La silla de plata (11 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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“Supongo que estarán acostumbrados a gente de nuestro tamaño, si esa mujer de la túnica verde viene siempre para acá”, pensó Jill.

Pronto pudo comprobar que estaba en lo cierto, porque frente a ella colocaron una mesa y una silla de la altura apropiada para un humano adulto de tamaño normal, y los cuchillos y tenedores y cucharas eran también del porte adecuado. Fue maravilloso poder sentarse, sintiéndose por fin abrigada y limpia. Aún estaba descalza y era una delicia pasear a pie pelado por la gigantesca alfombra. Se hundía hasta más arriba de los tobillos, y eso era lo preciso para sus pies adoloridos. La comida —que supongo deberemos llamar cena, aunque era ya cerca de la hora del té— consistió en sopa de pollo y puerros, y pavo asado, y budín, y castañas tostadas, y toda la fruta que quisieras comer.

Lo único molesto era la niñera que entraba y salía, y cada vez que entraba traía un juguete gigantesco; una muñeca inmensa, más grande que la propia Jill; un caballo de madera sobre ruedas, casi del tamaño de un elefante; un tambor que parecía un gasómetro chico: y un cordero de lana. Eran juguetes ordinarios, cosas muy mal hechas, pintados con colores brillantes, y Jill no soportaba ni verlos. Le dijo miles de veces a la niñera que no los quería, pero la niñera respondía:

—¡Vamos, eso sí que no! ¡Vas a ver que los vas a querer cuando hayas descansado un poco, ya verás! ¡Je, je, je! Y ahora, a la camita. ¡Qué preciosura!

La cama no era una cama de gigantes sino sólo una gran cama de columnas, como las que puedes haber visto en algún hotel anticuado; y se veía más chica en aquella enorme habitación. Estaba feliz de poder dormir en esa cama.

—¿Está nevando todavía, niñera? —preguntó, soñolienta.

—No, ahora está lloviendo, palomita —respondió la giganta—. La lluvia lavará toda esa nieve sucia. ¡Mi niñita preciosa podrá salir a jugar mañana! —Y arropó a Jill y le dio las buenas noches.

No he visto nada más desagradable que una giganta te dé un beso. Jill pensó lo mismo, pero se durmió a los cinco minutos.

La lluvia cayó sin parar toda esa tarde y toda la noche, azotando las ventanas del castillo. Jill no oyó nada, pues durmió profundamente hasta después de la hora de la cena y pasada la medianoche. Y entonces llegó la hora más silenciosa de la noche y sólo los ratones se movían en la casa de los gigantes.

A esa hora Jill tuvo un sueño. Le pareció despertar en la misma habitación y vio el fuego, que se estaba apagando, débil y rojo, y a la luz del fuego, el gran caballo de madera. Y el caballo vino por su propia voluntad, rodando por la alfombra, y se paró a la cabecera de su cama. Y ahora ya no era más un caballo sino un león tan grande como el caballo. Y después ya no era un león de juguete sino un león de verdad. El León Real, tal como lo había visto en la montaña, más allá del fin del mundo. Y la habitación se llenó de un aroma a todas las cosas fragantes que existen. Pero Jill tenía alguna preocupación en su mente, aunque no podía saber qué era, y las lágrimas le corrían por la cara y mojaban la almohada. El León le dijo que repitiera las Señales, y entonces se dio cuenta de que las había olvidado todas, y una gran sensación de horror se apoderó de ella. Y Aslan la tomó en sus fauces (podía sentir sus labios y su respiración, pero no sus dientes) y la llevó hasta la ventana y la hizo mirar hacia afuera. La luna brillaba en todo su esplendor; y escrito en grandes letras a través del mundo o del cielo (no sabía bien cuál) se leían las palabras DEBAJO DE MI. Después, el sueño se desvaneció, y cuando despertó a la mañana siguiente, bastante tarde, no se acordaba ni siquiera de haber soñado.

Ya estaba levantada y vestida y terminando su desayuno frente al fuego cuando la niñera abrió la puerta y le dijo:

—Aquí vienen los amiguitos de mi preciosura a jugar con ella.

Entraron Scrubb y el Renacuajo del Pantano.

—¡Hola! Buenos días —saludó Jill—. ¡Qué cosa tan divertida! Creo que he dormido cerca de quince horas. Me siento mejor, ¿y ustedes?


Yo
sí —contestó Scrubb—, pero Barroquejón dice que le duele la cabeza. ¡Mira! Tu ventana tiene un asiento. Si nos subimos ahí podremos mirar para afuera.

Se subieron inmediatamente; y a la primera mirada Jill exclamó:

—¡Ay, qué espanto más grande!

Brillaba el sol, y aparte de algunos copos, la lluvia había barrido completamente la nieve. Debajo de ellos, extendida como un mapa, se veía la plana cumbre de la colina a la que habían subido con tanta dificultad ayer en la tarde; viéndola desde el castillo, no cabía duda alguna de que esas eran las ruinas de una gigantesca ciudad. Era lisa, como podía comprobar Jill ahora, porque todavía estaba casi enteramente pavimentada, aunque el pavimento se había quebrado en algunos sitios. Los terraplenes que se entrecruzaban eran todo lo que quedaba de las murallas de altísimos edificios que debieron ser alguna vez los palacios y los templos de los gigantes. Un pedazo de muro de unos ciento cincuenta metros se mantenía aún en pie; era eso lo que ella confundió con un acantilado. Lo que le había parecido ser chimeneas de fábricas eran en realidad enormes columnas cortadas a alturas desiguales: sus fragmentos se esparcían a sus pies como derribados árboles de monstruosa piedra. Los peñascos por donde tuvieron que bajar en la ladera norte de la colina, y seguramente también los otros peñascos por donde tuvieron que trepar en la ladera sur, eran los restos de peldaños de gigantescas escaleras. Y para colmo, en el centro del empedrado, en letras grandes y negras, se leían las palabras DEBAJO DE MI.

Los tres viajeros se miraron unos a otros con desaliento, y, dando un corto silbido, Scrubb dijo lo que todos estaban pensando:

—Fallamos la primera y la segunda de las Señales.

Y en ese instante, Jill recordó claramente el sueño de la noche anterior.

—Yo tengo la culpa —dijo desesperada—. Yo... yo había dejado de repetir las Señales por las noches. Si hubiera pensado en ellas me habría dado cuenta de que ésta era la ciudad, aun en medio de
toda
esa nevazón.

—Peor yo —dijo Barroquejón—, porque yo sí la vi, o casi. Pensé que se asemejaba extraordinariamente a una ciudad en ruinas.

—Tú eres el único que no tiene la culpa —intervino Scrubb—. Tú
trataste
de detenernos.

—Pero no traté bastante —repuso el Renacuajo del Pantano—. Y no tenía por qué
tratar.
Debía haberlo hecho. ¡Como si no pudiera pararlos a los dos con una sola mano!

—La verdad es —dijo Scrubb— que estábamos tan requeteansiosos por llegar a este lugar que no nos preocupamos de ninguna otra cosa. Yo por lo menos. Desde que nos encontramos con aquella mujer con el caballero que no hablaba, no hemos pensado en nada más. Casi nos olvidamos del Príncipe Rilian.

—No me extrañaría —comentó Barroquejón— que fuese eso exactamente lo que ella pretendía.

—Lo que no logro entender bien —dijo Jill—, es cómo no vimos las letras. O habrán aparecido anoche. ¿Las habrá puesto Aslan allí durante la noche? Tuve un sueño tan raro.

Y se los contó.

—¡Estúpida! —estalló Scrubb—. Claro que las vimos. Nos metimos dentro de la inscripción. ¿No lo ves? Nos metimos en la letra E de DE. Esa fue la zanja en que te caíste. Caminamos a lo largo del trazo de la E directo al norte; doblamos a la derecha por la vertical; dimos otra vuelta a la derecha, en la mitad del trazo, y luego fuimos hasta arriba, hacia el rincón a mano izquierda o (si prefieres) a la esquina noreste de la letra, y regresamos. ¡Qué idiotas más grandes!

Dio un feroz puntapié a la ventana, y continuó.

—Así es que es inútil, Pole. Sé lo que estás pensando, pues yo pienso lo mismo. Pensabas qué maravilloso habría sido que Aslan no hubiera puesto las instrucciones en las piedras de la ciudad en ruinas hasta después de que hubiéramos pasado por allí. Entonces habría sido culpa suya y no de nosotros. Te habría gustado, ¿no es cierto? No. Hay que confesarlo. Nos dieron sólo cuatro Señales y ya hemos fallado con las tres primeras.

—Querrás decir que yo he fallado —dijo Jill—. Es la pura verdad. He echado a perder todo, desde que me trajiste aquí. Sin embargo, aunque estoy superarrepentida y todo eso, sin embargo, ¿cuáles
son
las instrucciones? DEBAJO DE MI no quiere decir nada.

—Pero sí que quiere decir algo —dijo Barroquejón—. Quiere decir que tenemos que buscar al Príncipe debajo de esa ciudad.

—¿Y cómo? —preguntó Jill.

—Ahí está el problema —respondió Barroquejón, frotándose sus grandes manos de rana—. ¿Cómo hacerlo
ahora
?. Sin duda que cuando estuvimos en la ciudad en ruinas, si hubiésemos tenido nuestros pensamientos puestos en nuestra tarea, se nos habría mostrado cómo; habríamos encontrado una puertecita, o una cueva, o un túnel, o alguien que nos ayudara. Hasta podría haber sido (uno nunca sabe) el mismo Aslan. Habríamos descendido bajo esas piedras del pavimento de una u otra manera. Las instrucciones de Aslan son siempre correctas, sin excepciones. Pero cómo hacerlo
ahora,
esa es otra cosa.

—Bueno, supongo que lo único que podemos hacer es volver allá —dijo Jill.

—Fácil, ¿no es cierto? —dijo Barroquejón—. Para empezar, podemos tratar de abrir esa puerta.

Todos miraron la puerta y vieron que ninguno podía alcanzar siquiera la manilla, y que lo más probable era que nadie podría hacerla girar si es que la alcanzaban.

—¿Ustedes creen que no nos dejarán salir si se lo pedimos? —preguntó Jill.

Nadie lo dijo, pero todos pensaron: “¿Y si no nos dejan?”

No era una idea muy agradable. Barroquejón se oponía resueltamente a cualquiera insinuación de contar a los gigantes sus verdaderos objetivos y pedirles simplemente que los dejaran partir; y por supuesto que los niños no podían decir nada sin su permiso, porque se lo habían prometido. Y los tres estaban absolutamente seguros de que no había ninguna posibilidad de escapar del castillo por la noche. Una vez dentro de sus cuartos con las puertas cerradas, estarían prisioneros hasta la mañana. Podían, claro está, pedir que les dejaran las puertas abiertas, pero eso podría despertar sospechas.

—Nuestra única oportunidad —dijo Scrubb—, es tratar de escabullirnos de día. ¿No habrá una hora en la tarde en que los gigantes duerman? ¿Y si entráramos sigilosamente a la cocina, no habrá allí una puerta trasera abierta?

—Yo casi no lo llamaría una oportunidad —dijo el Renacuajo del Pantano— Pero parece que es la única que tendremos.

En realidad, el plan de Scrubb no era tan imposible como podrías pensar. Si quieres salir de una casa sin que te vean, en cierta forma es mejor hacerlo a media tarde que en la mitad de la noche. Es más posible que las puertas y ventanas estén abiertas; y si te cogen, puedes simular que no pretendías alejarte mucho y que no tenías ningún plan en especial. (Es bien difícil que gigantes o adultos te lo crean si te encuentran saltando por una ventana del dormitorio a la una de la mañana.)

—Tenemos que hacerlos bajar su guardia —dijo Scrubb—. Hay que convencerlos de que nos encanta estar aquí y que esperamos con ansias su banquete de otoño.

—Es mañana en la noche —informó Barroquejón—. Así se lo oí decir a uno de ellos.

—Ya entiendo —terció Jill—. Debemos fingir estar superentusiasmados con el banquete, y hacer muchas preguntas. Ellos nos creen unos perfectos niñitos chicos, de todos modos, lo que hará más fáciles las cosas.

—Alegres —dijo Barroquejón con un hondo suspiro—. Así tenemos que estar, alegres. Como si no tuviéramos ni el menor problema. Muy contentos. Ustedes dos, jovencitos, me he dado cuenta de que no siempre están muy animados. Mírenme a mí, hagan lo que yo hago. Voy a estar alegre. Así —hizo una mueca horrible—. Y travieso —e hizo una tristísima pirueta—. Ya van a aprender, si se fijan bien en mí. Miren, ellos ya creen que yo soy un tipo gracioso. Quizás ustedes pensaron anoche que yo estaba un poquitito mareado, pero les aseguro que todo era..., bueno, casi todo... fingido. Tuve la idea de que podría ser útil, de alguna manera.

Cuando más tarde los niños contaron sus aventuras, nunca estuvieron seguros de que esta última afirmación fuera estrictamente verdadera; pero tenían la certeza de que Barroquejón creía que era la verdad cuando lo dijo.

—De acuerdo. Alegres es la orden —dijo Scrubb—. Y ahora, si pudiéramos conseguir que alguien nos abra esta puerta. Mientras jugueteamos y nos hacemos los alegres, tenemos que averiguar todo lo que podamos sobre este castillo.

Por suerte, en ese mismo momento se abrió la puerta y la niñera gigante entró muy agitada, diciendo:

—A ver, mis amorcitos, ¿quieren ir a ver al Rey y a toda la corte preparándose para la cacería? ¡Un espectáculo tan hermoso!

Sin perder un segundo corrieron dejándola atrás y bajaron por la primera escalera que encontraron. El ruido de los perros de caza y de los cuernos y las voces de los gigantes los guiaron y en pocos minutos llegaron al patio. Todos los gigantes estaban a pie, pues no hay caballos gigantes en esa parte del mundo, y los gigantes van de cacería a pie; como cuando uno va a cazar liebres en Inglaterra. También los sabuesos eran de tamaño normal. Cuando vio que no había caballos, Jill sintió al principio una tremenda desilusión, pues estaba convencida de que la gorda Reina jamás seguiría a los perros a pie; y no podrían hacer nada estando ella en la casa todo el día. Pero luego vio a la Reina en una especie de litera que llevaban seis jóvenes gigantes sobre sus hombros. La vieja y tonta criatura estaba ataviada enteramente de verde y llevaba un cuerno colgando a su lado. Se habían reunido veinte o treinta gigantes, incluido el Rey, listos para la cacería; hablaban y reían tan fuerte que te dejaban sordo; y allá abajo, cerca de donde se hallaba Jill, muchos meneos de cola, ladridos e inquietos y babosos hocicos y narices de perros que se te metían entre las manos. Barroquejón iba justo a adoptar una actitud que él creía alegre y retozona (que hubiera echado todo a perder si alguien se hubiese dado cuenta), cuando Jill, con su sonrisa infantil más atractiva, corrió hasta la litera de la Reina y le gritó:

—¡No, por favor! ¿No te
vas,
verdad? ¿Vas a volver?

—Sí, mi querida —contestó la Reina—. Volveré esta noche.

—¡Qué
bueno
!¡Qué fantástico! —exclamó Jill—. Y nosotros
podremos
ir al banquete mañana en la noche, ¿no es cierto? ¡Esperamos con ansias que llegue mañana en la noche! Nos encanta estar aquí. Mientras ustedes están fuera, ¿podríamos recorrer todo el castillo y ver todo lo que hay? Por favor, di que sí.

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