La sombra (2 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez con más insistencia.

El apremio de aquel ruido acabó con su determinación. Dejó el revólver en la mesilla auxiliar, encima de su nota de suicidio, y se levantó del sofá.

Escuchó una voz:

—Por favor, señor Winter...

Era una voz aguda y asustada, y le pareció familiar.

«Ya ha anochecido —se dijo—. Nadie ha llamado a mi puerta después de la puesta de sol en veinte años.» Moviéndose rápidamente y olvidando por un momento la lentitud que la edad imponía a sus extremidades, corrió hacia el sonido.

—¡Ya voy, ya voy! —gritó, y llegó a la puerta sin saber exactamente con qué se encontraría, pero tuvo la vaga esperanza de que fuese algo de importancia para su vida.

El miedo iluminaba como un halo de luz a la anciana que había delante de la puerta. Su rostro estaba rígido, pálido, tenso como un nudo, y miró a Simon Winter con tal desesperación que éste retrocedió como si le hubiese golpeado una repentina y fuerte ráfaga de viento. Le costó un momento reconocer a su vecina de al menos diez años.

—Señora Millstein, ¿qué sucede?

La mujer alargó la mano y sujetó a Simon por el brazo sacudiendo la cabeza, como dando a entender que no podía hablar sin sentirse aterrada.

—¿Se encuentra usted bien?

—Señor Winter —dijo la anciana lentamente, las palabras rechinando entre sus labios apretados—. ¡Gracias a Dios que está en casa! Estoy sola y no sé qué hacer...

—Pase, pase, por favor. Pero ¿qué ocurre?

Sophie Millstein entró temblorosa. Sus uñas se hincaron en el brazo de Simon Winter, su presa como la de un escalador a punto de caerse por un profundo precipicio.

—No puedo creerlo, señor Winter... —empezó vacilante, pero de pronto sus palabras cobraron velocidad y habló en un torrente de ansiedad—: Pienso que ninguno de nosotros lo creía de verdad. Parecía algo tan lejano... Tan imposible... ¿Cómo es posible que él esté aquí? ¿Aquí? No, simplemente parecía una locura, ninguno de nosotros lo creía. Ni el rabino ni el señor Silver ni Frieda Kroner. Pero estábamos equivocados, señor Winter. Él está aquí. Yo lo he visto hoy. Esta noche. Justo delante de la tienda de helados del Lincoln Road Mall. Salí y allí estaba él. Él simplemente me miró y, créame, le reconocí al instante. Sus ojos son como cuchillas, señor Winter. No sé qué hacer. Leo sí lo habría sabido, habría dicho: «Sophie, tenemos que llamar a alguien», y entonces habría encontrado el número enseguida, lo tendría a mano. Pero Leo se ha ido y yo estoy sola y él está aquí.

Miró desesperada a su vecino.

—Él también me matará a mí —añadió entrecortadamente.

Simon la acompañó hasta la salita del pequeño apartamento e hizo que se sentase en el vencido sofá.

—Nadie va a matar a nadie, señora Millstein. Ahora le serviré una bebida fría y luego me explicará por qué está tan asustada.

La mujer le miró como una posesa:

—¡Tengo que avisar a los demás!

—Está bien, está bien. La ayudaré, pero por favor, beba algo y luego cuénteme qué sucede.

Abrió la boca para responder, pero pareció quedarse sin habla y no salió ningún sonido. Se puso la mano en la frente, como si se tomase la temperatura, y por fin dijo:

—Sí, sí, gracias, té helado, si tiene. Hace tanto calor... Algunas veces en verano parece que el aire vaya a arder.

Simon apartó la nota de suicidio y el arma de la mesilla auxiliar que había delante de la anciana y corrió a la cocina. Cogió un vaso y lo llenó de agua, cubitos y una mezcla de té instantáneo. Dejó la nota en la encimera, pero antes de llevar el vaso se detuvo y cargó de nuevo el revólver con las cinco balas que llevaba en el bolsillo. Alzó la vista y vio a la anciana mirando al frente con la mirada perdida, como si contemplase algún recuerdo. Sintió una extraña excitación, unida a un sentido de urgencia. El miedo de Sophie Millstein parecía algo físico, espeso y asfixiante, llenaba la habitación como si fuera humo. Respiró hondo y se apresuró a ir junto a ella.

—Beba esto —dijo en el mismo tono que usaría con un niño enfermo—. Y después tómese su tiempo y explíqueme qué ha sucedido.

Sophie Millstein asintió, sujetó el vaso con ambas manos y bebió un buen sorbo del espumoso líquido marrón. Luego se apretó el vaso contra la frente. Simon Winter vio que los ojos se le humedecían.

—Me matará y yo no quiero morir —dijo de nuevo.

—Señora Millstein, por favor, ¿quién?

La anciana se estremeció y susurró en alemán:

—Der Schattenmann.

—¿Quién? ¿Es el nombre de alguien?

Ella le miró con desesperación.

—Nadie sabe su nombre, señor Winter. Al menos nadie que esté con vida.

—Pero quién...

—Era un fantasma.

—No comprendo...

—Un demonio.

—¿Quién?

—Era malvado, señor Winter, lo más malvado que se pueda imaginar. Y ahora está aquí. No lo creíamos, pero estábamos equivocados. El señor Stein nos previno, pero no le conocíamos, así que ¿cómo podíamos creerle? —Se estremeció visiblemente—. Soy vieja. Soy vieja, pero no quiero morir —susurró.

Él tomó su mano.

—Por favor, señora Millstein, tiene que explicarse. Cuénteme quién es esta persona de la que habla y por qué está usted tan asustada.

La anciana bebió otro trago de té helado y dejó el vaso en la mesilla. Asintió lentamente, intentando recuperar la compostura. Se llevó de nuevo la mano a la frente y se acarició las cejas suavemente como si quisiera librarse de unos recuerdos terribles; luego se secó las lágrimas. Inspiró profundamente y lo miró. Él observó cómo su mano bajaba hasta su garganta y por un instante acariciaba con los dedos el collar que lucía. La joya era singular: una fina cadena de oro con la inicial de su nombre. Pero lo que distinguía aparentemente aquel colgante de los del mismo tipo que solían llevar las adolescentes era la presencia de un par de pequeños diamantes en cada extremo de la S de Sophie. Simon sabía que su difunto esposo había echado mano a los ahorros de su modesta pensión y le había regalado el collar por su cumpleaños, antes de que su corazón fallase. Igual que el anillo de boda que llevaba en su dedo, la anciana no se lo quitaba nunca.

—Es una historia muy difícil de explicar, señor Winter. Sucedió hace tanto tiempo que a veces me parece un sueño. Pero no fue un sueño, señor Winter, sino una pesadilla. Hace cincuenta años.

—Adelante, señora Millstein.

—En 1942, señor Winter, mi familia (mamá, papá, mi hermano Hansi y yo) estaba aún en Berlín. Escondidos...

—Prosiga.

—Era una vida tan terrible, señor Winter... Nunca había un momento, ni un segundo, ni siquiera el tiempo entre dos latidos de corazón, en que pudiésemos sentirnos a salvo. La comida escaseaba, siempre teníamos frío y cada mañana, al despertar, lo primero que pensábamos era que tal vez había sido la última noche que pasábamos juntos. A cada segundo que transcurría el riesgo parecía aumentar. Un vecino podría sentir curiosidad. Un policía podría pedirte tu documentación. ¿Y si subías a un tranvía y veías a alguien que te reconociese de antes de la guerra, antes de las estrellas amarillas? Tal vez dirías alguna palabra, harías algo, cualquier detalle. Un gesto, un tono de voz, algo que te mostrase ligeramente nervioso, algo que podría traicionarte. No hay gente más suspicaz en el mundo que los alemanes, señor Winter. Yo debería saberlo. En un tiempo fui una de ellos. Era lo único que bastaba, sólo una mínima vacilación, tal vez una mirada asustada, algo que indicase que estabas fuera de lugar. Y entonces sería el fin. En 1943 lo supimos, señor Winter. Me refiero a que tal vez no lo sabíamos todo pero lo sabíamos. La captura significaba la muerte, así de simple. Algunas veces por la noche solía echarme en la cama, incapaz de dormir, rezando para que algún bombardero británico dejase caer su carga directamente sobre nosotros y así podríamos partir todos juntos y acabar con el miedo. Yo temblaba, rezando por morir, y mi hermano Hansi venía y me cogía la mano hasta que me dormía. Él era fuerte y hábil. Cuando no teníamos nada que comer, encontraba patatas. Cuando no sabíamos adónde ir, buscaba un nuevo piso o un sótano en alguna parte donde no hacían preguntas y así podíamos pasar una semana más, aún juntos, aún sobreviviendo.

—¿Qué le sucedió a...?

—Murió. Todos murieron. —Sophie Millstein respiró hondo—. Él asesinó a todos. Nos encontró y todos murieron.

Él empezó a formular otra pregunta, pero ella alzó una temblorosa mano.

—Deje que termine, señor Winter, mientras aún me queden fuerzas. Había muchísimas cosas a las que temer pero lo peor eran los cazadores.

—¿Cazadores?

—Judíos como nosotros, señor Winter. Judíos que trabajaban para la Gestapo. Había un edificio en Iranische Strasse, uno de esos horribles edificios de piedra gris que tanto gustan a los alemanes. Lo llamaban la Oficina de Investigación Judía. Allí era donde él trabajaba, donde todos ellos trabajaban. Su libertad dependía de que nos cazasen.

—Y este hombre que cree haber visto hoy...

—Algunos eran famosos, señor Winter. Rolf Isaaksohn era joven y arrogante, y la hermosa Stella Kubler, rubia, bella y con aspecto de doncella nórdica. Entregó a su propio marido. También había otros. Se quitaban sus estrellas y se movían por la ciudad, observando como aves de presa.

—El hombre de hoy...

—Der Schattenmann. Era nuestra principal pesadilla. Se decía que podía distinguirte entre una multitud, como si fuese capaz de distinguir algún brillo en tu piel, alguna mirada en tus ojos. Tal vez era nuestra forma de andar, o el olor que desprendíamos. No lo sabíamos. Lo único que sabíamos era que si él te encontraba, la muerte llamaría a tu puerta. La gente decía que estaría en la oscuridad cuando fueran a por ti y seguiría allí oculto cuando, entre las brumas matutinas, te hiciesen subir al tren de Auschwitz. Pero tú no lo sabrías, porque nadie había visto su rostro ni nadie sabía su nombre. Si veías su cara, se decía que te llevaban a los sótanos de Alexanderplatz, donde siempre era de noche, y nadie salía jamás de esos sótanos, señor Winter. Y él estaría allí, viéndote morir, de manera que los últimos ojos que verías en este mundo serían los suyos. Él era el peor. El peor con diferencia, porque se decía que disfrutaba con lo que hacía y porque era el mejor haciéndolo...

—Y hoy...

—Está aquí, en Miami Beach. Y esto no es posible, señor Winter. Tiene que ser imposible y aun así lo creo. Estoy convencida de que hoy le he visto.

—Pero...

—Fueron sólo unos segundos. Había una puerta abierta y nos estaban trasladando por las oficinas, porque había que hacer papeleo. ¡Papeleo! Los alemanes incluso hacían papeleo cuando iban a matarte. Cuando el oficinista de la Gestapo terminó con nosotros, selló los documentos y nos llevaron abajo, a las celdas, para esperar el transporte, pero pude echar un vistazo a un despacho durante una milésima de segundo, señor Winter, y él estaba allí, entre dos oficiales con aquellos horribles uniformes negros. Se estaban riendo de alguna broma y supe que era él. Llevaba el sombrero calado pero alzó la vista, me vio, gritó algo y entonces cerraron la puerta de un portazo. Yo creí que seguramente iban a dejarme en el sótano, pero sin embargo me metieron en un tren aquel mismo día. Supongo que pensó que yo moriría en el campo. Yo era muy menuda, tenía dieciséis años pero apenas abultaba más que una niña, y aun así los sorprendí a todos, señor Winter, porque sobreviví.

La anciana hizo una pausa, tomando aliento deprisa.

—No quería morir. No entonces y tampoco ahora. No aún.

Sophie Millstein era una mujer minúscula, apenas de metro cincuenta, incluso con las alzas que llevaba en sus zapatos ortopédicos, y ligeramente regordeta. Se veía muy pequeña al lado de Simon Winter, que a pesar de su edad aún medía más de metro noventa. Llevaba su blanco pelo recogido en un moño, que se añadía a su estatura, provocando un efecto que rozaba el ridículo, especialmente cuando salía de su apartamento vestida con coloridos pantalones pirata de poliéster y blusas floreadas, arrastrando su carrito de la compra camino de la tienda de comestibles. Simon Winter la conocía de saludarse con la cabeza y eludir las conversaciones demasiado prolongadas que invariablemente se centraban en alguna queja sobre la ciudad, el calor, los adolescentes y la música a todo volumen, sobre su hijo que no la llamaba con la suficiente frecuencia, sobre hacerse viejo, sobre sobrevivir a su marido, todo lo cual él prefería evitar. Pero si su actitud hacia la anciana hasta ese momento había sido la de una cortesía distante, el temor que ahora inundaba sus ojos le arrastró a algo completamente distinto.

No sabía qué creer, porque el detective que había en su interior le incitaba a dudar; nada era cierto hasta que él mismo lo confirmase. Y de momento lo único que podía confirmar era el miedo que sentía Sophie Millstein.

Cuando la miró, vio que un temblor recorría su cuerpo, arrugándolo aún más si cabe. Ella le dirigió una mirada interrogante.

—Cincuenta años. Y sólo le vi un momento. ¿Puedo haberme equivocado, señor Winter?

Decidió no responder a esta pregunta, porque según su experiencia, la probabilidad de que Sophie Millstein estuviera en lo cierto era casi inexistente. Pensó: «Ese hombre debía de ser joven, de unos veintitantos, hace cincuenta años. Y ahora debe de ser un anciano.» El pelo y la piel tendrían que haberle cambiado, así como su rostro, con las mejillas caídas y flojas. Su forma de andar sería distinta y también su voz. No sería el mismo de medio siglo atrás.

—¿Este hombre le ha dicho algo hoy?

—No. Sólo me miró fijamente. Nuestros ojos se encontraron, era última hora de la tarde y el sol parecía brillar justo detrás de él, y se fue, como si sencillamente hubiese desaparecido entre el resplandor. Y yo corrí, señor Winter, corrí. Bueno, no como corría antes, pero sentí lo mismo, y me alegré mucho al ver las luces encendidas en su apartamento, porque tenía muchísimo miedo de estar sola en mi casa.

—¿Él le dijo algo?

—No.

—¿La amenazó o hizo algún gesto?

—No. Sólo me miró. Sus ojos eran como cuchillas, ya se lo he dicho.

—¿Y qué aspecto tenía?

—Alto, pero no tanto como usted, señor Winter. Y fornido, fuerte. Los brazos y hombros de un hombre aún joven.

Simon asintió con la cabeza. Su escepticismo iba ganando terreno. El hecho de reconocer a un hombre que has visto sólo unos segundos al cabo de cincuenta años no entraba en lo que él solía denominar «los reinos de la posibilidad del detective de Homicidios», aun cuando estos reinos fuesen muy flexibles. Lo que él sospechaba era que la anciana, cuyo contacto con el mundo se había visto muy mermado desde su enviudamiento, había caminado bajo un sol de justicia en un día muy caluroso, perdida en recuerdos dolorosos, cuando alguien le llamó la atención en medio de uno de esos recuerdos y se había desorientado y asustado porque era anciana y estaba sola. Y pensó también: «¿Acaso yo soy tan diferente?»

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