Por el miedo en sus ojos, señor Presidente. Un miedo que ni en mi peor pesadilla pude imaginar, un miedo a todo, ¿entiende usted?, un miedo a recordar, amar, desear, vivir o morir... El miedo que usted le puso allí, señor Presidente a quien el Diablo hunda en lo más hondo del infierno el día de su muerte. Que desearía próxima si no supiera desde ahora que su vida es ya un infierno.
Todo fue en balde. Sacrificó usted por nada a mi hombre. Tomás Moctezuma Moro no saldrá nunca de Ulúa. Ni vivo ni muerto. Esa celda es su hondo e inconmovible seno materno. No reconocería otro hogar.
El de usted debería ser la casa de la vergüenza. O lo que para usted es peor, la de la oportunidad perdida. Por primera vez, sospecho, las cosas no le salieron como esperaba. Me da usted horror. Pero más me da pena.
Sólo le suplico una cosa. Siga sobornando a los guardianes del cementerio para que al menos allí, como sucedió un día, yo pueda abrir la falsa tumba de Tomás Moctezuma Moro.
Tácito de la Canal a "La Pepa" Almazán
No te preocupes por mí, mi amor. Lo he perdido todo. Salvo el refugio más íntimo del alma, que es mi amor por ti. No me importa que me desprecies, me insultes, me apartes para siempre de tu lado. No me importa. He regresado al puerto más seguro. Quiero que lo sepas. No es un triunfo ni una derrota. Me echas en cara servilismo y vanidad. Me humillas y lo merezco. Todo lo que parecía fortuna se me ha volteado en un instante y al mismo tiempo.
Sí, yo soy aquel al que el Presidente podría decirle,
—Salta por la ventana, Tácito, y yo contestaría,
—Con su venia, señor, saltaré desde el techo.
Tuve un presentimiento, ¿sabes?, el día que un jefe de Estado extranjero llegó a Los Pinos a ver al Presidente. Yo lo esperaba a la puerta. El dignatario me entregó el impermeable como si yo fuera el mozo. De eso me vio cara. Yo debí haber cruzado los brazos detrás de la espalda como hacen los
royals
británicos para indicar cortésmente que no era el mayordomo de Palacio. Pero como en verdad lo era, tomé el impermeable del visitante, incliné la cabeza y le indiqué que pasara adelante. No me miró siquiera. Me quedé con la gabardina del Presidente de Paraguay entre las manos mientras el personaje se alejaba murmurando,
—¡Qué frío que hace en México!
Yo era el criado, es cierto. Volví a hacerme la pregunta de cuando entré a servir al señor Presidente Lorenzo Terán,
—¿Qué diablos quieren de mí? Si yo no soy nadie...
Vas a decirme:
—¡Qué fácil! Ahora que no eres nadie, te das el lujo de jugar al humildito.
Créeme. No me creas. Qué más da. Te escribo por última vez, mi Pepona. No lo haré nunca más, te lo juro. Sólo quiero que sepas cuál ha sido mi final y aceptes que lo acepto con humildad verdadera.
Mi padre vive muy aislado en su casita del Desierto de los Leones. Es una casita modesta y decente, muy escondida. Se llega a ella por esos caminos escarpados de curvas con el Ajusco a la vista. Mi padre es muy anciano. Lo llamo el A. P, el Antiguo Padre, recordando alguna lectura, antigua también, de las novelas de Dickens, cuando era joven.
Porque un día fui joven, mi Pepa, aunque ni tú ni el mundo lo crean. Fui joven, estudié, leí, me preparé. Me impulsaba la ambición y algo más: el destino de mi padre. No repetirlo, ¿ves? No quería ser como él.
Durante tres sexenios consecutivos, el A. P fue factor decisivo de la política mexicana. Pasó de una Secretaría de Estado a otra, siempre como poder en la sombra, siempre como operador político a favor de la jugada grande, es decir, llevar a su ministro a la candidatura del PRI y de allí a la Presidencia. Como nunca acertó, contó con la confianza del ganador. No hay nada como perder para ganar confianza. Siempre en la sombra. Siempre como manipulador secreto. No podía aspirar a más, porque nació en Italia de padres italianos, los Canali de Nápoles. Por eso también era digno de confianza. Sus ambiciones tenían un límite legal. Nunca podría ser Presidente. Tres sexenios. Hasta que se le juntaron demasiados secretos, ese fue el problema. Tantos que nadie creía que fueran la verdad, porque los secretos son por naturaleza contradictorios e inciertos y lo que es necesidad en A es necedad en B, lo que es virtud en X es vicio en Z y así en adelante. O sea que todo lo que mi padre sabía, por saber demasiado se volteó en contra de él.
"A" le reprochó guardar el secreto cuando resultaba útil revelarlo.
"B" se le echó encima porque no entendía que el silencio de mi padre lo protegía, cuando "B" lo que quería es que su secreto se supiera como amenaza política.
"X" pidió que sacrificaran a mi padre en virtud misma de su secrecía: lo que guardaba escondido eran crímenes de Estado.
Y "Z" le reprochó, por el contrario, una serie de supuestas indiscreciones...
Sí, el A. P tenía demasiados hilos entre las manos, la madeja se le hizo, literalmente, bolas, manejaba demasiados títeres y el teatro de su vida era una casa de naipes.
Mi padre fue demasiado hábil. Se pasó de listo. Se le fue la mano. Se le olvidó purgar a los que purgan. Se le olvidó que para asegurarle la vida a un enemigo, primero hay que matarlo. Se le olvidaron las inmortales lecciones de las más longevas dictaduras: servir invisiblemente al poderoso puede ser motivo de premio o de castigo. Llegó un momento en que mi padre sabía tantos secretos que todos le tuvieron miedo y se volvió famoso. Su discreción no lo salvó. Al contrario, decidieron matarlo antes de que abriera la boca.
¿Cómo lo destruyeron? Alabándolo, mi Pepa. Colmándolo de elogios. Arrancándolo de las sombras que eran su hábitat natural. Exhibiéndolo en el centro del redondel político con aplausos y vueltas al ruedo. Mi pobre papá sufría dudando entre la costumbre de mantenerse en la sombra y gozar del elogio público. Se le olvidó el grito del colaborador de Stalin,
—Por favor, ¡no me alaben! ¡No me manden a Siberia...!
Sí, mi A. P recibió demasiados aplausos. No los públicos, que no importan, sino los privados, los del Presidente en turno, los aplausos que más envidia y venganza generan en contra del favorecido...
En resumen: llevaba demasiado tiempo en la paradoja de ser candil de la casa y oscuridad de la calle.
Dicen que un hombre público debe vivir en perpetua angustia, pero no demostrarlo. A veces, sin embargo, la angustia debe trasladarse a la acción. Stalin le tenía miedo a los dentistas. Prefirió que se le pudriera la dentadura a exponerse al peligro. O sea que uno cree hasta el final que lo que se premia no es la capacidad, sino la lealtad. Ríete de mí, recuerda mis abyecciones, échame en cara mi vanidad. Y ten piedad de mi derrota. Es el segundo acto del derrumbe de mi propio padre.
Llevaba años sin verlo. Nunca dejé de enviarle dinero. Pero su cercanía me daba miedo. El fracaso se contagia. No quería repetir su vida. Yo iba a triunfar donde él fracasó. Yo llegaría a la Silla del Águila. Bernal Herrera, María del Rosario, mis enemigos grandes, tú misma, traicionera, los pequeños enemigos a los que nunca hay que despreciar, las viborillas dentro de mi propia oficina, Dorita la de los moños celestes, Penélope la prieta cuadrada y el verdadero arquitecto de mi derrumbe, Nicolás Valdivia, hoy secretario de Gobernación, el hombre que forjó la intriga que me costó el poder, esos malditos papeles conservados por el imbécil archivista Cástulo Magón, esos papeles que yo rubriqué sólo porque me lo pidió, el señor Presidente César León, una solicitud que era una orden y una consolación:
—No te preocupes, Tácito. Yo tengo un archivo listo para el momento en que deje la casa presidencial. Lo necesito para mis memorias. Seré selectivo. Pero no puedo sacrificar un solo documento de mi mandato. Tú me entiendes. Un Presidente de México no gobierna para el sexenio. Gobierna para la Historia. Hay que preservarlo todo, lo bueno y lo malo. ¿Quién quita, mi buen Tácito, que el tiempo le dé la razón a las necesarias elipsis de la ley? ¿Qué va a importar más, el fraude a los pequeños accionistas o la salvación de las grandes empresas motores de una economía de exportación como la nuestra?
Sonrió pícaramente.
—Además, el archivista tiene órdenes de pasar los originales de esos documentos por la trituradora. Yo me quedo con las copias certificadas.
Había una desnuda amenaza en sus ojos de mosca. Ah sí, mi Pepa, ese hombre, como las moscas, tiene ojos que miran en todas las direcciones simultáneamente. Tiene antenas muy largas en la cabeza. Tiene dos pares de alas, un par para volar y otro para guardar el equilibrio. Se posa encima de la basura. Es mosca vieja, de color gris y panza amarilla. Eso lo delata. Cuídate de él. Tiene patas glandulares que le permiten detenerse en las paredes y caminar por el techo. Sus carnadas se llaman gusanos y se crían de preferencia con carne de cadáver. Tú me odias. Yo no y por eso te aconsejo. No te duermas en tus laureles con Arruza. No te dejes embaucar por la pura fuerza brutal del general. Mucho ojo con César León. Siempre trae un as en la manga.
Se lo dije a Valdivia. Te lo digo a ti, sobre todo ahora que te acuestas con un lobo. Que el lobo Arruza le tema a la mosca León. Se engaña el que crea que el ex-presidente está dispuesto a retirarse. Va a seguir dando guerra hasta el día que se muera.
Pero déjame volver a mi Antiguo Padre. El mundo se le vino encima, mi Pepa, igual que a mí, peor que a mí porque él no ambicionaba la Silla y sólo quería permanecer operando desde la sombra. Sí; porque era menos ambicioso, le dolía más perder. Era como una afrenta a su moral de la discreción, ¿ves? Tenía, gracias a su modestia, un horizonte vastísimo, tan largo como su vida de consejero indispensable, Talleyrand, Fouché y el padre Joseph Le Clerc de Tremblay, "eminencia gris" original a la vera de Richelieu. Mira nomás cómo se me regresa la memoria del joven estudiante apasionado de historia que fui. Es la mejor demostración de que ya soy otro, Josefa, soy otro, ¿me entiendes? Me siento purificado por el fuego. En fin. La invisibilidad era el don de mi padre, era su fuerza. Le ganaba la confianza de los poderosos. Pero lo volvía sacrificable cuando llegó a saberlo todo siendo nadie.
Entré a la casita del Desierto de los Leones.
La muchachita que le sirve al A. P estaba vestida de china poblana.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, porque aunque le pago el salario, nunca la había visto.
—Gloria Marín, para servir al patrón.
Sonreí. —Ah, como la actriz.
—No señor. Yo soy la actriz Gloria Marín.
Y es cierto, se parecía a una de las más bellas e inquietantes mujeres del viejo cine mexicano. Gloria Marín la del pelo negro azabache, los ojos de melancolía desconfiada pero sensuales detrás de las inevitables defensas de mexicana escarmentada. El perfil, perfecto en el óvalo de un rostro de morena clara. Y esos labios de sonrisa difícil, siempre al límite de un rictus de amargura. Sumisa en apariencia, rebelde en realidad.
—¿Y mi papá?
—Donde siempre, señor. Mirando la tele. Noche y día.
Se cruzó con donaire el rebozo sobre los pechos "turgentes", como se decía entonces, y no tuve tiempo de decirle que las antenas de televisión estaban muertas desde enero.
—Ah. ¿Noche y día?
—Sí, allí duerme, allí come, dice que no se puede perder un solo minuto de lo que pasa en la tele.
Ah. Como el Hermano Mayor de hace años, nomás que al revés...
—Yo no sé. Él dice que en cualquier momento lo pueden matar y tiene que estar listo para defenderse.
—¿Quiénes quieren matarlo?
—Unos malosos.
—¿Cómo se llaman?
—Uy, uno el Sute Cúpira, otro el Cholo Parima. Ya los sueño, señor. Dizque son venezolanos y viven en una selva llamada Canaima.
La observé con creciente extrañeza.
—Está bien. Te llamas Gloria Marín. Y tu patrón, ¿cómo se llama?
—Jorge Negrete.
—No, se llama Enrico Canali. ¿De dónde sacaste eso de Jorge Negrete, pinche gata? Negrete era un actor de cine, "el charro cantor", un galán muy guapo, muy retador, con el que soñaban las criadas como tú. Murió hace casi un siglo.
Gloria Marín se soltó llorando.
—Ay señor, no se lo diga al patrón. No lo mate. Él es Jorge Negrete. Lo cree de veras. No lo desilusione. Palabra que lo puede matar.
Bajó la mirada.
—A mí llámeme como guste. Para servir al patrón.
Suspiré atávicamente. Entré al saloncito minúsculo, abierto sobre un patio descuidado donde la hierba crecía entre las baldosas y un solitario pirú hacía penitencia. En un sillón frente a la pantalla de TV estaba mi A. P, mi Antiguo Padre, con la mirada fija en la pantalla. Hablaba solo, ensimismado. —Ora entro a la cantina y miro con insolencia a todos. "Aquí está el Ametralladora", grito con el mechón sobre la frente y todos se quedan callados de miedo, agarro de la cintura a la muchacha más bonita —perdón, Gloria, no eres tú, esta vez no sales en la película— y canto Ay Jalisco no te rajes, mírenme...
Sintió mi presencia, puso mi mano sobre su hombro, la tomó con su propia mano de mármol pecoso y frío, como si agradeciera mi presencia pero sin saber quién era yo, cambió de imagen con el control, era obvio que sólo pasaba un montaje de escenas reunidas por él mismo y ahora Jorge Negrete bailaba sobre un tablado veracruzano el son del Niño Aparecido con una preciosa Gloria Marín vestida a la usanza aristocrática del siglo XIX, con mantilla y la falda de seda hasta el tobillo. Y Negrete de chinaco, mirándose los dos con una pasión desafiante hasta que el villano, un boticario llamado "Vitriolo" le arroja, lleno de celos, un puñal a Gloria y mi A. P corre velozmente la cinta hacia adelante para emocionarse —lo siento en su puño— viendo a Jorge darle un larguísimo beso a Gloria en la película Una carta de amor, evitando la muerte de su amada en la película anterior.
En el beso congela mi padre la imagen, embelesado, gozando el momento, dirigiéndose al cabo a mí.
—Gracias por venir a verme. Hace tiempo que estoy esperando que me manden a mi escudero.
Me mira sin reconocerme.
—¿Quién eres, pelao? ¿Mantequilla o El Chicote?
—Chicote, padre...
—¿Qué cosa?
—Perdón, Chicote, soy el Chicote, su fiel adlátere.
—Así me gusta. Te invito a tomarnos un tequila con limón en el rincón de la cantina, hasta caernos de borrachos, soñando con las hembras traicioneras y consolados por los cuates del alma...
Negrete cantó en la pantalla, mi padre cantó desde un sillón, yo canté con la mano de mi padre en la mía viendo las escenas de la película Me he de comer esa tuna,