La soledad de la reina (28 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Pero Sofía ya estaba yendo a su habitación para preparar una bolsa de mano mientras le decía:

—Pues llama a Padilla. No, mejor, a Agustín Muñoz Grandes, el vicepresidente de Gobierno, ¡pero dile que estamos decididos!

Cuando llegaron allí, el espectáculo les impresionó. Ruinas, escombros, casas arrasadas o convertidas en cascarones vacíos… cochecitos de niño semienterrados en el barro. Miles de personas deambulando como fantasmas, intentando recuperar aunque fuera una fotografía, ¡su pasado, además de sus familias y sus enseres, estaba destruido, arrasado, muerto!

Sofía iba vestida con una falda de tergal, un abrigo discreto, un pañuelo en la cabeza, zapato plano. Era aquella basilisa que iba por los pueblos más remotos de la geografía griega apuntando en un papel las necesidades de sus súbditos, aunque ahora no pudiera recurrir a su madre.

Su expresión era de sincera pena. Besaba a los niños e intentaba hablar en su español deficiente con aquellas mujeres que lo habían perdido todo y que no la entendían.

Un periodista, Enrique Rubio, que siguió la comitiva me contó:

—Hubo un momento impresionante. Nos llevaron a una especie de descampado con unas bolsas de plástico tiradas por el suelo por las que asomaban cabezas con el pelo manchado de barro, pies descalzos, una mano todavía agarrada a una rama de árbol… Algunos lloraban, una compañera del Diario de Barcelona se puso a vomitar…

Sofía y Juan Carlos estaban allí, no decían nada, pero lo de verlos mezclados con la gente, con los zapatos destrozados, les hizo ganar muchos puntos, ¡piensa que Franco y su mujer iban bajo palio!

Hoy día hay muchas mujeres en Terrassa y en Rubí que tienen una foto con la princesa Sofía de Grecia, como se la llamaba entonces en la prensa, reconfortándolas. Juanito también estaba conmovido, pero todavía no sabía expresarlo en público, se le veía más envarado. La gente los miraba con curiosidad, en algunos rostros había agradecimiento. Muy pálidos y sobrecogidos, visitaron una masía en la que habían muerto todos los ocupantes: la altura del agua en la pared marcaba 2,25 metros. Les entregaron a las autoridades un millón de pesetas de donativo:

—Es de parte de mi padre, don Juan de Borbón.

Este gesto del conde de Barcelona, que le debió costar lo suyo dada su precaria situación económica, causó el enfado de Franco.

Se lo encontraron en una misa en la iglesia de la Merced de Barcelona, lo vieron entrar con su mujer bajo palio, a lo lejos. Los saludó con frialdad.

Después
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le comentó a su primo Pacón:

—Hubiera sido mejor que el príncipe fuese después de irme yo de Barcelona y que su visita fuera personal y no en representación de su padre, que no tiene popularidad en el país… Se siembra confusión…

Juanito y Sofía se enteraron del disgusto del Caudillo y se echaron a temblar. Ella se rehízo enseguida y comentó ante el espía de Franco que les había ido con el cuento:

—¡El viaje me ha servido para darme cuenta del entusiasmo de Barcelona hacia su Caudillo! ¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo habría creído!

¡La mirada de admiración sorprendida de su marido fue su mejor premio!

¡Recordaba mucho la mirada que Palo le dirigió a su mujer el día en que Sofía devino de oruga en mariposa y se puso a servir el té en Tatoi!

Sofía sabía que a quien se lo decía lo transmitiría inmediatamente a Franco, que comentaría con satisfacción dando carpetazo al asunto:

—La familia real española está muy mal informada, ¡por adularles les engañan!

Poco después comentó:

—La princesa es extraordinariamente simpática e inteligente.

Fue el primer contacto de Sofía con el pueblo catalán y también con la nobleza de Cataluña. Por la noche durmieron en el palacio de los Castelldosrius en la Diagonal, y al día siguiente comieron en casa de Alfonso Sala, conde de Egara. Una marquesa le comentó:

—La Franca lleva corona cuando viene al Liceo. ¡Nosotras no podemos ponernos nada, porque los rojos nos robaron las joyas!

Otra invitada, Avelina Borrajo de Orosco, contó:

—Después de la guerra yo fui a una exposición de las joyas que nos habían robado «los rojos» en los bajos del hotel Majestic y vi unos negros de plata, de tamaño natural, que mi marido tenía a la entrada del despacho. Cuando fui a comunicar que eran míos, se me adelantó la mujer de un falangista y dijo: «Mira, los negros que tenía en casa. Llévamelos, Matías». ¡No me atreví a protestar!

Otra marquesa solícita se le ofreció a Sofía:

—Alteza, espero que contéis con nosotras cuando os instaléis en España. Mi madre fue dama de la reina Victoria Eugenia y conozco los usos palatinos perfectamente. ¡No podéis estar desguarnecida!

Sofía se estremeció.

Por la tarde fueron a Molins de Rey y Juanito ayudó a desenterrar con una pala el cadáver de un joven. Sofía trataba de consolar con palabras cuyo significado apenas comprendía a la madre, que había perdido también a otros dos hijos y el marido. Pero ¿qué consuelo cabe para el dolor más grande del mundo? No se muere uno, porque el dolor no mata, al menos inmediatamente.

El regreso a Estoril fue triste por lo que habían visto, pero también por lo que les esperaba. Sofía no se cansaba de decírselo a su marido:

—Juanito, tenemos que trabajar por España, tenemos que ganárnosla, ¿no decía tu abuelo, «si no trabajamos nos botan»?

Por la mañana iban a la playa, por la tarde al club náutico o al golf. A montar a caballo. A pasear los perros. A jugar a tenis. Aunque no tenían mucho dinero, a veces iban a comer lenguado a la parrilla a El Pescador o al cine del Casino. Por las noches la cena se alargaba en Villa Giralda con whiskys y maldiciones hasta la madrugada. Sofía, que en Atenas pedía de rodillas que el día tuviera treinta horas en lugar de veinticuatro, se impacientaba. No hacía más que repetirle a Juanito:

—¿Qué hacemos aquí? ¿Qué sentido tiene vivir en Portugal?

¡Nada! O España o Grecia, Juanito. Tu padre tiene que comprenderlo. Díselo.

Juanito se armaba de valor, sacaba pecho y se presentaba en el despacho de su padre, pero delante de él se achicaba y se limitaba a tartamudear:

—Papá, si queremos tener una monarquía en el futuro, tenemos que estar en España.

Don Juan no se dignaba contestarle. Años después Sofía comentaría con cierto rencor:

—Don Juan trataba a mi marido como a un niño, no le daba importancia.

Como no podían ir a España, iban a Grecia con cualquier excusa; la casa de Psychico los esperaba lujosamente amueblada, con su ropa colgada en perfecto orden en los armarios. Federica los reclamaba:

—Es nuestro aniversario de bodas.

Si no:

—San Dimitrius.

También:

—El aniversario de la liberación de Grecia.

A Sofía le emocionó ver ese día a sus padres cogidos de la mano. Era una fecha emotiva para ellos; hacía quince años que habían podido volver del exilio, pero ese mismo día el presidente Kennedy había invadido la bahía de Cochinos en Cuba y se temía una guerra mundial. Instintivamente, Freddy se refugió en su gran amor. Palo estaba preocupado, pero a pesar de todo acogió sobre su pecho a su prinzessin, que volvía a tener aquellos ojos de gorrioncillo temeroso que tanto le habían enamorado.

Al oído le susurró:

—Agapi mou.

Estaban a bordo de un portaaviones para ver el desfile naval cuando Sofía empezó a encontrarse mal y de pronto se dobló sobre sí misma mordiéndose los dientes para no gritar. Un agudo dolor de estómago. La llevaron al hospital con gran acompañamiento de sirenas y la operaron de urgencias. La prensa dio cuenta de que la basilisa había tenido un aborto, probablemente un embarazo ectópico. El embajador de España en Grecia informó en ese sentido a El Pardo. Franco envió una carta de condolencia. También el embajador inglés lo comunicó a Inglaterra.

En aquel momento no hubo confirmación oficial, pero como tampoco hubo mentís y estos temas no se trataban con la naturalidad de ahora, se dio por supuesto que la princesa estaba embarazada de pocos meses y había perdido a su hijo. Por eso llama la atención su tono malhumorado al desmentírselo a Pilar Urbano, treinta años después:

—Fue un invento de la prensa… me operaron de apendicitis.

No fue un buen invierno para Sofía. Estaba apática y desanimada. Echaba de menos a sus padres, a su hermana, a Tino. La situación en su país natal también era difícil, toda Grecia empezaba a levantarse contra esa reina alemana que les quitaba dinero para dárselo a una hija que se iba a vivir lejos:

—¡Devuelve el dinero! —le gritaban por la calle los mismos que la aclamaban—: Mitera, mitera.

Y alzaban las manos a su paso, como hacían los atenienses al paso de sus héroes cuando volvían de la guerra. Federica recriminaba al primer ministro que no hiciera nada para defenderla.

Karamanlis se encogió de hombros y dijo con fatalismo:

—Yo ya la avisé, majestad, ¡esto no tiene arreglo!

Sofía lloraba a solas en su casita de Estoril. No podía quitarse de la cabeza el aspecto cansado de su padre, el rostro de preocupación de su madre, ¡le había salido una arruga nueva, vertical, en medio de la frente! Así, desde la distancia, le parecía que la necesitaban, y le hubiera gustado abrazarlos, y creía que al hacerlo sentiría crujir bajo sus músculos de deportista sus huesecillos como los de los frágiles pájaros que se caían de sus nidos en el jardín de Tatoi.

Tatoi. El paraíso soñado. Perdido.

No se sentía cómoda con sus suegros, no tenían temas en común; en el fondo eran rivales, estaban en bandos enfrentados, y esto provocaba frialdad. No comprendía las comidas desarregladas, el trajín de platos y de gente que se sentaba a la mesa, la cola de gitanos pidiendo en la puerta, que doña María lo delegara todo en sus damas, Amalín López Dóriga o la vizcondesa de Rocamora.

Mientras, ella se ponía a mirar por la ventana fumándose un cigarrillo.

Hasta que alguien le susurraba:

—Es que a esta hora llegaba Alfonsito.

Arriba, en la habitación fatal, seguía la marca del disparo en la puerta. Seguían sus botas de montar en los armarios, las copas que ganó jugando al golf en las estanterías, sus flechas de indio. Seguía Alfonsito subiendo y bajando por las escaleras llamando a gritos a su madre.

Seguía Margot hablando de Alfonsito alegremente, como si estuviera vivo:

—Estas eran sus flores preferidas, porque se llamaban margaritas, como yo.

Margot desconcertaba a Sofía. Se acercaba a ella y le pasaba las manos por la cara. Le decía:

—Sofi, estás seria.

O también:

—Te has puesto una diadema roja.

Porque distinguía los colores muy vivos.

Su madre la cogía y la abrazaba, intentaba mecerla llamándola:

—Guitte, Guitte.

Le hablaba en un idioma inventado por ellas, Margot aguantaba dos minutos y se soltaba como un potrillo para jugar con los niños de los gitanos que acampaban a la puerta. Doña María suspiraba:

—¡Mis hijas son tan cardos borriqueros!

Margot había pasado un par de años en Madrid estudiando en la escuela Salus Infirmorum y ahora a veces trabajaba de puericultora en la casa cuna de Lisboa.

Pilar sí era enfermera de profesión, y para ayudar a la economía familiar trabajaba en el hospital de los Capuchos, en Lisboa también. El tiempo libre lo dedicaba a montar a caballo o a leer encerrada en su habitación. También iba a visitar al tío Ali y la tía Bee en Sanlúcar o a Madrid.

Era silenciosa y algo adusta, como dicen sus amigos de la infancia. Ella misma de mayor se definiría:

—No soy simpática por naturaleza.

Cuando regresaba de uno de sus viajes, contaba los últimos chismes de Madrid en las largas tertulias de sobremesa, y llevaba revistas españolas que ella o su madre leían en voz alta entre risas:

«El Caudillo se distrae de la dura tarea de gobernar España jugando con sus nietecillos» (foto de Franco en la playa de Bastiagueiro vestido de punta en blanco, hasta con gorra de oficial de Marina, mirando a sus nietos, que están en el suelo), «La apostura de su yerno contrasta con la belleza morena, españolísima, de Carmen Franco Polo» (foto de un marqués de Villaverde con sombrero cordobés llevando en la grupa de su jaca a su mujer vestida de gitana con claveles en el pelo).

También «El marqués de Villaverde hace un hueco en su abnegada tarea de cirujano para practicar el sano deporte del esquí acuático» (foto del marqués con un bañador apretado que le marca todo).

«Por primera vez María del Carmen acompaña a su madre, la marquesa de Villaverde, en la fiesta de la banderita». Y debajo de una foto de las tres cármenes, esposa, hija y nieta del Caudillo, las tres exhibiendo idéntica sonrisa e idéntico número de dientes, este alambicado pie: «La frustrada vocación marinera de Franco ha tenido un recordatorio permanente en las tres mujeres que más han influido en su vida, tres marías del Carmen con el nombre de Nuestra Patrona de la Mar».

Sofía, que temía las filtraciones, no se reía, fingía que no entendía, callaba. Más tarde su suegra se lamentaría de lo mal que se portó Franquito cuando murió su padre, negándole el permiso para entrar en España. Sofía miró fijamente su plato y tampoco comentó nada.

Según todos los testimonios que he recabado, la tensión en esos momentos podía cortarse con uno de los cuchillos de su ajuar, con las iniciales JC y S y una corona por encima, si estos cuchillos, junto al resto de sus enseres, no hubieran estado aguardándoles en la casa de Psychico, donde Federica no dejaba de reclamarles.

En una ocasión, según me cuentan, don Juan se puso tan nervioso por un chiste que contó Margot sobre Franco, que hasta le dio una bofetada.

Un don Juan que intentó explicarlo más tarde con cierto resquemor:

—A María nunca le importó ser reina, pero Sofía sí tenía apego al cargo.

Sofía también se sentía sola desde el punto de vista conyugal.

La estrecha relación, la complicidad de su viaje de novios, las risas compartidas con Juanito parecían cosa del pasado, y para Sofía las horas transcurrían lentamente en Carpe Diem, escribiendo cartas interminables a su madre, preñadas de añoranza.

Juanito entraba y salía, sus mejillas frías del aire de la calle, la besaba distraídamente, hablaba por teléfono; sus amigos de siempre lo reclamaban. Antonio Eraso estaba estudiando en Inglaterra, ¡va para sabio!, y además se había hecho novio de una hija del embajador español, el marqués de Santa Cruz, pero estaban Babá Espirito Santo, Maná Arnoso, Chico Balsemao, Tessy Pinto Coelho… Estaba Chantal de Quay. Había un matrimonio también, María Pía de Saboya y Alejandro de Yugoslavia. Y estaba María Gabriela.

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