—¡Ni pensarlo!
Al cabo de diez días regresó. Dos semanas más tarde ya estaba en Cataluña iniciando una visita oficial de cinco días. El rey, nada más poner los pies en el aeropuerto, se ganó el cariño de los catalanes diciendo:
—Què tal parlo en català? Quan me’n vagi encara el parlaré millor.
Un hombre vestido con mono de obrero, el mejor golpe publicitario digno de una campaña millonaria diseñada por un mago de la publicidad aunque en esta ocasión fue un gesto espontáneo, se destacó entre la multitud y le dijo:
—Juan Carlos, me gustaría darte la mano.
El rey detuvo la comitiva y le alargó su mano al hombre con un rotundo:
—¡Aquí la tienes!
Llovía y Juanito se negó a ponerse debajo del paraguas, que cedió a la mujer del alcalde. Todos comentaban:
—Qué campechano, qué sencillo, ¡se nota que es un caballero!
Para la reina, sin embargo, no había piropos. Vestida de oscuro, muy delgada, con fuertes ojeras que incluso se atribuyeron en algún momento a un nuevo embarazo, no intercambió palabra con su marido, que, sin embargo, se desvivía para obsequiarla. De su mano pendía, como única nota de color, una rosa roja que le había regalado Bibis Salisachs, la mujer de Samaranch.
Sí se dijo que la reina no se había atrevido a expresarse en catalán «puesto que no lo dominaba». Como de pasada, se mencionaba que la española Fabiola, reina de los belgas, sabía mantener una conversación en flamenco, valón y alemán.
Se alojaron en el palacete Albéniz, donde esta periodista pudo ver un tiempo después, en uno de mis primeros trabajos para la Hoja del Lunes que dirigía Carmen Alcalde, los dormitorios reales: dos habitaciones separadas por un saloncito, un despacho y dos cuartos de baño.
El anxeneta, el niño que corona las torres humanas o castells, les entregó su pañuelo, un gesto habitual en este tipo de espectáculo. Sofía pareció no verlo, el rey se apresuró a cogerlo, lo besó y se lo guardó en el bolsillo. La plaza de Tarragona se vino abajo con los aplausos.
Fueron a la basílica de Montserrat, y el rey se acercó y besó a la Moreneta. Los niños de la Escolanía cantaban el Virolai con sus voces limpias e ingenuas:
Rosa d’abril,
morena de la serra,
de Montserrat
estel…
El periodista José María Bayona, asombrado, contó luego:
—Su majestad debe ser muy religioso, porque se emocionó…
Se tuvo que retirar un momento para recuperarse…
Su majestad no debía tener la conciencia muy limpia.
Por la noche fueron al Liceo a ver la ópera de Wagner Los maestros cantores de Núremberg. La reina, que todavía no se atrevía a llevar corona e iba con la cabeza descubierta, se abstrajo y siguió la música con los ojos cerrados. Al rey también se le cerraban los ojos, pero de aburrimiento. Los españoles, tan poco formados en música que consideramos el súmmun del arte La del Soto del Parral, comentamos con satisfacción:
—¡No le gusta la música complicada! ¡A él que le den rancheras!
No sabemos qué argumentos se utilizaron para vencer la fuerte resistencia de Sofía y conseguir que regresara a España a ejercer su metier, como lo llamaba doña Victoria Eugenia. Yo aventuro este diálogo entre madre e hija, después de que Federica le recordara que el futuro del príncipe Felipe estaba en juego si no deponía su actitud:
—¿Qué vas a hacer si te separas y renuncias al trono? ¡Mírame a mí! ¿Te gustaría pasar por lo que yo he pasado, vivir como estoy viviendo?
La soledad orgullosa que prefiere el retiro en un piso modesto, el anonimato de un país en el que nadie la conoce, a sufrir los desprecios de los que fueron sus iguales.
¡También podemos deducir las promesas de Juanito!
Porque Juanito también sabía que su futuro, su arraigo en el país del que era rey y en el que quería seguir siéndolo hasta el fin de sus días, estaba ligado al de Sofía.
Lo que sí es cierto es que a partir de entonces hubo separación de lechos. Durmieron en habitaciones separadas, incluso en pisos distintos, un dormitorio en la primera planta, el otro en la segunda y, según me cuentan, no volvieron a reanudar jamás su relación conyugal.
La persona que me lo dijo, cuyo nombre solo he revelado a las editoras de este libro, es digna de toda confianza. Y me lo aseguró.
Nunca más.
Quizás sí que fueron mil quinientas, pero hay dos nombres propios que han salido ya en varios libros biográficos, desde La soledad del rey, de Pepe García Abad, hasta El precio de la libertad, de Jesús Cacho, pasando por los trabajos de Fernando Rueda, Marcos Torío, Preston e, incluso, Pilar Urbano. Dos nombres propios que se han repetido hasta la saciedad, dos relaciones que empezaron en aquellos años.
Sí, también una de las dos Palomas que hubo en su vida (la cantante pertenece a la primera década de reinado, la modelo a la segunda), una actriz de destape de impresionantes ojos verdes, una actriz jovencita, aunque es difícil delimitar lo que hay de verdad o lo que es leyenda urbana en esas relaciones, obviamente nunca confirmadas ni por el rey ni por sus partenaires. Entre las pocas aristócratas, un par de amigas de juventud, otra de nuevo cuño, y otra más que iba contando por Madrid que estaba esperando un hijo suyo.
El rey bromeaba con sus amigos:
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—Hay que ir con cuidado con estas chicas metidas a artistas.
Las fijas se renovaban cada cinco años, aproximadamente, las eventuales cada día.
Cuando yo pregunté a propósito de la última, de la que todos dicen que será la definitiva y de la que hablaré más adelante:
—¿Está enamorado de ella?
Me contestaron con toda seriedad:
—Lo está, y mucho, ¡pero este verano ya no lo estará! ¡Se enamorará de otra!
De lo que se deduce que uno no se retira nunca de estas devociones.
No en vano hace muy poco le declaró al amigo tantas veces citado Manuel Bouza, como contaba este en su libro El rey y yo:
—Yo, problemas de próstata, ¡nada!
Y el amigo, que no sé si continuará siéndolo después de escribir tantas intimidades acerca de don Juan Carlos, remata con admiración:
—«Todo» le funciona bien, «en todo».
Lo curioso, lo digno de estudio, es que tales historias que van más allá del rumor, ya que han sido contempladas en biografías sesudas y muy gruesas que se venden tranquilamente en nuestras librerías, no hayan afectado a la figura pública del rey, que, a pesar de este comportamiento desleal hacia su mujer y del considerable sufrimiento que le ha causado, sigue siendo mucho más popular que ella. En este país es un punto a favor tener éxito con las mujeres.
Y Juan Carlos, que conoce a los españoles como si los hubiera parido y además es un profesional de la seducción, lo sabe. Hay una anécdota inédita, que revelo por primera vez y que espero no me traiga consecuencias, ni a mí ni a la persona que me la contó.
En una ocasión un ilustre escritor y periodista monárquico alertaba a su majestad sobre una posible campaña en su contra por parte de ciertos medios, achacándole comportamientos escandalosos. Don Juan Carlos le escuchaba con paciencia franciscana, hasta que al final explotó:
—Ah, ¿y qué van a decir en mi contra?
Apurado, el escritor le dijo:
—Pues, señor, no sé exactamente…
Socarrón, el rey se puso a reír:
—Dirán que tengo novias, ¿no? ¿Eso quieres decir?
El otro, ya corrido, contestó:
—Pues sí, señor, seguramente.
Don Juan Carlos se puso a cortar tranquilamente la punta de su Cohiba con un cortapuros mientras se encogía de hombros:
—¡Pues que digan que tengo novias! Las tengo, ¿no? ¡Pues a mí qué más me da! ¡Al menos eso sería cierto!
O sea, majestad, con todos los respetos, ¡no caben reclamaciones! ¡Usted dijo que no le importaba!
En junio la pareja real viajó a Estados Unidos en visita oficial para inaugurar una muestra sobre Goya en el Museo Metropolitano y solicitar el apoyo del presidente Ford a la entrada de España en la OTAN. El momento cumbre de la estancia fue una cena benéfica organizada por la Cámara de Comercio Hispano-Norteamericana a base de langosta, filetes de buey y endivias, en el Waldorf Astoria; cada cubierto costaba quinientos dólares.
Antes, por primera y creo que por última vez, Sofía se sometió a una rueda de prensa con una docena de mujeres periodistas, quienes debían de creer que España era un lugar primitivo donde las reinas comían de una marmita puesta en medio del poblado, ya que le preguntaron a Sofía con delicadeza:
—¿No se sentirá incómoda en esta cena tan elegante?
Sofía, algo amostazada, contestó con un rotundo:
—Pues claro que no.
Una, queriendo borrar la mala impresión, intentó halagarla:
—Pero a usted no le gustan las frivolidades.
—Ah, eso no —se apresuró a admitir Sofía—. Yo voy a ir, y ya está.
Después le preguntaron cuál era el papel de una reina, y ahí pareció echar mano de las enseñanzas de Pilar Primo de Rivera, porque contestó:
—El mismo que el de cualquier mujer, ayudar a su marido.
Aunque luego, quizás recordando que estaba en la cuna de la igualdad de sexos, completó con un:
—Sin perder su independencia, claro está.
Cuando indagaron sobre si se peleaba con su marido, Sofía sonrió amargamente. Y al cabo de un par de segundos, optó por la diplomacia:
—¿Qué mujer no se pelea con su marido?
Luego le preguntaron por los hijos, pensando quizás que aquí íbamos a correazos detrás de ellos (y algo de razón tenían):
—¿Les pega mucho?
La reina se apresuró a negarlo:
—No. Felipe es abierto y simpático, son dóciles…
Pero tampoco quería dar la impresión de que si no fueran dóciles les pegaría, e intentó aclararlo:
—No estoy a favor de los castigos físicos, hay otras maneras de educar.
Las periodistas se miraron entre ellas asombradas de que una representante de la bárbara España pudiera parecer civilizada. E intentaron aclarar el enigma…
—Claro que usted es griega…
A lo que la reina contestó secamente:
—Mi país es ahora España.
Aunque en España se ensalzó esta respuesta con un rotundo «olé», su brusquedad sorprendió a las periodistas estadounidenses.
Al mismo tiempo que los reyes, se había desplazado a Estados Unidos un avión con miembros de la aristocracia española para asistir a la fiesta del Waldorf. Las periodistas le preguntaron:
—Ese avión lleno de personas de la jetset. ¿Son amigos suyos?
Y la reina volvió a responder algo molesta:
—No sé quiénes son, han venido por su cuenta.
Lo que debió de sentar como un tiro a aquellas «personas de la jetset», en su mayoría viejos monárquicos de Estoril, que habían hecho el esfuerzo de ir a arropar a sus reyes (bueno, y de paso a divertirse un poco). ¡Un punto más en el memorial de agravios de Sofía!
Cuando se le pidió que definiera al rey, no lo dudó:
—Sincero y abierto.
El New York Post no hizo ninguna reseña de esta entrevista, aunque sí contó que Sofía no le había parecido orgullosa a los norteamericanos, que tenía sentido del humor y que en España nunca había dicho algo considerado poco correcto. También que bajo su sencilla apariencia ocultaba una «inteligencia impresionante».
Aunque la entrevista que antecede no se publicó en ningún periódico importante estadounidense, sí lo hizo en los mexicanos.
Recordemos que México no mantenía relaciones diplomáticas con España todavía. En El Universal apareció una reseña contando que la reina hablaba muy bien el inglés pero era algo seca, también señalaba que «los jóvenes monarcas no son más que una continuación del régimen autoritario de Franco», aunque reconocía que «podían ser un puente hacia la democracia». También valoraba muy positivamente que se hubiera dejado de lado las dichosas alusiones a la Madre Patria tan caras a Franco para cambiarlas por el concepto «naciones hermanas». Un columnista del Heraldo precisaba que «Juan Carlos ha entendido que ya somos mayorcitos para tener mamasita».
Ese verano fue el primero que pasaron en Mallorca como reyes, el primero de los muchos que vivirían allí y que llegan hasta nuestros días. El palacio de Marivent estaba siendo redecorado para alojarlos; la reina había intentado llevar allí su gusto particular, tan impersonal y sencillo que hacía sonreír con suficiencia a los decoradores profesionales. Sofás incómodos y muebles de patrimonio. Para el porche encargó unas sillas de plástico apilables
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, y cuando se le apuntó que rompían la nobleza de la piedra y el cuidado con que se estaba haciendo la restauración, se limitó a decir:
—Me han dicho que aquí el agua es muy calcárea y quedan manchas blancas cuando se mojan con la manguera.
Se le sugirieron muebles de mimbre, y la reina aceptó con un suspiro:
—Si no son muy caros…
En medio del salón instaló, sin ningún complejo, un futbolín para que jugaran sus hijos, y en el porche, al lado de los sillones de mimbre, una mesa de pimpón.
A Sofía se la veía siempre paseando con sus hijas, una de cada mano. Las llevaba a comprar las típicas abarcas mallorquinas a Jaime III, la calle comercial de Palma, donde también está El Corte Inglés, donde compraban protectores solares, camisetas y pantalones cortos. Por la mañana las llevaba a sus clases de vela de Calanova, las iba a recoger, salía ella también en el barco, el primer Fortuna que les había regalado el rey Fahd de Arabia. Se ponía en la proa, con las piernas estiradas delante, cogida a los obenques con esas manos que se parecían tanto a las de su padre; el aire marino la llenaba de energía, el mar era el mismo en el que había transcurrido su infancia.
Reflexionaría quizás sobre lo sola que estaba y como, a pesar de no tener todavía cuarenta años, empezaba a añorar el pasado.
En Mallorca, como en Madrid, Sofía no consiguía hacerse con un grupo de amigas, aunque tampoco lo intentaba, a pesar del ambiente distendido que prevalece durante las vacaciones y a pesar también de que muchas personas de su entorno juvenil ahora veraneaban en las islas. Claro que se trataba más bien de amigos de Juanito, que reanudaba su relación con él con gran alboroto y ruido de besos y palmoteos en la espalda. ¡Los años de silencio al lado de Franco estaban tan sepultados como él! ¡Ya se había callado lo suficiente!