La sociedad de consumo (22 page)

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Authors: Jean Baudrillard

BOOK: La sociedad de consumo
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Ya vimos que la hipocresía patética de las noticias de actualidad, a través de las comunicaciones de masas y utilizando todos los signos de la catástrofe (muertes, asesinatos, violaciones, revolución), exalta la tranquilidad de la vida cotidiana. Pero, por todas partes podemos leer esa misma redundancia patética de los signos: la exaltación de los muy jóvenes y de los muy viejos, emoción en primera plana de los matrimonios de sangre azul, himno de los medios al cuerpo y a la sexualidad. En todas partes asistimos a la desagregación histórica de ciertas estructuras que celebran de algún modo, bajo el signo del consumo, su desaparición real y, a la vez, su resurrección caricaturesca. ¿La familia se disuelve? Entonces se la exalta. ¿Los niños ya no son niños? Entonces se sacraliza la infancia. ¿Los viejos están solos y fuera del circuito? Todos se enternecen colectivamente ante la vejez. Y lo que es aún más claro: se magnifica el cuerpo precisamente cuando sus posibilidades reales se atrofian y cuando está más acorralado por el sistema de control y de restricciones urbanas, profesionales y burocráticas.

EL RECICLAJE CULTURAL

Una de las dimensiones características de nuestra sociedad, en materia de saber profesional, de calificación social, de trayectoria individual, es el
reciclaje
. Esta dimensión implica que, si no quiere quedar relegado, distanciado, descalificado, el individuo está obligado a «poner al día» sus conocimientos, su saber, en suma, su «caudal operativo» en el mercado del trabajo. Esta noción apunta hoy especialmente al personal técnico de las empresas y, desde hace poco, a los docentes. Es una noción pretendidamente científica y basada en la idea de que hay un progreso continuo de los conocimientos (en las ciencias exactas, en las técnicas de ventas, en pedagogía, etc.) al cual deberían normalmente adaptarse todos los individuos para «seguir el paso». En realidad, el término
reciclaje
puede inspirar algunas reflexiones: para empezar, evoca irresistiblemente el «ciclo» de la moda, también en este sentido todos deben estar «al corriente» y reciclarse anualmente, mensualmente, en cada estación, en la vestimenta, los objetos, el automóvil. Si alguien no lo hace, no es un verdadero ciudadano de la sociedad de consumo. Ahora bien, en este caso, es evidente que no se trata de un progreso continuo: la moda es arbitraria, cambiante, cíclica y no agrega nada a las cualidades intrínsecas del individuo. Sin embargo, tiene un carácter de obligación profunda que sanciona el éxito o la relegación social. Podríamos preguntarnos si el «reciclaje de los conocimientos», bajo su envoltura científica, no oculta ese mismo tipo de reconversión acelerada, obligada, arbitraria, propia de la moda y si no hace jugar, en el nivel del saber y de las personas, la misma «obsolescencia dirigida» que el ciclo de la producción y de la moda impone a los objetos materiales. Si así fuera, estaríamos, no ante un proceso racional de acumulación científica, sino ante un proceso social, no racional, de consumo, solidario de todos los demás.

El reciclaje médico: el
check-up
. Reciclaje corporal, muscular, fisiológico: el «Président» para los hombres; los regímenes y los tratamientos de belleza para las mujeres y las vacaciones para todos. Pero se puede ampliar (
hay que
ampliar) esta noción a fenómenos mucho más vastos: el «redescubrimiento» mismo del cuerpo es un reciclaje corporal, el «redescubrimiento» de la naturaleza, en forma de campiña reducida al estado de muestra, enmarcada por el inmenso tejido urbano, dividida en lotes y servida «a temperatura ambiente» en forma de espacios verdes, de reservas naturales o de decorado de residencias secundarias es, en realidad, un reciclaje de la naturaleza. Es decir, no ya una presencia original, específica, en oposición simbólica con la cultura, sino un
modelo de simulación
, un consumo de signos de la naturaleza puestos en circulación de una manera nueva, en suma, una naturaleza
reciclada
. Si bien esto no sucede en todas partes, es claramente la tendencia actual. Independientemente de que se lo llame acondicionamiento, preservación de los sitios, medio ambiente, siempre se trata de reciclar una naturaleza condenada en su existencia propia. En este sistema, lo que rige la naturaleza, como el acontecimiento, como el saber, es el
principio de actualidad
. La naturaleza
debe
cambiar funcionalmente como la moda. Tiene valor de
ambiente
y, por lo tanto, está sometida a un ciclo de renovación. Este principio es el mismo que invade hoy la esfera profesional donde los valores de ciencia, de técnica, de calificaciones y de capacidad ceden ante el reciclaje, es decir, a las imposiciones de movilidad, de estatus y de
perfil
de carrera
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.

Este principio de organización gobierna hoy toda la cultura «de masas». Todos los aculturados (y, ni siquiera los «cultivados» escapan a esta realidad o no podrán escapar en algún momento) tienen derecho no a la cultura, sino al
reciclaje cultural
. Derecho a «estar en el ajo», a «saber qué se cuece», a poner al día cada mes o cada año su panoplia cultural. Derecho a someterse a esa obligación de amplitud breve, perpetuamente cambiante como la moda y que es lo
inverso absoluto
de la cultura entendida como:

1. Patrimonio hereditario de obras, de pensamientos, de tradiciones.

2. Dimensión continua de una reflexión teórica y crítica: trascendencia crítica y función simbólica

La subcultura cíclica niega esas dos dimensiones pues está hecha de ingredientes y de signos culturales obsolescentes, de
actualidad
cultural que va desde el arte cinético a las enciclopedias semanales: cultura reciclada.

Como vemos, el problema del consumo de la cultura no está vinculado con los contenidos culturales propiamente dichos, ni con el «público cultural» (el eterno falso problema de la «vulgarización» del arte y de la cultura, del que son víctimas tanto los practicantes de la cultura «aristocrática» como los campeones de la cultura de masas). Lo decisivo es no sólo que algunos miles o millones participen de tal o cual obra, sino que esa obra, como el automóvil del año, como la naturaleza de los espacios verdes, esté condenada a no ser más que un signo efímero, porque ha sido creada, deliberadamente o no, en una dimensión que hoy es la dimensión universal, la de la producción: la dimensión del ciclo y del reciclaje. Ya no se produce cultura para que dure. La cultura se mantiene, por supuesto, como instancia universal, como referencia ideal, precisamente cuando más pierde su sustancia de sentido (como ocurre con la naturaleza: nunca se la exaltó tanto como cuando se la empezó a destruir por todas partes), pero, en su realidad, a causa de su modo de producción, está sometida a la misma vocación de «actualidad» que los bienes materiales. Y esto, digámoslo una vez más, no corresponde a la
difusión industrial
de la cultura. Que se exponga a Van Gogh en las Grandes Tiendas o que se vendan 200.000 ejemplares de Kierkegaard no es lo que verdaderamente cuenta. Lo que pone en juego el
sentido
de las obras es que
todas las significaciones se hayan vuelto cíclicas
, es decir, que se les haya impuesto —mediante el mismo sistema de comunicación— un modo de sucesión, de alternancia, una modulación combinatoria que es la misma que el largo de las faldas y las emisiones de televisión (cf.
Médium is message
). De ello resulta que la cultura, como el seudoacontecimiento de la «información», como el seudoobjeto de la publicidad, puede producirse (lo es virtualmente)
a partir del medio mismo
, a partir del código de referencia. Aquí nos encontramos con el procedimiento lógico de los «modelos de simulación»
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o lo que se puede ver en esos aparatos que
no son otra cosa que un juego con la forma y la tecnología
. Hasta casi podría decirse que ya no hay diferencia entre la «creatividad cultural» (en el arte cinético, etc.) y esta combinación lúdica/técnica. Como tampoco hay diferencia entre las «creaciones de vanguardia» y la «cultura de masas», sólo que esta ultima combina más bien los contenidos (ideológicos, folclóricos, sentimentales, morales, históricos), los temas estereotipados y las otras combinan formas, modos de expresión. Pero ambas juegan ante todo partiendo de un código y de un cálculo de amplitud y de amortización. Por lo demás, resulta curioso ver cómo, en literatura, el sistema de los premios literarios, habitualmente despreciado por su decrepitud académica —en efecto, es estúpido coronar
un libro por año
respecto de lo universal—, ha conseguido sobrevivir de manera sorprendente adaptándose al ciclo funcional de la cultura moderna. Su regularidad, absurda en otros tiempos, ahora es compatible con el reciclaje coyuntural, con la actualidad de la moda cultural. Antes se señalaba un libro para la posteridad y era cómico. Hoy se señala un libro para la actualidad y es eficaz. El sistema encontró así su segundo aliento.

EL
TIRLIPOT
Y EL
COMPUTER
O LA MÍNIMA CULTURA COMÚN

La mecánica del tirlipot
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: en principio es explorar mediante preguntas la definición del verbo (
tirlipoter
, equivalente del «asunto», significante flotante con el cual se sustituye por reconstitución selectiva el significante específico). Por lo tanto, en principio, un aprendizaje intelectual. En realidad, uno se da cuenta que, salvo raras excepciones, los participantes son incapaces de formular verdaderas preguntas: interrogar, explorar, analizar les molesta. Parten de la respuesta (tal verbo que tienen en la cabeza), para deducir de ella la pregunta que, en resumidas cuentas, es poner en forma interrogativa la definición del diccionario (ejemplo:
tirlipoter
, «¿significa poner fin a algo?» Si quien conduce el juego dice: «Sí, en cierto sentido» o sencillamente, «puede ser… ¿en qué piensa usted?». Respuesta automática: «terminar» o «completar»). Es la tarea exacta del carpintero que prueba un tornillo tras otro para ver cuál encaja, método explorador rudimentario de ajuste por ensayo y error sin investigación racional.

El
Computer
se basa en el mismo principio. Ningún aprendizaje. Un mini ordenador formula preguntas y presenta para cada una un cuadro con cinco respuestas. Uno debe seleccionar la correcta. El tiempo cuenta: si uno responde instantáneamente, obtiene el máximo de puntos y es el «campeón». Lo que importa no es el tiempo de reflexión, sino el de reacción. Lo que pone en juego el aparato no son los procesos intelectuales, son los mecanismos de reacción inmediata. No hay que evaluar las respuestas propuestas ni deliberar, hay que
ver
la respuesta adecuada, registrarla como un estímulo, según el esquema óptico motor de la célula fotoeléctrica. Saber es ver (como el «radar» riesmaniano que permite moverse entre los demás conservando o cortando el contacto, seleccionando inmediatamente las relaciones positivas y las negativas). Lo importante es que no haya reflexión analítica que está penalizada por la pérdida de puntos debida al tiempo perdido.

Si no cumplen una función de aprendizaje (siempre proclamada por los conductores del juego y los ideólogos de los medios de comunicación masiva), ¿cuál es la función de esos juegos? En el Tirlipot, está claro que es la participación, y el contenido no tiene ninguna importancia El participante obtiene el goce de haber estado en el aire veinte segundos, lo suficiente como para hacer sonar su voz, para mezclarla con la del conductor, para atraer la atención de éste en un breve diálogo y, a través de él, establecer un contacto mágico con esa multitud cálida y anónima que es el público. Es evidente que la mayoría no se siente decepcionada cuando equivoca la respuesta: tuvieron lo que querían, la
comunión
—o más precisamente esta forma moderna, técnica y aséptica de la comunión que es la
comunicación
—, el contacto. Lo que distingue a la sociedad de consumo no es, en efecto, la ausencia deplorada de ceremonias: el juego radiofónico es una ceremonia como pueden serlo la misa o el sacrificio en una sociedad primitiva. Sólo que en este caso la comunión ceremonial ya no pasa por el dolor y el vino, que serían la carne y la sangre, sino por los medios (que no sólo son el mensaje, sino también el dispositivo de emisión, la red de emisión, la estación de emisión, los aparatos receptores y, por supuesto, los productores y el público). Dicho de otro modo,
la comunión ya no pasa por un soporte simbólico, sino que lo hace por un soporte técnico
: por ello es comunicación.

Lo que se comparte no es pues una «cultura»: el cuerpo vivo, la presencia real del grupo (todo lo que hacía la función simbólica y metabólica de la ceremonia y la fiesta), ni siquiera es un saber en el sentido propio del término, sino que es ese extraño cuerpo de signos y de referencias, de reminiscencias escolares y de señales intelectuales de moda llamado «cultura de masas» y que podría denominarse la Mínima Cultura Común, en el sentido del mínimo común denominador de la aritmética, en el sentido también del
Standard Package
, el cual define la menor panoplia común de objetos que debe poseer el consumidor medio para alcanzar el título de ciudadano de esta sociedad de consumo. Así, la Mínima Cultura Común define la menor panoplia común de «respuestas correctas» que supuestamente debe poseer el individuo medio para alcanzar el certificado de la ciudadanía cultural.

La comunicación de masas excluye la cultura y el saber. Sobre todo, es importante que no entre en el juego ningún verdadero proceso simbólico ni didáctico, pues con ello se comprometería la participación colectiva que es el sentido último de esta ceremonia, participación que sólo puede lograrse mediante una
liturgia
, un código formal de signos cuidadosamente vaciados de todo el contenido de sentido.

Podemos ver que el término «cultura» está cargado de malentendidos. Ese consumo cultural, ese «digesto», repertorio de preguntas, respuestas codificadas, esa Mínima Cultura Común es a la cultura lo que el seguro de vida es a la vida: está hecho para conjurar los riesgos y para exaltar, sobre la base de la denegación de una cultura viva, los signos ritualizados de la
culturalización.

Alimentándose de un mecanismo de preguntas/respuestas automatizado, esta Mínima Cultura Común tiene, en cambio, muchas afinidades con la «cultura» escolar. Por otra parte, el motor de todos esos juegos es el arquetipo del EXAMEN. Y esto no es casual. El examen es la forma eminente de la promoción social. Todos quieren pasar los exámenes, aunque sea en la forma radiofónica bastarda, porque hoy ser examinado es un elemento de prestigio. Por lo tanto, en la multiplicación infinita de esos juegos hay un poderoso proceso de integración social: podemos imaginar, llevando el fenómeno al límite, una sociedad entera integrada a esas justas mediáticas, cuya organización social se basara en la sanción de esos juegos. Ya hubo una sociedad en la historia que conoció un sistema total de selección y organización a través de los exámenes: la China de los mandarines. Pero el sistema sólo incluía a una franja cultivada. En nuestro caso, serían masas enteras movilizadas en un incesante «arriesgo todo o gano el doble», en el que cada individuo aseguraría y pondría en juego su destino social. Se economizarían así los engranajes arcaicos de control social, puesto que el mejor sistema de integración siempre ha sido el de la competencia ritualizada. No hemos llegado a eso. Por el momento, sólo hacemos notar la fuerte aspiración a la situación de examen que es doble porque todos pueden ser examinados, pero también pueden integrarse al juego como examinadores, como jueces (en cuanto parcela de la instancia colectiva llamada público). Desdoblamiento de sueño propiamente fantasmático: ser a la vez uno y el otro. Pero también operación táctica de integración por delegación de poder. Lo que define la comunicación
de masas
es pues la combinación del soporte técnico y de la Mínima Cultura Común (y
no lo efectivo de la masa
participante).

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