Los escarabajos vuelan al atardecer

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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Tres muchachos cuidan las plantas de una quinta deshabitada y deciden explorarla. Cada exploración termina con un enigma: en la quinta hay una planta que parece captar las palabras y los sentimientos, un teléfono por el que una voz juega al ajedrez con los muchachos, un extraño escarabajo y un paquete de cartas. Las cartas, del siglo XVIII, narran la historia de amor entre Emile y Andreas, que termina trágicamente por el maleficio de una estatua egipcia. Una apasionante novela de intriga y misterio que atrapa al lector desde la primera página.

María Gripe

Los escarabajos vuelan al atardecer

ePUB v1.0

Siwan
07.03.12

Título original: Tordyveln flyger i skymningen

Traducción: Marta Ruiz Corbella, 1983

María Gripe, 1979

1. EL SUEÑO

Cuando Jonás Berglund cumplió 13 años, el 27 de junio, recibió, por fin, el anhelado magnetofón. De inmediato comenzó sus investigaciones.

Quería proceder metódicamente y por eso empezó grabando los ruidos que surgen en la naturaleza cuando los animales se comunican entre sí.

También quería grabar todos los ruidos mecánicos que se producen en las diversas actividades humanas.

Aquella noche el 27 de junio, Jonás, con su hermana Annika, que tenía 15 años, y un amigo de ambos, David Stenfäldt, que era un año mayor que Annika, caminaban despacio por el campo, junto a la vía por la que el tren nocturno de Estocolmo debía de pasar en breve. Jonás quería grabar el traqueteo de las ruedas.

Era una noche preciosa, todo lo serena y hermosa que pueden ser las de verano. Empezaba a asomar la luna, que en un par de días sería luna llena. No se movía ni un soplo de viento; en la hierba cantaban los grillos; el agua murmuraba, lamiendo suavemente las piedras del riachuelo que nacía en el bosque, al otro lado del campo, y atravesaba el pueblo de Ringaryd.

Jonás acababa de grabar el canto de los grillos y había desconectado el magnetofón.

—¿Lo sabías, Annika? —preguntó de repente David.

Jonás conectó de nuevo el aparato.

—¿Qué? —contestó Annika.

—Que cuando uno se hace viejo, ya no es capaz de oír cantar a los grillos.

—¡Pero si cantan altísimo! —contestó Annika.

—¡Precisamente por eso! Esos tonos tan altos no se perciben cuando uno se hace viejo —explicó David. Jonás desconectó de nuevo el aparato.

—¿Alguien quiere regaliz? —preguntó, sacando una caja de regaliz que llevaba siempre en el bolsillo. Pero no quisieron. En realidad, lo sabía. Jonás creía que Annika y David eran unos anticuados, pues decían que su regaliz era demasiado fuerte y que el regaliz corriente era mucho mejor.

Jonás no lo tomaba por su sabor, sino por sus efectos. Quería conservar siempre ágil el pensamiento, y decía que el regaliz le hacía más inteligente; pero ninguno de sus dos amigos lo comprendía así.

Entre tanto llegaron las 21 horas 36 minutos, es decir, la hora en que pasaba el exprés por Ringaryd.

—¡La hemos hecho bueno, se nos ha escapado el tren! —murmuró Jonás.

—Me extraña —contestó David—. Tendríamos que haberlo oído.

—Voy corriendo un momento al río —y Jonás desapareció cuesta abajo. Todavía no había grabado en su magnetofón el murmullo del río de Ringaryd. Los otros dos lo siguieron. Mientras esperaban el tren, grabó el ruido del agua. Quería tenerlo, como contraste de la naturaleza frente a los trepidantes ruidos de los adelantos humanos.

De repente, Annika susurró:

—¡Silencio, por ahí hay alguien remando!

Se oía un ruido liguero, cauteloso. Jonás puso el magnetofón en marcha:

—Aquí, Jonás Berglund. Estoy grabando junto a la orilla del río. Estamos oyendo el chapoteo de unos remos. Parece que hay alguien remando. ¿Quién podrá ser?

—Seguro que es un hombre mayor —susurró Annika.

Jonás comentó en voz baja:

—Si, debe de ser un hombre de edad indefinida.

Justo en ese momento se oyó toser al desconocido. Era una tos fuerte, que Jonás grabó en su cinta. Al mismo tiempo se oyó el grito de un pájaro, lo que resultó una combinación de sonidos muy interesante.

Aparte de eso, todo estaba en calma. Se oyó al bote deslizarse entre los juntos y atracar en algún sitio cercano.

Jonás siguió informando:

—Debido a la espesa vegetación de juncos, no puedo dar noticias exactas sobre el lugar en que ha atracado el bote.

De pronto sonó un ruido lejano a través del silencio, y Annika exclamó:

—¡Jonás, corre si quieres grabar el tren!

Los tres subieron apresuradamente hasta las vías y llegaron justo en el momento en que el tren pasaba atronadoramente.

—¡No te acerques tanto, Jonás! —le gritó Annika; pero su voz se perdió en el estrépito del tren.

Jonás registró, jadeante, en la cinta:

—Estoy grabando el ruido del exprés de Estocolmo, que pasa en este momento, con gran peligro de mi vida. Ahora son exactamente las veintiuna horas treinta y seis minutos. La distancia que me separa de las vías es, más o menos, un metro treinta.

El tren pasó de largo y Jonás desconectó el magnetofón.

—¡Eres un imprudente, Jonás! —gritó Annika—. ¡Acercarte de esa manera al tren!

—En este trabajo es inevitable correr ciertos riesgos —contestó Jonás tranquilamente, mientras el tren desaparecía a lo lejos, dejando un silencio indescriptible.

—Me gustaría saber adónde va —dijo de repente Jonás.

—¿A quién te refieres? —le preguntó David.

—¡Hombre, al que estaba remando! Anda, vamos deprisa y lo averiguaremos.

—Lo que debemos hacer es volver a casa —murmuró Annika.

Sin embargo, David opinó que aún podían dar un paseo por la orilla. Todo estaba oscuro y lleno de vegetación. Ninguno conocía el camino.

—¡Mirad ahí! —Jonás se quedó parado, señalando un bote escondido en un lugar adonde era difícil llegar desde tierra—. Tiene que ser alguien que no quiere ser visto; esto es muy sospechoso —dijo, grabando la noticia.

—¡Deja de jugar a periodista! —le riñó Annika.

De pronto, la orilla se hizo accesible. Había numerosos sauces llorones que hundían sus ramas en el agua. Los chicos caminaban sobre un césped blando como el de un parque. La luna los iluminaba. Entonces vieron un pequeño atracadero y, amarrado en él, un bote blanco que se balanceaba bajo la luz de la luna.

—Por aquí tiene que haber un camino que suba hasta arriba —dijo David.

—¿Has estado alguna vez aquí? —le preguntó Annika.

—No —contestó.

—Entonces, ¿cómo lo sabes…?

No respondió. Se comportaba de una manera muy extraña, andaba dando vueltas como un sonámbulo, con los ojos muy abiertos.

—¡Aquí está el sendero! —gritó, señalando una senda que subía la pendiente—. Lleva al jardín que hay detrás de la casa —dijo, y empezó a subir la cuesta.

—¿De qué casa hablas? Acabas de decirnos que no has estado nunca aquí —dijo Annika. Tenía que caminar deprisa para poder seguir su paso.

—David, nos ha dicho que no has estado nunca aquí…

—¡Claro que no he estado! Pero tengo la impresión de que conozco todo esto.

—Tiene que ser el jardín de la quinta Selanderschen —indicó Jonás.

—Es posible —admitió Annika—. Esa casa se puede ver desde la carretera.

David se quedó mirando a Annika como si no la entendiera.

—¡Deja ya de hacer teatro, David! —le dijo Jonás—. ¡Claro que ya has estado aquí! Lo que ocurre es que lo has olvidado.

David no contestó. Siguió subiendo la pendiente. El sendero se abría paso entre los árboles. David subía con rapidez. Annika y Jonás lo seguían.

—¡Caray, cuantos mosquitos!

Annika agitaba los brazos, pero a Jonás se le ocurrió algo mejor: puso en marcha el magnetofón, pues todavía no había grabado el zumbido de los mosquitos.

—No vale la pena, Jonás —le dijo Annika—. Es perder el tiempo—. Y se rascó también a correr.

—¡Qué prisas tienes! ¡Espérame un poco, David!

Se detuvo y esperó hasta que ella lo alcanzó.

—¿Qué pasa, David? Pareces totalmente…

—Si —la interrumpió—. Conozco este sitio con todo detalle, ¡y no he estado aquí nunca!

Annika no sabía qué responder. David parecía tan distinto, que le daba miedo.

—Oye, ¿por qué no damos la vuelta y regresamos? —le pidió.

No, él quería seguir. Ya era tarde para dar la vuelta. Estaba nervioso y su cara resplandecía a la luz de la luna.

Annika se volvió hacia Jonás, que aún estaba abajo, grabando el zumbido de los mosquitos. Estaba intranquila.

—David, se hace tarde para Jonás. Tenemos que regresar.

Pero David no la oía. Señaló el sendero, que ascendía.

—Allí, detrás de aquel recodo y de aquellos arbustos, termina el sendero. Hay luego una empinada y vieja escalera de piedra, bastante desmoronada. Al subir hay una pradera; luego un muro de piedra con una cancela blanca entre dos pilares de piedra. Detrás hay un césped, con una lila a la izquierda. Un par de metros más lejos hay un estanque. Junto a él, un banco blanco, despintado. Detrás del arbusto crece un jazmín en flor. Desde el estanque arranca un camino enlosado, a lo largo del cual hay unos rosales cuajados de pequeñas y redondas rosas amarillas…

David hablaba como en sueños. Mientras tanto, Jonás había llegado hasta ellos y había grabado todo. David se quedó callado y vio que los otros dos tenían cara de sueño.

—¡Sigue hablando, David! —le pidió Jonás—. No te pares. ¡Sigue!

David se frotó los ojos.

—¡No! —contestó—. Con esto es suficiente.

Les volvió la espalda y siguió caminando, aunque no tan deprisa como antes. Annika le cogió la mano.

—¿Tienes miedo a la oscuridad? —le preguntó Jonás.

Ella negó con la cabeza. No estaba oscuro, la luz de la luna lo inundaba. Cuando rodearon el arbusto, se toparon con una empinada escalera de piedra, tal como la había descrito David. Era muy vieja, ofrecía un aspecto ruinoso y los escalones estaban llenos de grietas entre las cuales crecía la hierba. Annika sintió un ligero escalofrío. El viento de la noche susurraba entre las hojas.

Veían sus propias sombras negras delante de ellos, mientras que el aire estaba lleno de claridad. David subió la escalera, se agachó y cortó un tallo en flor. Se lo dio a Annika y le susurró:

—Es una “estrellada gramínea” unas estellaris gramínea.

Jonás y Annika lo siguieron escaleras arriba. Atravesaron la pradera, llena de flores silvestres adormiladas bajo la luz de la luna, después la blanca cancela del jardín, el césped, y pasaron también junto a la lila en dirección al banco despintado junto al estanque. Allí se sentaron. Ante ellos pasaba el camino enlosado, flanqueado por rosales amarillos. Todo era tal como David lo acababa de describir.

—¡Es como un sueño! —murmuró Annika.

—Sí —suspiró David!—. Debería ser simplemente un sueño; pero existe en la realidad.

—¿A qué te refieres?

—Anoche soñé con este jardín. Llegué a él de la misma forma que hoy, por el mismo camino. Por eso lo conocía ya. Anduve en sueños por él.

Se calló un momento. Los otros dos no decían nada. Entonces prosiguió:

—También estuve en la casa… En sueños, no en la realidad —señaló la casa que se destacaba blanca entre los árboles.

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