Ahora tienen ustedes este libro en las manos. Ustedes juzgarán si el experimento literario ha tenido éxito o no. Para mí mereció la pena zambullirme de nuevo en el mismo pozo, pues el agua había cambiado enormemente, y si no se había convertido exactamente en vino, al menos tiene un sabor diferente por el recipiente distinto en el que fue transportado, y espero que lo disfruten tanto, o incluso más.
Greensboro, Carolina del Norte, enero de 1999
—¿Creen haber hallado algo, y por eso le darán carpetazo a mi programa?
—No se trata de ese chico que encontró Graff, sino de la baja calidad de lo que han estado haciendo.
—Sabíamos que era difícil. Pero para los chicos con los que estoy trabajando el simple hecho de continuar con vida implica librar una auténtica guerra.
—Sus chicos están tan mal nutridos que sufren un grave deterioro mental antes de que empiece siquiera a ponerlos a prueba. La mayoría de ellos ni siquiera ha establecido ningún vínculo humano normal; están tan aturdidos que no pueden pasar un solo día sin buscar algo que puedan robar, romper o estropear.
—También representan posibilidades, como todos los niños.
—Ese es el tipo de sentimentalismo que desacredita todo su proyecto ante la F.I.
Poke siempre estaba alerta. Se suponía que los niños más pequeños también tenían que estar en guardia, y a veces eran bastante observadores, pero no advertían todos los detalles, y eso significaba que Poke sólo podía depender de sí misma para detectar el peligro.
Había peligros para dar y regalar. Los polis, por ejemplo. No aparecían con mucha frecuencia, pero cuando lo hacían, parecían especialmente decididos a limpiar las calles de niños. Hacían sacudir sus látigos magnéticos, lanzando crueles y agresivos golpes incluso a los niños más pequeños, y los trataban como si fueran alimañas, ladrones, ratas, una plaga en la hermosa ciudad de Rotterdam. La misión de Poke consistía en observar los cambios que se producían a lo lejos, que podían sugerir que los polis habían iniciado una redada. Entonces hacía sonar el silbato de alarma, y los pequeños corrían a sus escondites y no salían de ellos hasta que el peligro había pasado.
Pero los polis no venían tan a menudo. El verdadero peligro era mucho más inmediato: los chicos grandes. Poke, a los nueve años, era la líder de su pequeño grupo (aunque ninguno de ellos sabía con seguridad que era una chica), pero eso no impresionaba nada a los chavales y chavalas de once, doce y trece años que mandaban en las calles. Los mendigos, ladrones y prostitutas adultos no prestaban atención alguna a los niños pequeños, excepto para apartarlos a patadas de su camino. Pero los niños mayores, maltratados por otros, se volvían y acechaban a los más pequeños. Cada vez que la banda de Poke encontraba algo que comer (sobre todo si descubrían una fuente de basura segura o un blanco fácil para hallar una moneda o un poco de comida) tenían que vigilar celosamente y ocultar sus ganancias, pues a los matones nada les gustaba más que robarles las monedas de comida que pudieran obrar en poder de los pequeños. Robar a los niños más chicos era mucho más seguro que asaltar las tiendas o a los transeúntes. Y Poke se daba cuenta de que disfrutaban con estas travesuras. Les gustaba ver cómo los críos pequeños se acobardaban y les obedecían, gemían y les daban todo lo que exigían.
En condiciones normales, ella no le habría prestado más que un poco de atención. Todavía miraba a su alrededor, con actitud inteligente. No tenía el estupor de los muertos ambulantes, ni buscaba comida ni se preocupaba por encontrar un lugar cómodo donde tenderse mientras aspiraba las últimas bocanadas del pestilente aire de Rotterdam. Después de todo, para ellos la muerte no supondría un cambio rotundo. Todo el mundo sabía que Rotterdam era, si no la capital, el principal puerto marítimo del infierno. La única diferencia entre Rotterdam y la muerte era que, con Rotterdam, la condena no era eterna.
El niño pequeño… ¿qué estaba haciendo? No buscaba comida. No observaba a los peatones. Lo cual tampoco importaba… No había ninguna posibilidad de que nadie dejara nada para un niño tan pequeño.
Si tenía la suerte de encontrar algo, se lo quitarían los otros niños, entonces, ¿por qué molestarse? Si quería sobrevivir, debería seguir a los carroñeros mayores para lamer los envoltorios de comida que éstos dejaran, para chupar los últimos restos de azúcar o harina en polvo de los paquetes, siempre y cuando no hubieran acabado con todo. La calle no tenía nada que ofrecer a este muchachito, no a menos que fuera recogido por una banda, y Poke no podía quedárselo. No sería más que una carga, y sus chicos ya las estaban pasando bastante canutas sin el añadido de otra boca inútil.
Va a pedir, pensó. Va a gemir y suplicar. Pero eso sólo funciona con los ricos. Yo tengo que pensar en mi banda. Él no es uno de los míos, así que no me importa. Aunque sea pequeño. Para mí no es nadie.
Un par de putas de doce años, que normalmente no trabajaban en esa esquina, se dirigían hacia la base de Poke. Ella silbó. Los niños se dispersaron de inmediato; se quedaron en la calle, pero como si no formaran parte de una banda.
No sirvió de nada. Las putas ya sabían que Poke era la cabecilla, y naturalmente la agarraron por los brazos y la apretujaron contra la pared, exigiéndole que pagara su tarifa, su «permiso». Poke no podía decir que no tenía nada que compartir, y era plenamente consciente de ello: siempre trataba de guardar algo para aplacar a los matones hambrientos. Se dio cuenta de que estas putas estaban hambrientas. No tenían el aspecto que gustaba a los pedófilos cuando venían de caza. Eran demasiado delgadas, y mayores. Así pues, hasta que se les desarrollara el cuerpo y empezaran a atraer el comercio un poco menos pervertido, tenían que recurrir al carroñeo. A Poke le hervía la sangre, sólo de pensar que tuvieran que robarles a ella y a su banda, pero era más inteligente pagarles. Si le daban una paliza, no podría cuidar de ellos, ¿no? De modo que las llevó a uno de los escondrijos y les ofreció una bolsita que todavía tenía medio pastelito dentro.
Estaba rancio, ya que lo había guardado hacía un par de días para ocasiones como ésta. Aun así, las dos putas lo tomaron, rompieron la bolsa y una de ellas se comió la mitad antes de ofrecer a su amiga el resto. O más bien la que fuera su amiga, pues tales acciones son siempre inicio de pelea. Las dos se enzarzaron en una riña, gritando como locas, abofeteándose y arañándose sin piedad. Poke las observó con atención, esperando que se les cayera al suelo el resto del pastelito, pero no hubo suerte. El apetitoso dulce cayó en la boca de la misma niña que se había comido ya el primer bocado… y fue esa misma niña quien gano la pelea, por supuesto. La otra no tuvo más remedio que darse a la fuga, en busca de un lugar donde refugiarse.
Poke se dio la vuelta, y se encontró cara a cara con el niño pequeño. Casi tropezó con él. Furiosa como estaba por haber tenido que regalar la comida a las dos furcias callejeras, le propinó un rodillazo y lo tiró al suelo.
—No te pongas detrás de la gente si no quieres aterrizar de culo —amenazó.
El niño se levantó sin más y la miró, expectante, exigente.
—No, pequeño hijo de puta, no vas a conseguir nada de mí—dijo Poke—. No voy a quitarle ni una sola habichuela a mi banda. Tú no mereces eso.
La banda empezaba a agruparse de nuevo, ahora que los matones habían pasado.
—¿Por qué les diste tu comida? —inquirió el niño—. La necesitas.
—¡Oh, discúlpame!— dijo Poke. Alzó la voz, de modo que su banda pudiera oírla—. Supongo que tú deberías ser el jefe aquí, ¿verdad? Como eres tan grande, no tienes problemas para encontrar comida.
—Yo no —repuso el niño—. No merezco ni una habichuela, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo. Tal vez eres tú quien debería recordarlo y cerrar el pico.
La banda se echó a reír.
Pero el niño pequeño permaneció impertérrito.
—Os hace falta un matón— aseveró.
—Yo no mantengo matones, me deshago de ellos— respondió Poke. No le gustaba la forma en que el niño le hablaba, llevándole la contraria. Si seguía así, al final tendría que hacerle daño.
—Le das comida a los matones todos los días. Dásela a un solo matón y que él os acobarde a los demás.
—¿Crees que nunca he pensado en eso, estúpido? Pero una vez que lo haya comprado, ¿cómo lo conservo? No luchará por nosotros.
—Pues en ese caso mátalo —dijo el niño.
Esa idea tan absurda hizo enloquecer a Poke. Todo aquello no tenía ni píes ni cabeza, al fin y al cabo. Asestó otro rodillazo al niño, y en esta ocasión le dio una patada cuando caía al suelo.
—Tal vez deba empezar matándote a ti.
—No merezco ni una habichuela, ¿recuerdas? —insistió el niño—. Matas a un matón y luego haces que otro luche por ti: quiere tu comida, y te tiene miedo también.
Ella no supo qué decir ante un comentario tan ridículo.
—Os están comiendo —dijo el niño—. Os devoran. Así que tienes que matar a uno. Adelante, todos son tan pequeños como yo. Las piedras rompen las cabezas de cualquier tamaño.
—Me das asco —espetó ella.
—Porque no se te ha ocurrido antes.
El niño estaba arriesgando su propio pellejo al hablarle de esa forma. Si ella le hacía el más mínimo daño, se moriría; él debía de ser consciente de eso.
Pero no había duda de que la muerte vivía en el interior de su frágil camisa. En este caso, ¿qué importancia tenía si la muerte se le acercaba un poco más?
Poke se volvió y echó un vistazo a su grupo. No leyó nada en sus rostros.
—No necesito que ningún mequetrefe como tú me diga que mate lo que no podemos matar.
—Un niño pequeño se pone tras él, lo empujas y se cae —dijo el niño—. Tienes piedras grandes, ladrillos. Golpéalo en la cabeza. Cuando veas los sesos, se acabó.
—No me sirve de nada muerto —respondió ella—. Quiero a mi propio matón, para que nos mantenga a salvo. No quiero a nadie muerto.
El niño sonrió.
—Así que ahora te gusta mí idea.
—No puedo fiarme de ningún matón.
—Os vigila en el comedor de caridad —prosiguió el niño—. Os mete en el comedor —seguía mirándola a los ojos, pero ahora había subido el tono de voz para que los demás lo oyeran—. Os mete a todos en el comedor.
—Si un niño pequeño entra en el comedor, los niños mayores le dan una paliza —intervino Sargento. Tenía ocho años, y actuaba como si pensara que era el segundo de Poke, aunque la verdad era que ella no tenía ningún segundo.
—Si tenéis un matón, los ahuyentará.
—¿Cómo espantará a dos matones? ¿A tres matones? — preguntó Sargento.
—Como yo decía —respondió el niño—. Lo empujáis, no es tan grande. Agarráis vuestras piedras. Estáis preparados. ¿No eres un soldado? ¿No te llaman Sargento?
—Deja de hablar con él, Sarge —sugirió Poke—. No sé por qué ninguno de nosotros está hablando con un niño de dos años.
—Tengo cuatro.
—¿Cómo te llamas?
—Nadie me ha dado nunca un nombre.
—¿Quieres decir que eres tan estúpido que no puedes acordarte de tu propio nombre?
—Nadie me ha dado nunca ningún nombre —repitió él. Seguía mirándola a los ojos, tumbado en el suelo, rodeado por el grupo.
—No vales ni una habichuela—dijo ella.
—Exacto.
—Sí—asintió Sargento—. ¡Una maldita habichuela
1
!
—Así que ahora tienes un nombre —repuso Poke—. Vuelve y siéntate en ese cubo de basura, pensaré en lo que has dicho.
—Necesito comer algo —dijo Bean.
—Si consigo un matón, si lo que dices funciona, entonces tal vez te dé algo.
—Necesito comer ahora.
Ella sabía que era verdad.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó seis cacahuetes que había reservado. El niño se sentó en el suelo y tomó uno, se lo metió en la boca y masticó lentamente.
—Quédatelos todos —dijo ella, impaciente.
El extendió su manita. Era débil. Fue incapaz de cerrar el puño.
—No puedo sostenerlos todos —manifestó—. No cierro bien la mano.
Maldición. Poke se dio cuenta de que estaba desperdiciando unos sabrosos cacahuetes, al dárselos a un niño que iba a morirse de un momento a otro.
De todas formas iba a probar su idea. Era audaz, pero ese plan abría una pequeña puerta a la esperanza, algo totalmente insólito: igual su situación mejoraría, igual no tendrían que ponerse ropa de niña nunca más, ni dedicarse al negocio de la prostitución.
Y como esta idea se le había ocurrido al niño, la banda tenía que ver que lo trataba con justicia. De este modo te ganas el respeto de la banda, y seguirás siendo la cabecilla, porque saben que siempre serás justa.
Así que mantuvo la mano extendida mientras el niño se comía los seis cacahuetes, uno a uno.
Cuando engulló el último, la miró a los ojos durante otro largo instante, y entonces dijo:
—Será mejor que estés dispuesta a matarlo.
—Lo quiero vivo.
—Tienes que matarlo si no es el que más te conviene.
Con esas palabras, Bean volvió gateando hasta su cubo de basura y con esfuerzo se subió en lo alto para seguir vigilando.
—¡No tienes cuatro años! — le gritó Sargento.
—Tengo cuatro, pero soy pequeño —respondió el niño, también a gritos.
Poke mandó callar a Sargento y se pusieron a buscar piedras, ladrillos y trozos de carbón. Si iban a librar una guerra, sería mejor que estuvieran armados.
A Bean no le gustaba su nuevo nombre, pero era un nombre, y tener un nombre significaba que alguien más sabía quién era y necesitaba algo para llamarlo. Sí, eso le gustaba, y también le gustaban los seis cacahuetes. Su boca apenas sabía qué hacer con ellos. Casi le dolían las mandíbulas, de tanto masticar.
Y también le dolía ver cómo Poke se cargaba el plan que le había sugerido. Bean no la había elegido porque fuera la jefa de banda más lista de Rotterdam. Todo lo contrario. Su grupo apenas sobrevivía porque no sabía desenvolverse con entereza. Además, era demasiado compasiva. No era capaz de procurarse suficiente comida para parecer bien alimentada; así pues, aunque su propia banda sabía que era amable y la apreciaba, a los desconocidos no les parecía demasiado competente. No la juzgaban buena en su trabajo.
Pero si realmente lo fuera, nunca lo habría escuchado. Él nunca se habría acercado tanto. O si lo hubiera escuchado y le hubiera dado la razón, se habría deshecho de él. Así era como funcionaba la calle. Los niños amables morían. Poke era demasiado amable para permanecer con vida. Con eso contaba Bean. Pero ahora se sentía atemorizado.