Hijo mío, hijo de mi corazón. Seguramente entiendes la profundidad del sentimiento de un padre que perdió a tu preciosa, inigualable madre a causa de las tiranías y prejuicios brutales de su familia, los Barroso. Ella fue el frágil altar de mi pasión más fuerte. Entre los dos debemos reconstruir ese templo arruinado por la mentira, la pretensión, la avaricia, la arrogancia de una clase dominante sin escrúpulos, plenamente representada por la familia Barroso, de la cual la heredera única es la perversa María del Rosario Galván. ¿Crees que voy a dejarla maniobrar en paz? ¿Por qué hemos de tener escrúpulos con quienes carecen totalmente de ellos?
Piénsalo siempre: María del Rosario viene de allí, de la misma clase de tu madre. Ve en María del Rosario a tu madre con fortuna, dueña de la vida que Michelina no tuvo. Véngate en María del Rosario del cruel destino de tu madre.
De Bernal Herrera me encargo yo.
Eres mi hechura, Nicolás. Mi heredero. Mi cómplice. Ya verás que juntos lo lograremos todo. Lo único que importa. Llegar al poder y quedarse allí para siempre.
Entre tú y yo, Nicolás Valdivia hijo mío, el poder nos une como la nostalgia de la verdad. Vamos a adueñarnos de ella.
Sí te recomiendo una cosa. De ahora en adelante, ruega que nadie se entere de lo que piensas, ni siquiera yo. Sobre todo si piensas traicionarme.
Te lo digo yo. En política, no hay traición que no se pueda hacer. O por lo menos, imaginar.
Onésimo Canabal a Nicolás Valdivia
Señor Presidente, con alarmada discreción me dirijo a usted.
Con urgencia también. La sede del Congreso de la Unión ha sido violada. Bueno, sólo una oficina, pero el Congreso es un todo inviolable. Es el santuario de la Ley, señor Presidente. Pues imagínese que hoy mismo amanecí con una llamada urgente del conserje Serna.
Alguien, de noche, había entrado al Parlamento de San Lázaro. Alguien desactivó las alarmas, evadió a los guardias, acaso sobornó la vigilancia. No lo sé. Alguien con poder, evidente. Señor Presidente: la oficina de nuestra amiga la diputada Paulina Tardegarda la compañera a la que tanto debemos usted y yo, ha sido violada. Su caja de seguridad ha sido arrancada, sí señor, arrancada de cuajo, dejando un horrendo boquete en la pared que no sólo afea la oficina, sino que nos va a obligar a rehacer la pared, ¿se da usted cuenta del gasto que esto implica? (Por cierto, ¿cuándo nombra nuevo secretario de Hacienda después de la defección de Andino Almazán?) Y lo peor no es que la caja haya sido robada. La Honorable Diputada ha desaparecido, señor Presidente. No está en su departamento de la calle de Edgar Allan Poe. Ni siquiera llegó a dormir, nos dice su servidumbre. Hemos llevado a cabo discretísimas averiguaciones. Nomás no aparece. Se esfumó sin dejar rastro.
¿Qué será de ella? ¿Usted sabe algo? Si sólo fuera que se fue de vacaciones o a pasarla bien con alguien, bueno. Pero la caja de seguridad, señor Presidente. Lo alarmante son las dos cosas juntas.
Quiero consultarle. ¿Debemos lanzar una alerta nacional sobre el paradero de Paulina Tardegarda? Pobrecita. No era una santa, pero tampoco una pecadora. No imagino que alguien la raptara por razones de amor, tan poco agraciada. Aunque ella tenía tamaños para raptarse a alguien, se lo aseguro.
En fin, necesito que usted autorice el llamado. Yo solo no puedo. Ya ve usted las responsabilidades. Luego nunca aparecen los restos. O se encuentran en el jardín de una bruja, y resulta que eran falsos. O de repente la fina se ha hecho la cirugía facial como aquel famoso narco, El Señor de los Cielos. Perdone la indiscreción, don Nicolás, pero yo creo que le traía ganas a usted... Perdón, perdón. Quién quita y nomás quiso verse un poquito más chula. En todo caso, buena falta le hacía una buena estiradita a la pobre Paulina, tan poco agraciada ella...
Bueno, no quiero ir más allá. Estará de acuerdo en la urgencia del caso. Espero sus órdenes para actuar o para dejar morir el asunto, como al señor Presidente le parezca más conveniente.
68Su afmo. y ss. ss.
Onésimo Canabal
Presidente del H. Congreso de la Unión.
Bernal Herrera a María del Rosario Galván
Tienes razón, María del Rosario. Nos han cambiado el juego. Aunque en apariencia Valdivia va a respetar los calendarios electorales, no creo que nada en su cabeza o en su corazón lo mueva a entregarme el poder el 1 de diciembre de 2024 si resulto elegido. Tenemos un problema: no aparece contrincante viable a mi candidatura. Por lo menos Tácito venía, como yo, del Gabinete presidencial. Los minipartidos carecen de personalidades con carisma. Los caciques se adaptarán a quien les ofrezca seguridades. Mi peligro es quedarme solo, destacando tanto que mi altura me vuelve vulnerable. Lo malo de ser alto, decía el general De Gaulle, es que nos hacemos notar. Y concluyó:
—Por eso los hombres altos tenemos que ser más morales que nadie.
Una vez me dijiste, a propósito de Tácito, que el odio es más inteligente que el amor. Yo voy a seguirme cuidando del señor licenciado De la Canal. Desconfío de su recién adquirida humildad. Parece comprada en el mercado de pulgas. Su amor filial no es de confiar. Sólo creo en su fidelidad gatera. Ya sedujo a la criadita de su papá, según me informan. Una que se dice "Gloria Marín". Bueno, tú misma me dijiste un día,
—¡Qué triste es la fidelidad!
María del Rosario: vamos a seguir actuando juntos, y esta vez desde posiciones desventajosas. No te rías de mí si te advierto contra una resurrección de nuestra antigua llama amorosa. Más vale hablar claro de esto. Querernos de vuelta sería una pobre demostración de que como pareja política hemos sufrido un contratiempo y compensamos la hiel con la miel. Sería una prueba de desaliento y desilusión.
Te lo digo como prevención solamente. Estoy notando en ti un sentimentalismo que acaso podría aliviar nuestra pasajera derrota. Lo comparto. Incluso me tienta la idea de que tú y yo podamos volver a querernos como al principio.
Sería una debilidad y tú lo sabes. Nos juntaríamos sólo para lamernos las heridas. Nos consolaríamos hoy. Nos detestaríamos mañana.
Recuerda con frialdad lo que fue nuestra relación inicial. Yo sólo quería darte amor. Tú sólo querías desear amor. Creo que a ti sólo te satisface un amor que sea deseo puro. No soportarías un cariño asegurado, tuyo, cotidiano. Sin riesgo. Eres una mujer que ama el riesgo. Lo llevas al extremo de lo que otros, que no te quieren tanto como yo, llamarían inmoralidad. Te hace feliz robarle un hombre a otra mujer —o a otro hombre—. Tu pasión erótica es tal que se te ha convertido en obstinación. No lo niegues.
Yo no soy obstinado. Soy constante. Y en mi constancia no entra la nostalgia de una pasión resucitada. Lo sé: para ti, ser infiel no es ser desleal. Por eso, vivir contigo me obligaría a hacer algo que no quiero nunca repetir. No quiero examinar a cada instante mi convivencia y mi corazón. Vivir contigo me expone a ese martirio interno. Marucha, ¿me es fiel o no?
Qué bueno que nunca nos casamos. Pudimos actuar juntos sin tener que soportarnos juntos. No podemos regresar a lo que fuimos algún día. No lo aguantarías. Te doy la razón. ¿Ser otra vez amantes? Tú y yo sabemos que la segunda vez no sólo sería un error. Sería una estupidez. ¿A poco no? Acabaría con lo mejor que me das: la distancia necesaria para amarte tanto que no te considere digna de mi amor. (Tú sabes que yo te admiro por lo que otros te desprecian.) (No te atormentes. Piensa en todo lo que no nos dijimos.) Dejemos atrás en esta nueva situación las tentaciones o atractivos de una pasión reanudada. Recuerda que no hemos roto. Sólo nos hemos desatado. ¿Qué tenemos en común? No poder amar pero no poder
poder
el uno sin el otro.
Quiero reafirmar, en esta hora, nuestro pacto.
Recuerda que tú y yo podemos arruinarnos el uno al otro. Más nos vale seguir juntos. Que haya paz entre tú y yo. Nuestro placer fue demasiado huracanado. Hoy, más que nunca, debemos actuar con calma.
Recuerda que tú y yo siempre hemos sabido ponernos de acuerdo aun cuando no estemos de acuerdo.
Resígnate como yo me resigno. Entrégate a mi imaginación, como yo me entrego a la tuya. Allí, en nuestras cabezas, podemos vivir para siempre la pasión.
Aunque debo admitirte que en estos momentos las puertas de mi mente son como las de una cantina: se abren, se cierran, se golpean... Sólo sé una cosa.
Tenemos que encontrar la fisura de Nicolás Valdivia. La herida por donde sangra. Su secreto más vergonzoso y vergonzante. No creo que tengamos otro recurso para vencerlo. Debemos juntar nuestras cabezas para que Nicolás Valdivia no pueda perpetuarse en el poder.
Y en última instancia, piensa que un poco de mala suerte es el mejor antídoto contra la amargura por venir. Y la mayor amargura es la de los todopoderosos: Nada les satisface, siempre quieren más y eso los pierde. Descubramos qué es lo que deja insatisfecho a Nicolás Valdivia y tendremos la clave de su derrota.
María del Rosario Galván a Bernal Herrera
He caminado mucho esta tarde, Bernal, buscando un sitio alto y limpio desde donde ver nuestro Valle de México y renovar mi esperanza. Es esta la ciudad ojerosa y pintada que horrorizó (y mató juvenilmente) al excelso provinciano Ramón López Velarde. Es el "Valle de México, boca opaca, lava de baba, desmoronado trono de la ira" que azotó con una furia que lo salvaba Octavio Paz. O es la imagen exacta y equilibrada del poeta de la serenidad inteligente, José Emilio Pacheco, cuyos ochenta y dos años acabamos de celebrar, cuando se deja arrastrar por las evidencias y canta con la voz herida al "Atardecer de México en las lúgubres montañas del poniente..."
(Allí el ocaso es tan desolador que se diría:
la noche así engendrada será eterna.)
México de temporadas eternas, "primavera inmortal"... La temporada de lluvias ha empezado, lavando la eterna noche, la boca opaca, la mirada ojerosa y pintada... Apaciguando al polvo. Devolviéndole la transparencia extraviada al aire. Es cierto que en tardes de lluvia, entre aguacero y chubasco, incluso desde el siniestro Anillo Periférico, se ve con nitidez el perfil recortado de las montañas.
He preferido subir a pie hasta el Castillo de Chapultepec y mirar la Ciudad y el Valle desde esa altura humana, intermedia, desde donde las montañas que pude seleccionar Ajusco, Popocatépetl, Iztaccíhuatl— pueden ser vistas esta tarde con la mirada personal que quisiera rescatar, Bernal, al final de esta etapa de nuestras vidas.
¿Te das cuenta de que esta historia la hemos vivido en el encierro, como si todos representásemos en el escenario de una prisión? Hemos contado una historia despojada de naturaleza. Tendrá razón Pacheco: "¿Sólo las piedras sueñan?... ¿El mundo es sólo estas piedras inmóviles?..." Por eso estoy aquí, tratando de recordar la naturaleza olvidada, perdida en un bosque de palabras, hundida en un pantano de discursos, capada con un cuchillo de ambiciones...
¿Sabes? Antes de salir, me miré sin maquillaje en el espejo para no hacerme ilusiones. Mantengo una figura esbelta, pero mi rostro empieza a traicionarme. Me doy cuenta de que fui, de joven, naturalmente hermosa. Hoy, la belleza que me queda es un acto de pura voluntad. Es un secreto entre mi espejo y yo. Al espejo le digo:
—El mundo sabe de mí. Pero el mundo ya no sabe a mí.
¿Por qué desperdiciamos nuestra belleza y nuestra juventud? Miro hacia atrás y me percato de que le entregué mi juventud y mi sexo a hombres que acabaron en polvo o estatua. Toco mi cuerpo esta mañana. Nada hiere el cuerpo tanto como el deseo. No acabo de satisfacer el mío, lo admito hablándote a ti, que eres el único verdadero hombre de mi vida. Nada me ha satisfecho, Bernal. ¿Por qué? Porque he oficiado demasiado en altares sin Dios. Mis altares son aquellos que envejecen prematuramente a los corazones. La fama y el poder. Pero soy mujer. No me rindo a las evidencias del tiempo. Me digo convencida que mi atracción sexual no tiene nada que ver con la edad. Soy deseable sin ser joven.
Recorro las personas, los lugares, las situaciones que tú y yo hemos visitado desde la crisis de enero y en mi boca no hay sabor. Quisiera invocar alguna dulzura, la hiel también, por qué no el vómito. Mi lengua y mi paladar no saben a nada.
Consulto a mis otros sentidos. ¿Qué oigo? Una cacofonía de palabras huecas. ¿Qué huelo? Los excrementos que va dejando en el camino la ambición. ¿Qué toco? Mi propia piel cada vez menos resistente, más vulnerable, más adelgazada. ¿Con qué toco? Con diez uñas como puñales que me hieren a mí misma. No sólo no me acarician. Ni siquiera me arañan. Se hunden en mí, preguntándome qué será de mi piel, cuánta vida le queda aún, qué placer tan módico y exhausto le espera al cabo. La nada.
Tengo mis ojos. Me convierto esta tarde en mirada pura. Todo lo demás me traiciona, me hace extraña a mí misma. Retengo sólo una mirada y descubro con asombro, Bernal, que es una mirada amorosa. No necesito un espejo para atestiguarlo. Miro desde Chapultepec con amor a la Ciudad y al Valle de México.
Una mirada de amor. Se la regalo a mi ciudad y a mi tiempo. No tengo nada más que darle a México sino mi mirada de amor esta tarde luminosa de mayo después de la lluvia, cuando las bugambilias son pacientes florones de la belleza urbana y por un glorioso instante la ciudad se corona del color lavanda de los flamboyanes. El Valle tiene una luz tan poderosa esta tarde, Bernal, que me duplica la presencia, me abandona en la gran terraza de piso de mármol blanquinegro del Alcázar, pero me transporta como en un tapete mágico por toda la extensión de la urbe, por encima de los racimos de globos multicolores que venden en las avenidas, permitiéndome acariciar las cabecitas de los niños en los parques, caminar sobre las aguas del légamo del lago del Bosque y continuar sobre las aguas de jacinto de Xochimilco, como si mis pies desnudos buscasen limpiarse, Bernal, en los canales perdidos de lo que fuese la Venecia americana, una ciudad abrazada al agua como a la vida misma, una ciudad poco a poco desecada hasta morirse de sed y asfixia..
Esta tarde no, Bernal, el milagro de esta tarde que he escogido para renacer es tarde líquida, ha llovido y todas las avenidas se han vuelto canales, todos los desiertos de tepetate se han vuelto lagos, todos los tubos de desagüe se han convertido en manantiales...
Curso con la mirada rediviva la ciudad que miró tu tocayo Bernal Díaz del Castillo en 1519, resurrecta mediante la fuerza del deseo, dejo detrás toda la miseria del melodrama político que hemos vivido tú y yo y resucito a la ciudad antigua, desplegando sus alamedas de oro y plata, sus techos de plumas y sus paredes de piedras preciosas, sus mantos de pieles de jaguares, pumas, nutrias y venados. Camino al lado de las farmacopeas indias con curas de piel de culebra, quijadas de tiburón, velas de cera fúnebre y ojos de venado tierno. Entro a las plazas dibujadas de grana y aspiro los aromas de liquidámbar y tabaco nuevo, de cilantro y cacahuate y mieles. Me detengo en los expendios de jícamas, chirimoyas, mameyes y tunas. Descanso sobre asientos de tablas y bajo coberturas de tejas, entre el concierto de gallinas, guajolotes, liebres, anadones...