La sociedad de consumo (26 page)

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Authors: Jean Baudrillard

BOOK: La sociedad de consumo
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El
pop
podría definirse como un
juego
y una manipulación de los diferentes niveles de percepción mental: una especie de cubismo mental que buscaría difractar los objetos, no según una analítica espacial, sino según las modalidades de percepción elaboradas a lo largo de los siglos por toda una cultura partiendo de su acopio intelectual y técnico: realidad objetiva, imagen reflejo, figuración dibujada, figuración técnica (la foto), esquematización abstracta, enunciado discursivo, etc.

Por otra parte, el uso del alfabeto fonético y las técnicas industriales han impuesto los esquemas de división, de desdoblamiento, de abstracción, de repetición (los etnógrafos informan sobre el desconcierto que experimentan los primitivos cuando descubren varios libros
absolutamente
iguales: tal comprobación trastorna toda su visión del mundo). En esos diversos modos, podemos ver las mil figuras de una
retórica de la designación
, el reconocimiento. Y allí es donde entra en juego el arte
pop
: trabaja sobre las diferencias que existen entre esos diversos niveles o modos y sobre la percepción de esas diferencias. Así, la serigrafía de un linchamiento no es una evocación; supone la transmutación de ese linchamiento en noticia de actualidad, en signo periodístico en virtud de las comunicaciones de masas, signo que a su vez la serigrafía retoma en otro nivel. La misma foto repetida supone la foto única y, más allá, el ser real cuyo reflejo es. Por lo demás, ese ser real podría figurar en la obra sin hacerla estallar: sería sólo una combinación adicional.

En el
pop
, así como no hay un orden de realidad, sino niveles de significación, tampoco hay espacio real —el único espacio es el del lienzo, el de la yuxtaposición de los diferentes elementos-signos y de la relación entre ellos— ni tiempo real. El único tiempo es el de la lectura, el de la percepción diferencial del objeto y de su imagen, de tal imagen y de la misma imagen repetida, etc. Es decir, el tiempo necesario para que se dé la
corrección mental
, el
acomodamiento
a la imagen, al artefacto en su relación con el objeto real (se trata, no de una reminiscencia, sino de la percepción de una diferencia
local, lógica
). Esa lectura no será tampoco la busca de una articulación ni de una coherencia, será un recorrido en extensión, una comprobación de la sucesión.

Se advierte pues que la actividad que impone el
pop
(una vez más en su ambición rigurosa) dista mucho de nuestro «sentimiento estético». El
pop
es un arte
cool
: no exige éxtasis estético ni la participación afectiva o simbólica (
deep involvement
), sino que apunta a una especie de
abstract involvement
, de «curiosidad instrumental», sentimiento que tiene mucho de curiosidad infantil, y ¿por qué no? hasta de encantamiento ingenuo de descubrimiento. El arte
pop
puede verse también como las imágenes de Epinal o como un Libro de Horas del consumo, pero que pone en juego, sobre todo, los reflejos intelectuales de decodificación, de desciframiento, etc., a los que acabamos de referirnos.

Para decirlo en pocas palabras: el
Pop Art
no es un arte popular, pues el
ethos
cultural popular (si es que existe) estriba precisamente en un realismo sin ambigüedad, en la narración lineal (y no en la repetición o la difracción de niveles), en la alegoría y lo decorativo (dos categorías que remiten a algo esencial «diferente» de lo que propone el
Pop Art
) y a la participación emotiva asociada a la peripecia moral
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. El
Pop Art
sólo puede entenderse como un arte «figurativo» en un nivel verdaderamente rudimentario: una imaginería colorida, una crónica ingenua de la sociedad de consumo, etc. También es verdad que los artistas
pop
se han complacido en pretenderlo. Su ingenuidad es inmensa y su ambigüedad también. En cuanto a su humorismo, o el que se les atribuye, entramos en una esfera de límites cambiantes. En este sentido, sería instructivo registrar las reacciones de los espectadores. En muchos, estas obras provocan una risa (o al menos la veleidad de una risa) moral y obscena (para el ojo clásico, estos lienzos son obscenos). Luego, la obra provoca una sonrisa de mofa que podría dirigirse tanto a los objetos pintados como a la pintura misma, una sonrisa que, de buen grado, se hace cómplice: «No parece muy serio, pero no vamos a escandalizarnos y, en el fondo, puede ser que…» Lo que se resume en una actitud más o menos crispada en la desolación bochornosa de no saber por dónde cogerla. Dicho esto, el
pop
está lleno de humorismo y a la vez carece de él. Lógicamente, no tiene nada que ver con el humorismo subversivo, agresivo, con el choque frontal de los objetos del surrealismo. No se trata ya justamente de poner en cortocircuito los objetos en su función, sino de yuxtaponerlos para analizar sus relaciones. Esta postura no es terrorista
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, como máximo comporta efectos que corresponden más a la añoranza cultural. En realidad, se trata de otra cosa. No olvidemos, al remitirnos al sistema descrito, que «cierta sonrisa» forma parte de los
signos obligados
del consumo: ya no constituye un rasgo de humorismo, una distancia crítica, sólo es el recuerdo de ese valor crítico trascendente, que hoy se materializa en un guiño. Esta falsa distancia está presente en todas partes, en las películas de espionaje, en los de Godard, en la publicidad moderna, que lo utiliza continuamente como alusión cultural. Hasta que finalmente, en esa sonrisa
cool
, uno ya no puede distinguir la sonrisa del humorismo de la de la complicidad comercial. Lo mismo pasa en el arte
pop
y su sonrisa resume, en el fondo, toda su ambigüedad: no es la sonrisa de la distancia crítica, sino la de la
colusión.

LA ORQUESTACIÓN DE LOS MENSAJES

Televisión, radio, prensa, publicidad: un «discontinuo» de signos y de mensajes en donde todos los órdenes son equivalentes. Una secuencia radiofónica tomada al azar:

— un anuncio publicitario de una maquinilla de afeitar Remington,

— un resumen de la agitación social de los últimos quince días,

— un anuncio publicitario de los neumáticos Dunlop SP-Sport,

— un debate sobre la pena de muerte,

— un anuncio publicitario de los relojes Lip,

— un reportaje sobre la guerra de Biafra,

— un anuncio publicitario del detergente Crio de girasol.

En esta letanía en la que alternan la historia del mundo y la figuración de objetos (el conjunto constituye una especie de poema a la manera de Prévert, con páginas negras y páginas rosadas alternadas; estas últimas publicitarias, por supuesto), aparentemente el tiempo fuerte es el de la información. Pero también es, paradójicamente, el de la neutralidad, el de la impersonalidad: el discurso sobre el mundo no quiere comprometer. Este «tono blanco» contrasta con la fuerte valorización del discurso sobre el objeto —jovialidad, exaltación,
vibrato
—, todo lo patético de lo real, de la peripecia, de la persuasión se transfiere al objeto y a su discurso. Esa dosificación cuidadosa del discurso de la «información» y del discurso del «consumo», en favor emocional exclusivo de este último, tiende a asignar a la publicidad una función de telón de fondo, de red de signos en letanía, por lo tanto, tranquilizadores, en el cual se inscriben por su intermedio, las vicisitudes del mundo. Éstas, neutralizadas por el encuadre, caen a su vez bajo el golpe del consumo simultáneo. La lectura de las noticias no es el popurrí que parece ser: su alternancia sistemática impone un esquema único de recepción, que es un esquema de consumo.

No tanto porque la valorización tonal publicitaria sugiera que, en el fondo, la historia del mundo es indiferente y que lo único que merece ser investido son los objetos de consumo. Esto es secundario. La eficacia real es más sutil: se trata de imponer, mediante la sucesión sistemática de los mensajes, la
equivalencia
de la historia y de la noticia de actualidad, del acontecimiento y del espectáculo, de la información y de la publicidad
en el nivel del signo
. Allí reside el verdadero efecto del consumo y no en el discurso publicitario directo. El efecto está en el desglose del acontecimiento y del mundo, gracias a los soportes técnicos, a los medios técnicos de la televisión y de la radio, en mensajes discontinuos, sucesivos, no contradictorios: signos que pueden yuxtaponerse y combinarse con otros signos en la dimensión abstracta del programa televisivo o de radio. Lo que consumimos no es pues tal espectáculo o tal imagen en sí: es la virtualidad de la sucesión de todos los espectáculos posibles y la certeza de que la ley de sucesión y de encuadre de los programas hará que no se corra el riesgo de que algo emerja de allí de otro modo que no sea como espectáculo y como signo en medio de otros signos.

MEDIUM IS MESSAGE

Aquí y en este sentido, al menos, hay que admitir como un rasgo fundamental del análisis del consumo, la fórmula de McLuhan: «El medio es el mensaje.» Esto significa que el verdadero mensaje que transmiten los medios televisión y radio, el mensaje que cada espectador decodifica y «consume» inconsciente y profundamente, no es el contenido manifiesto de sonidos y de imágenes, es el esquema imperioso —asociado a la esencia técnica misma de esos medios— de desarticulación de lo real en signos sucesivos y equivalentes: es la transición
normal
, programada, milagrosa, de Vietnam al
music-hall
, basada en una abstracción total de uno y otro.

Y hay como una ley de inercia tecnológica que hace que, cuanto más se acerca uno al documento verdadero, a la situación «en directo», cuanto más se acerca lo real con el color, el realce, etc., tanto más se profundiza, de perfeccionamiento en perfeccionamiento técnico, la ausencia real en el mundo. Y tanto más se impone esta verdad de la televisión o de la radio que es: todo mensaje tiene ante todo la función de remitir a otro mensaje, Vietnam a la publicidad, ésta a las informaciones generales, etc., pues su yuxtaposición sistemática es el modo discursivo del medio, su mensaje, su sentido. Pero hay que ver que, al hablarse a sí mismo como lo hace, el medio impone todo un sistema de encuadre y de interpretación del mundo.

Este proceso tecnológico de las comunicaciones de masas transmite cierta clase de mensaje muy imperativo:
mensaje de consumo del mensaje
, de recorte y de espectacularización, de desconocimiento del mundo y de valorización de la información entendida como mercancía, de exaltación del contenido en cuanto signo. En suma, una función de condicionamiento (en el sentido publicitario del término: en este sentido, la publicidad es el medio «de masas» por excelencia, cuyos esquemas impregnan todos los demás medios) y de desconocimiento.

Esto es aplicable a todos los medios y hasta al medio libro, la
literacy
que McLuhan convierte en una de las principales articulaciones de su teoría. McLuhan cree que la aparición del libro impreso fue un momento esencial de inflexión de nuestra civilización, no tanto por los contenidos que transmitió de generación en generación (ideológicos, informativos, científicos, etc.) como por la
imposición fundamental de sistematización que ejerce a través de su esencia técnica
. McLuhan considera que el libro es, en primer lugar, un
modelo técnico
y que el orden de la comunicación que reina en él (el encuadre visualizado, letras, palabras, páginas, etc.) es un modelo más imperioso, más determinante a largo plazo, que cualquier otro símbolo, idea o fantasía que imponga el discurso manifiesto: «Los efectos de la tecnología no se hacen visibles en el nivel de las opiniones y de los conceptos, pero alteran, continua e inconscientemente, las relaciones sensibles y los modelos de percepción.»

Esto es evidente: las más de las veces, el contenido nos oculta la función real del medio. Se presenta como mensaje, cuando el mensaje real, respecto del cual el discurso manifiesto sólo puede ser connotación, es el cambio estructural (de escala, de modelos, de hábitos) operado en profundidad en las relaciones humanas. Así como el «mensaje» del ferrocarril no es el carbón ni los pasajeros que transporta, sino una visión del mundo, un nuevo carácter de las aglomeraciones, el «mensaje» de la televisión, no son las imágenes que transmite, son los nuevos modos de relación y de percepción que impone, el cambio de las estructuras tradicionales de la familia y del grupo. Yendo aún más lejos, en el caso de la televisión y de los medios de comunicación masiva modernos, lo que uno recibe, asimila, «consume», no es tanto tal o cual espectáculo que la virtualidad de todos los espectáculos.

La verdad de los medios de masas es pues la siguiente: cumplen la función de neutralizar el carácter vivido, único, de acontecimiento del mundo, para sustituirlo por un universo múltiple de medios homogéneos en su calidad de tales, que se significan recíprocamente y donde cada uno remite a los otros. Hasta el punto de que cada uno llega a ser el contenido recíproco de los demás y éste es el «
mensaje» totalitario de una sociedad de consumo.

Lo que transmite el medio televisión, a través de su organización técnica, es la idea (la ideología) de un mundo visualizable y disponible, enmarcable y legible en imágenes. La televisión transmite la ideologia de la
omnipotencia de un sistema de lectura en un mundo que se ha transformado en sistema de signos
. Las imágenes de la televisión pretenden ser metalenguaje de un mundo ausente. Así como el menor objeto técnico, el mínimo
gadget
, es promesa de una asunción técnica universal, las imágenes/signos son presunción de una imaginación exhaustiva del mundo, de una asunción total del modo real a la imagen que sería como su memoria, la célula de lectura universal. Detrás del «consumo de imágenes» se perfila el imperialismo de un sistema de lectura: progresivamente tenderá a existir sólo aquello que puede ser leído (lo que
debe
ser leído: lo «legendario»). Ya no será cuestión entonces de la verdad del mundo ni de su historia, sino solamente de la coherencia interna del sistema de lectura. Así vemos que, a un mundo confuso, conflictivo, contradictorio, cada medio le impone su propia lógica más abstracta, más coherente. El medio se impone pues como el mensaje mismo, según la expresión de McLuhan. Y lo que consumimos es la sustancia del mundo fragmentada, filtrada, reinterpretada según ese código a la vez técnico y «legendario»: toda la materia del mundo, toda la cultura tratada industrialmente en productos terminados, en material de signos, de la que se ha evaporado todo valor de acontecimiento, todo valor cultural o político.

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