La llave. El mundo estaba lleno de puertas cerradas, y tenía que poner las manos encima de cada llave.
Se quedó quieto y prestó atención. La habitación estaba casi en silencio. Pero había ruido blanco, un rumor y un siseo de fondo que lo componían, de forma que los sonidos no se transmitían por toda la estación.
Con los ojos cerrados, localizó la fuente del leve rumor. Los abrió y se encaminó al lugar donde se hallaba el conducto de ventilación. Una exclusa con aire ligeramente más cálido que emanaba una leve brisa. El sonido sibilante no era el siseo del aire del conducto, sino un sonido mucho más alto, más distante: la maquinaria que bombeaba aire por toda la Escuela de Batalla.
Sor Carlotta le había dicho que en el espacio no había aire, así que donde vivía la gente tenían que mantener sus naves y estaciones cerradas herméticamente, para contener hasta la última gota de aire. Y también tenían que ir cambiándolo, porque el oxígeno, aseguró, se agotaba y tenía que ser sustituido. Para esto servía este sistema. Debía extenderse por toda la nave.
Bean se sentó ante el conducto de ventilación y palpó los bordes. No había tornillos ni clavos visibles que lo sujetaran. Metió las uñas bajo el borde y pasó con cuidado los dedos alrededor, hasta desprenderlo un poquito, luego un poco más. Sus dedos encajaron bajo los bordes. Tiró con fuerza. El conducto se soltó, y Bean cayó de culo.
Sólo por un instante. Apartó la pantalla y trató de asomarse al conducto. Sólo tenía quince centímetros de profundidad hasta la pared. La parte de arriba era sólida, pero el fondo estaba abierto y conducía al interior del sistema.
Bean se encaramó a la abertura como había hecho, años antes, en el asiento de un inodoro para estudiar el interior del tanque de agua, decidiendo si iba a caber o no. Y la conclusión fue la misma: habría poco espacio, sería doloroso, pero podría hacerlo.
Metió un brazo. No pudo palpar el fondo. Pero con unos brazos tan cortos como los suyos, eso no significaba mucho. Era imposible saber si el conducto llegaba hasta el nivel del suelo. Bean podía imaginar que circulaba por debajo, pero le parecía extraño. Sor Carlotta le había dicho que todo el material empleado para construir la estación tenía que ser traído de la Tierra o de las fábricas de la Luna. No habría grandes aberturas entre las cubiertas y los techos de abajo, porque eso sería malgastar espacio donde habría que bombear un aire precioso que no respiraría nadie. No, los conductos estarían ubicados en las paredes externas. De todos modos, probablemente no tendría más de quince centímetros de profundidad.
Cerró los ojos e imaginó un sistema de aire. Máquinas que hacían correr un viento caliente por estrechos conductos, el aire fresco y respirable que llegaba a todas partes, a cada sala.
No, no podía ser. Tenía que haber un sitio donde el aire fuera absorbido y expulsado. Y si el aire salía por las paredes externas, tenía que entrar por… los pasillos.
Bean se levantó y corrió hasta la puerta de la sala de juegos. Naturalmente, el techo del pasillo era unos veinte centímetros más bajo que el techo del interior de la sala. Pero no había conductos de ventilación. Sólo apliques de luz.
Volvió a entrar en la sala y miró hacía arriba. Un estrecho conducto recorría toda la parte superior de la pared que bordeaba el pasillo; de hecho, parecía más decorativo que práctico. La abertura era de unos tres centímetros. Ni siquiera Bean cabría allí.
Corrió de vuelta al conducto abierto y se quitó los zapatos. No había motivos para quedarse atascado porque sus pies fueran más grandes de lo necesario.
Se colocó ante el conducto y metió los pies en la abertura. Entonces se rebulló hasta que sus piernas quedaron por completo dentro del agujero y su culo descansó en el borde de la ventana. Sus pies aún no habían encontrado el fondo. No era una buena señal. ¿Y si el conducto llevaba directamente a la maquinaria?
Volvió a salir, y entró al revés. Era más difícil y más doloroso, pero ahora podía utilizar mejor los brazos, lo que le permitía agarrarse al suelo mientras se deslizaba al interior del agujero.
Sus pies tocaron el fondo.
Usando los dedos de los pies, sondeó. Sí, el entramado corría a izquierda y derecha, a lo largo de la pared externa de la sala. Y la abertura era bastante alta para que pudiera caber, y luego pasar arrastrándose (siempre de lado) de una sala a otra.
Era todo lo que necesitaba saber de momento. Dio un saltito para que sus brazos lograran tocar el suelo, pues pretendía usar la fricción para auparse. En cambio, tan sólo se deslizó más abajo del conducto.
Oh, excelente. Alguien vendría a buscarlo, tarde o temprano, o lo encontraría el siguiente grupo de niños que viniera a jugar una partida, pero no quería que lo hallaran así. Además, si podía salir por las aberturas, los conductos sólo le ofrecían una ruta alternativa. Imaginó que alguien abría una exclusa y veía su cráneo mirándolo, su cuerpo inerte completamente seco por el aire caliente de los conductos de aire, donde se había muerto de hambre o sed al intentar salir.
Pero mientras estuviera aquí, bien podría averiguar si podía cubrir la exclusa desde dentro.
Se estiró y, con dificultad, metió un dedo en la pantalla y pudo atraerla hacia sí. Una vez que pudo sujetarla con una mano, no le resultó difícil acercarla a la abertura. Incluso pudo encajarla, de manera que probablemente no parecería distinto desde el otro lado. Sin embargo, con la ventana cerrada, tuvo que mantener la cabeza vuelta hacia un lado. No había espacio suficiente para volverse. Así que cuando entrara en el sistema de conducción de aire, tendría que tener la cabeza girada a izquierda o derecha. Magnífico.
Empujó de nuevo la ventana, pero con cuidado, para que no cayera al suelo. Ahora era el momento de salir de una vez.
Después de un par de fracasos más, se dio cuenta por fin de que la pantalla era exactamente la herramienta que necesitaba. Tras colocarla en el suelo delante de la abertura, enganchó los dedos en un extremo. Tirar de la pantalla le proporcionó la palanca que necesitaba para aupar su cuerpo, hasta que pudo apoyar el pecho sobre el borde de la abertura. Le dolió tener todo el cuerpo colgando de un borde tan afilado, pero ahora pudo apoyar los codos y luego las manos, hasta que regresó a la sala.
Pensó con cuidado en la secuencia de músculos que había empleado y luego en el equipo del gimnasio. Sí, podría reforzar esos músculos.
Volvió a poner la ventana del conducto en su sitio. Luego se subió la camisa y miró las marcas rojas que el borde de la abertura había dejado en su piel, arañándolo sin piedad. Había un poco de sangre. Interesante. ¿Qué explicación daría, si le preguntaba alguien? Tendría que ver sí podía lastimarse el mismo punto al subirse al camastro más tarde.
Salió corriendo de la sala de juegos y bajó por el pasillo hasta el poste más cercano, y bajó al nivel de los comedores. Por todo el camino, se preguntó por qué había sentido aquella imperiosa necesidad de meterse en los conductos. Cada vez que le ocurría algo así y ejecutaba alguna acción sin saber por qué, resultaba que presentía algún peligro que no había llegado aún a su mente consciente. ¿De qué se trataba, ahora?
Entonces se dio cuenta de que en Rotterdam, en las calles, siempre se había asegurado de poder contar con una salida, un camino alternativo de un sitio a otro. Si huía de alguien, nunca se metía en un callejón a menos que conociera una salida. En verdad, nunca había llegado a esconderse: evitaba que lo persiguieran manteniéndose siempre en movimiento. No importaba la amenaza que pudiera representar ese alguien, no podía quedarse quieto. Era terrible estar acorralado. Dolía.
Dolía, y se sentía mojado y frío y hambriento, y no había aire suficiente para respirar, y la gente pasaba de largo y si alzaban la tapa lo encontrarían y si hacían eso no tendría más remedio que echar a correr; tendría que quedarse allí sentado esperando a que pasaran sin advertirlo. Si usaban el retrete y tiraban de la cisterna, el equipo no funcionaría bien porque todo el peso de su cuerpo apretujaba el flotador. Un montón de agua había escapado del depósito cuando se metió dentro. Advertirían que pasaba algo raro y lo encontrarían.
Fue la peor experiencia de su vida, y no podía soportar la idea de tener que volver a esconderse así otra vez. No era el poco espacio lo que le molestaba, ni la humedad, ni estar hambriento o solo. Era el hecho de que la única salida posible sería en brazos de sus perseguidores.
Ahora que comprendía eso sobre sí mismo, podía relajarse. No había encontrado los conductos porque sintiera algún peligro que todavía no hubiera detectado su mente consciente. Los encontró porque recordó lo mal que se sintió escondido en el depósito de agua cuando era un bebé. Así pues, fuera cual fuese el peligro, no lo había sentido todavía. Era sólo un recuerdo de la infancia que había salido a la superficie. Sor Carlotta le había dicho que gran parte del comportamiento humano es sólo nuestra forma de responder a peligros del pasado. En aquel momento, a Bean no le pareció un argumento sensato, pero no discutió, y ahora pudo ver que ella tenía razón.
¿Y cómo podría saber él que no llegaría un momento en que aquel camino estrecho y peligroso entre los conductos no fuera exactamente la ruta necesaria para salvar la vida?
No llegó a tocar con la palma las paredes para que se encendieran verde marrón verde. Sabía exactamente dónde se encontraban los barracones. ¿Cómo no iba a saberlo? Había estado allí antes, y sabía cada paso que había entre los barracones y todos los demás lugares de la estación que había visitado.
Cuando llegó, Dimak no había vuelto todavía con los rezagados a la hora de comer. Su exploración, en conjunto, no había durado más de veinte minutos, incluyendo la conversación con Petra y los dos rápidos juegos de ordenador durante el recreo de las clases.
Se aupó torpemente en el camastro más bajo, y quedó colgando durante un rato en el borde del segundo, por el pecho. Lo suficiente para lastimarse exactamente en el mismo sitio que se había herido al salir del conducto.
—¿Qué estás haciendo? — le preguntó uno de los novatos.
Como no comprendería la verdad, respondió con sinceridad.
—Me lastimo el pecho.
—Trato de dormir —dijo el otro niño—. Tú también deberías dormir.
—La hora de la siesta —protestó otro niño—. Me siento como si fuera un estúpido de cuatro años.
Bean se preguntó vagamente cómo había sido la vida de estos niños, cuando echarse una siesta les hacía pensar que tenían cuatro años.
Sor Carlotta, junto a Pablo de Noches, observaba el depósito de agua del lavabo.
—Es de los antiguos —comentó Pablo—. Norteamericano. Muy popular en la época en que Holanda se volvió internacional.
Ella alzó la tapa del depósito. Muy liviana. Plástico.
Cuando salían del lavabo, la encargada que les había estado mostrando las instalaciones la miró con curiosidad.
—No supone ningún peligro usar los lavabos, ¿verdad? — preguntó.
—No —respondió sor Carlotta—. Tenía que comprobarlo, eso es todo. Cosa de la flota. Agradecería que no hablara con nadie de nuestra visita a este lugar.
Naturalmente, eso casi garantizaba que no hablaría de otro tema. Pero sor Carlotta contaba con que no pareciera más que un extraño chismorreo.
Quienquiera que hubiese dirigido una granja de órganos en este edificio no querría ser descubierto, y había mucho dinero de por medio en esos diabólicos negocios.
Así era como el diablo recompensaba a sus amigos: montones de dinero, hasta el momento en que los traicionaba y dejaba que se enfrentaran solos a la agonía del infierno.
Fuera del edificio, volvió a hablarle a Pablo.
—¿Se escondió de verdad ahí dentro?
—Era muy pequeñito —respondió Pablo de Noches—. Andaba a gatas cuando lo encontré, pero tenía todo el pecho empapado, y un hombro. Pensé que se había meado encima, pero dijo que no. Entonces me enseñó el lavabo. Y estaba rojo aquí, y aquí, donde el mecanismo lo apretó.
—Ya hablaba.
—No mucho. Unas cuantas palabras. Era muy chiquitito. No podía creer que un niño tan pequeño supiera hablar.
—¿Cuánto tiempo estuvo ahí dentro?
Pablo se encogió de hombros.
—Tenía la piel arrugada como la de una vieja. Por todas partes. Y estaba frío. Pensé que iba a morirse. El agua, no era cálida como la de las piscinas. Estaba helada. Estuvo tiritando toda la noche.
—No comprendo por qué no se murió.
Pablo sonrió.
—No hay nada que Dios no pueda hacer.
—Cierto —respondió ella—. Pero eso no significa que no podamos descubrir cómo Dios obra sus milagros. O por qué.
Pablo se encogió de hombros.
—Dios hace lo que hace. Yo hago mi trabajo y vivo, y me comporto lo mejor que puedo.
Ella le apretó el brazo.
—Recogió usted a un niño perdido y lo salvó de una gente que quería matarlo. Dios vio cómo lo hacía y le ama.
Pablo no dijo nada, pero sor Carlotta pudo imaginar en qué estaba pensando, en cuántos pecados, exactamente, serían perdonados por aquella buena acción, y si sería suficiente para salvarlo del infierno.
—Las buenas acciones no lavan el pecado —añadió sor Carlotta—. Sólo el Redentor puede limpiar su alma.
Pablo se encogió de hombros. La teología no era su fuerte.
—No se hacen buenas acciones para uno mismo —prosiguió sor Carlotta—. Se hacen porque Dios está dentro de ti, y durante esos momentos eres sus manos y sus pies, sus ojos y sus labios.
—Creí que Dios era el bebé. Jesús dijo que lo que hacíamos a los pequeños se lo hacíamos a él.
Sor Carlotta se echó a reír.
—Dios resolverá todas las dudas a su debido tiempo. Ya es suficiente que tratemos de servirlo.
—Era tan pequeñito… —dijo Pablo—. Pero Dios estaba en él.
Ella se despidió cuando él bajó del taxi delante de su bloque de apartamentos.
¿Por qué tuve que ver ese lavabo con mis propios ojos?, se preguntó. Mi trabajo con Bean se ha terminado. Se marchó en la lanzadera ayer. ¿Por qué no puedo dar por terminada esta cuestión?
Porque debería haber muerto, por eso. Y después de pasar hambre en las calles durante todos esos años, aunque viviera, su malnutrición era tan importante que debería de haber sufrido un serio daño mental. Tendría que ser retrasado.
Por eso no podía abandonar esa cuestión. Tenía que averiguar de dónde procedía Bean. Porque estaba dañado. Tal vez es retrasado. Tal vez al principio era tan listo que pudo perder la mitad de su intelecto y seguir siendo el niño milagroso que es.