso?

—Cuerno de caza —susurró Scrubb.

—Pero no corran, ni siquiera ahora —dijo Barroquejón—. No corran hasta que yo dé la orden.

Esta vez Jill no pudo dejar de echar una mirada rápida por sobre el hombro. Tras ellos, a unos ochocientos metros de distancia a la izquierda, se veía regresar a los cazadores.

Siguieron caminando. Súbitamente estalló un gran clamor de voces de los gigantes azuzando a sus perros.

—Nos han visto. Corran —dijo Barroquejón.

Jill se arremangó sus largas faldas, horribles para correr con ellas puestas, y corrió. El peligro era indudable ahora. Podía oír la música de la cacería. Podía oír la voz del Rey.

—¡Persíganlos, persíganlos, o no tendremos pastel de hombre mañana! —vociferaba.

Jill iba al último, muy incómoda con su vestido, resbalando en las piedras sueltas, con el pelo que se le metía en la boca y sintiendo continuos dolores en el pecho. Los perros de caza estaban cada vez más cerca. Ahora tenía que correr cuesta arriba, subiendo la pedregosa pendiente que llevaba al peldaño más bajo de la escalera gigante. No tenía idea de qué harían cuando llegaran allí, ni si estarían mejor si es que lograban alcanzar la cumbre. Pero no pensaba en eso. Se sentía como un animal perseguido; mientras tuviera la jauría tras ella, debía correr sin parar.

El Renacuajo del Pantano iba adelante. Al llegar al escalón más bajo se detuvo, miró un poco a la derecha y de súbito se lanzó por un pequeño agujero o grieta que había en el fondo. Sus largas piernas, que desaparecieron adentro, semejaban enormemente las de una araña. Scrubb vaciló y luego desapareció detrás de él. Jill, sin aliento y tambaleándose, llegó al lugar un minuto más tarde. Era un agujero bien poco atractivo: una hendidura entre la tierra y la piedra de cerca de un metro de largo y no más de treinta centímetros de ancho. Tenías que tirarte de bruces y arrastrarte hacia adentro. No lo podías hacer con mucha rapidez tampoco. Jill estaba segura de que tendría los dientes de un perro pegados a sus talones antes de que lograra entrar.

—Rápido, rápido. Piedras. Rellenen la abertura —la voz de Barroquejón se escuchó en la oscuridad, al lado de ella.

Estaba oscuro como boca de lobo allí, salvo la luz gris que se filtraba a través de la grieta por donde habían entrado. Los otros dos trabajaban duro. Jill podía ver las pequeñas manos de Scrubb y las manos de rana del Renacuajo, negras contra la luz, esforzándose con desesperación en apilar piedras. De pronto comprendió lo importante que era y comenzó ella también a buscar a tientas las piedras y a pasárselas a los otros. Antes de que los perros empezaran a ladrar y a aullar a la entrada de la cueva, ya la tenían bastante tapada; claro que ahora no había ni una gota de luz.

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