Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
De modo que la verdad es no que las necesidades sean fruto de la producción, sino que EL SISTEMA DE NECESIDADES es PRODUCTO DEL SISTEMA DE PRODUCCIÓN. Lo cual es muy diferente. Por sistema de necesidades, entendemos que las necesidades no se producen una a una en relación con los objetos respectivos, sino que se producen como
fuerza consumidora
, como disponibilidad global en el marco más general de las fuerzas productivas. En este sentido, decimos que la tecnoestructura extiende su imperio. El orden de producción no «capta» para su provecho el orden del goce (hablando con propiedad, esto no tiene sentido). Lo que hace es
negar
el orden del goce y lo sustituye reorganizando todo un sistema de fuerzas productivas. Es posible rastrear toda esta
genealogía del consumo
a lo largo de la historia del sistema industrial:
1. El orden de producción crea la máquina/fuerza productiva, sistema técnico radicalmente diferente de la herramienta tradicional.
2. Produce el capital/fuerza productiva racionalizada, sistema de inversión y de circulación racional, radicalmente diferente de la «riqueza» y de los modos de intercambio anteriores.
3. Produce la fuerza de trabajo asalariada, fuerza productiva abstracta, sistematizada, radicalmente diferente del trabajo concreto, de la «labor» tradicional.
4. Así produce las necesidades, el SISTEMA de necesidades, la demanda/fuerza productiva como un conjunto racionalizado, integrado, controlado, complementario de los otros tres en un proceso de control total de las fuerzas productivas y de los procesos de producción. Las necesidades, en su condición de sistema, también son radicalmente diferentes del goce y de la satisfacción. Se las produce
como elementos de un sistema
y no como
relación de un individuo con un objeto
(así como la fuerza de trabajo ya no tiene nada que ver y hasta niega la relación del obrero con el producto de su trabajo, del mismo modo en que el valor de intercambio ya no tiene nada que ver con el intercambio concreto y personal, ni la forma/mercancía con los bienes reales, etc.).
He aquí lo que no ven Galbraith ni todos los «alienistas» del consumo, quienes se obstinan en demostrar que
la relación del hombre con los objetos, la relación del hombre consigo mismo es falsa
, ha sido adulterada y manipulada —y consumen ese mito simultáneamente con los objetos— porque, al presentar el postulado eterno de un sujeto libre y consciente (a fin de poder hacerlo surgir al final de la historia como
happy end
) sólo pueden imputarle todas las «disfunciones» que verifican a una potencia diabólica, en este caso, la tecnoestructura que se vale de la publicidad, de las relaciones públicas y de los estudios de motivación. Pensamiento mágico si lo hay. Estos autores no ven que las necesidades no son
nada
, tomadas una a una, que sólo hay un sistema de necesidades o, más precisamente, que las necesidades no son otra cosa que
la forma más avanzada de la sistematización racional de las fuerzas productivas en el nivel individual
, donde el «consumo» toma la posta
lógica
y necesaria de la producción.
Esto puede aclarar cierto número de misterios inexplicables para los piadosos «alienistas» quienes deploran, por ejemplo, que en plena «era de la abundancia» no se haya abandonado la ética puritana y que el antiguo maltusianismo moral y autorrepresivo no haya sido reemplazado por una mentalidad moderna de goce. Toda la
Estrategia del deseo
de Dichter apunta así a voltear y subvertir esas viejas estructuras mentales «por debajo». Y es verdad: no ha habido revolución de las costumbres; la ideología puritana continúa rigiendo. En el análisis del tiempo libre, veremos cómo impregna todas las prácticas aparentemente hedonistas. Podemos afirmar que la ética puritana, con todo lo que implica de sublimación, de superación y de represión (de moral, en una palabra),
asedia
permanentemente el consumo y las necesidades. Esa ética es lo que lo impulsa desde el interior y le da su carácter compulsivo e ilimitado. Y, a su vez, el proceso de consumo reactiva la ideología puritana con lo cual el consumo llega a ser ese potente factor de integración y de control social que sabemos que es. Ahora bien, en la perspectiva del consumo-goce todo esto es paradójico e inexplicable. En cambio, si admitimos que las necesidades y el consumo son en realidad una
extensión organizada de las fuerzas productivas
, todo encuentra su explicación: no sorprende pues que el consumo y las necesidades respondan también a la ética productivista y puritana que fue la moral dominante de la era industrial. La integración generalizada del nivel «privado» individual («necesidades», sentimientos, aspiraciones, pulsiones) como fuerzas productivas sólo puede aparecer acompañada de una extensión generalizada de ese nivel de esquemas de represión, de sublimación, de concentración, de sistematización, de racionalización (¡y de «alienación», por supuesto!) que durante siglos, pero sobre todo desde el siglo XIX, ha regido la edificación del sistema industrial.
Hasta aquí, todo el análisis del consumo se basa en la antropología ingenua del
homo œconomicus
o, en el mejor de los casos, del
homo psico-oeconomicus
. En la prolongación ideológica de la economía política clásica, esta es una teoría de las necesidades, de los objetos (en el sentido más amplio) y de las satisfacciones. Pero no es una teoría, sino una inmensa tautología: «Compro este objeto porque tengo necesidad de él» equivale al fuego que arde a causa de su esencia flogística. En otra parte
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mostramos hasta qué punto este pensamiento empirista/finalista (el individuo entendido como fin y su representación consciente entendida como lógica de los acontecimientos) era del mismo orden que la especulación mágica de los primitivos (y de los etnólogos) respecto de la noción de maná. En este nivel no es posible formular ninguna teoría del consumo: la evidencia espontánea, como la reflexión analítica en términos de necesidades, nunca ofrecerá más que un reflejo consumido del consumo.
Esta mitología racionalista sobre las necesidades y las satisfacciones es tan ingenua y está tan desarmada como la medicina tradicional ante los síntomas histéricos o psicosomáticos. Expliquémoslo: fuera del campo de su función objetiva, donde no se puede reemplazar, fuera del campo de su denotación, el objeto se hace sustituible de manera más o menos ilimitada en el campo de las connotaciones, donde adquiere valor de signo. Así, la lavadora
sirve
como utensilio y
representa
un elemento de comodidad, de prestigio, etc. El campo del consumo es propiamente este último. En él, toda clase de objetos diferentes pueden reemplazar a la lavadora como elemento significativo. En la lógica de los signos, como en la de los símbolos, los objetos ya no están vinculados en absoluto con una función o una necesidad
definida
. Precisamente porque responden a algo muy distinto que es, o bien la lógica social, o bien la lógica del deseo, para las cuales operan como campo móvil e inconsciente de significación.
Salvando las distancias, los objetos y las necesidades son aquí tan sustituibles como los síntomas de la conversión histérica o psicosomá- tica. Obedecen a la misma lógica del deslizamiento, de la transferencia, de la convertibilidad ilimitada y, aparentemente, arbitraria. Cuando el mal es
orgánico
, hay una relación necesaria entre el síntoma y el órgano (así como en su cualidad de utensilio, el objeto tiene una relación necesaria con su función). En la conversión histérica o psicosomática, el síntoma, como el signo, es arbitrario (relativamente). Migraña, colitis, lumbago, angina, fatiga generalizada: hay una cadena de significantes somáticos a lo largo de la cual el síntoma «se pasea», así como hay un encadenamiento de objetos/signos o de objetos/símbolos, a lo largo del cual se pasean, no ya la necesidad (que siempre está ligada a la finalidad racional del objeto), sino el deseo y otra determinación más, que es la de la lógica social inconsciente.
Si uno acorrala la necesidad en un lugar, es decir, si se la
satisface
tomándola al pie de la letra, tomándola por lo que muestra ser, la necesidad de
tal
objeto comete el mismo error que aplicando una terapia tradicional al órgano en que se localiza el síntoma. Curado éste, de inmediato se localiza en otra parte.
El mundo de los objetos y de las necesidades será así el de una
histeria generalizada
. Del mismo modo que, en la conversión, todos los órganos y todas las funciones del cuerpo llegan a ser un gigantesco paradigma que declina el síntoma, en el consumo, los objetos se convierten en un vasto paradigma donde se declina otro lenguaje, donde habla otra cosa. Y podría decirse que esta evanescencia, que esta movilidad continua que hace imposible definir una especificidad objetiva de la necesidad —como es imposible definir en la histeria una especificidad objetiva del mal, por la sencilla razón de que no existe—, que esta huida de un significante al otro, no es más que la realidad superficial de un
deseo
que es insaciable porque se basa en la falta y que este deseo, por siempre insoluble, es lo que aparece representado localmente en los objetos y las necesidades sucesivas.
Desde el punto de vista sociológico (aunque sería muy interesante y fundamental articular los dos) se puede proponer la hipótesis de que, eterno e ingenuo desconcierto ante la huida hacia delante, la renovación ilimitada de las necesidades es inconciliable, en efecto, con la teoría racionalista que sostiene que una necesidad satisfecha crea un estado de equilibrio y de resolución de las tensiones. Si, por el contrario, admitimos que la necesidad nunca es tanto de tal objeto como «necesidad» de diferencia (el
deseo del sentido
social), se comprende pues que nunca puede haber satisfacción
consumada
y por lo tanto, tampoco puede haber una
definición
de la necesidad.
A la movilidad del deseo se agrega pues (pero, ¿hay una metáfora entre los dos?) la movilidad de las significaciones diferenciales. Entre ambas, las necesidades puntuales y finitas sólo adquieren sentido como focos de convección sucesivos. Las necesidades significan precisamente en su sustitución, pero al mismo tiempo encubren las verdaderas esferas de la significación —las de la falta y la diferencia— que las desbordan por todas partes.
Acaparar objetos
no tiene objeto (objectless craving
, según Riesman). Las conductas de consumo, aparentemente centradas, orientadas al objeto y al goce, responden en realidad a otras finalidades muy diferentes: a la necesidad de expresión metafórica o desviada del deseo, a la necesidad de producir, mediante los signos diferenciales, un código social de valores. Por consiguiente, lo determinante es, no la función individual de interés a través de un cuerpo de objetos, sino la función, inmediatamente social, de intercambio, de comunicación, de distribución de los valores a través de un cuerpo de signos.
La verdad del consumo es que éste es, no una función del goce, sino
una función de producción
y, por lo tanto, como la producción material, una función, no individual, sino
inmediata y totalmente colectiva
. Sin esta inversión de los datos tradicionales no es posible hacer ningún análisis teórico: de cualquier manera que trate uno de hacerlo, recae en la fenomenología del goce.
El consumo es un sistema que asegura el orden de los signos y la integración del grupo: es pues una moral (un sistema de valores ideológicos) y, a la vez, un sistema de comunicación, una estructura de intercambio. Sólo sobre esta base y partiendo del hecho de que esa función social y esa organización social sobrepasan con mucho a los individuos y se les imponen según una obligación social inconsciente, puede uno fundar una hipótesis teórica que no sea ni un recitado de cifras ni una metafísica descriptiva.
Según esta hipótesis, y por paradójico que parezca, el consumo se define como
excluyente del goce
. Como lógica social, el sistema del consumo se instituye sobre la base de una denegación del goce. En esta perspectiva, el goce ya no aparece en modo alguno como finalidad, como fin racional, sino como racionalización individual de un proceso cuyos fines están en otra parte. El goce definiría el consumo
para uno mismo
, autónomo y final. Ahora bien, el consumo nunca es esto. El individuo consume para sí mismo, pero cuando consume, no lo hace solo (ésta es la ilusión del consumidor, cuidadosamente mantenida por todo el discurso
ideológico
sobre el consumo), sino que entra en un sistema generalizado de intercambio y de producción de valores codificados, en el cual, a pesar de sí mismos, todos los consumidores están recíprocamente implicados.
En este sentido, el consumo es un orden de significaciones,
como un lenguaje
o como el sistema de parentesco de la sociedad primitiva.
Retomemos aquí el principio lévi-straussiano: lo que le confiere al consumo su carácter de hecho social, no es lo que conserva aparentemente de la naturaleza (la satisfacción, el goce), sino el procedimiento esencial por el cual se separa de ella (lo que lo define como código, como institución, como sistema de organización). Así como el sistema de parentesco no se funda, en última instancia, en la consanguinidad y la filiación, en una referencia natural, sino en un ordenamiento arbitrario de clasificación, el sistema de consumo no se funda, en última instancia, en la necesidad y el goce, sino en un código de signos (de objetos/signos) y de diferencias.
Las reglas de matrimonio representan otras tantas maneras de asegurar la circulación de las mujeres en el seno del grupo social, es decir, de reemplazar un sistema de relaciones consanguíneas de origen biológico por un sistema sociológico de alianza. Así, las reglas de matrimonio y los sistemas pueden entenderse como una especie de lenguaje, es decir, un conjunto de operaciones destinadas a asegurar, entre los individuos y los grupos, cierto tipo de comunicación. Lo mismo sucede en el caso del consumo: se sustituye un sistema biofuncional y bioeconómico de bienes y de productos (nivel biológico de la necesidad y de la subsistencia) por un sistema sociológico de signos (nivel propio del consumo). Y la función fundamental de la circulación organizada de objetos y de bienes es la misma que la de las mujeres o la de las palabras: asegurar cierto tipo de comunicación.