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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (22 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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Las imágenes bailaban en la retina, tras los párpados cerrados. Y oía voces. La de ella y la de ellos. Sin poder contenerse, echó la cabeza hacia atrás. Y luego la adelantó con todas sus fuerzas. Oyó el ruido del espejo al quebrarse, notó una gota de sangre en la frente. Pero no le dolía. Porque durante los pocos segundos que tardó el cristal en penetrarle la piel, callaban las voces. Y ese silencio era una bendición.

A
cababan de dar las doce y había alcanzado un punto agradable de embriaguez. La justa medida. Relajada, adormecida, pero sin haber perdido el control de la realidad.

Louise puso un poco más de vino en la copa. La casa estaba vacía. Las niñas estaban en la escuela y Erik en la oficina. O en cualquier otro sitio, quizá con su puta.

Se había comportado de un modo extraño los últimos días. Más callado y apagado. Y el temor se había mezclado con la esperanza. Así era siempre que temía que Erik fuera a abandonarla. Como si fuera dos personas. Para una era una liberación acabar con la prisión en que se había convertido aquel matrimonio, los engaños y las mentiras. La otra sentía pánico ante la idea de verse abandonada. Sí, claro, se llevaría su parte del dinero de Erik, pero ¿para qué lo quería si estaba sola?

No es que en su vida actual se sintiera muy acompañada. Aun así, era mejor que nada. Por las noches tenía el calor de un cuerpo en la cama y alguien que leía el periódico sentado a la mesa de la cocina a la hora del desayuno. Tenía a alguien. Si él la dejaba, se quedaría totalmente sola. Las niñas empezaban a hacerse mayores, eran como huéspedes de paso, siempre yendo o viniendo de casa de sus amigas o de la escuela. Ya habían empezado a adoptar la actitud taciturna de las adolescentes y apenas respondían cuando se les dirigía la palabra. Cuando estaban en casa, lo que más se veía de ellas era la puerta cerrada de su habitación, cuyo único signo vital era el retumbar de la música de sus equipos.

Louise había apurado ya otra copa y la llenó de nuevo. ¿Dónde estaría Erik ahora? ¿Se encontraría en la oficina o con ella? ¿Estaría revolcándose con el cuerpo desnudo de Cecilia, penetrándola, acariciándole los pechos? De todos modos, en casa no hacía nada, a ella llevaba dos años sin tocarla. En alguna ocasión, al principio, ella intentó deslizar una mano bajo el edredón y acariciar a su marido. Sin embargo, tras algún que otro rechazo humillante, en el que él se dio la vuelta descaradamente para darle la espalda, terminó por rendirse.

Vio su imagen en el acero reluciente y abrillantado del frigorífico. Como de costumbre, mientras se miraba, levantó la mano y se tocó la cara. Tan mal no estaba, ¿no? Hubo un tiempo en que fue guapa. Y controlaba el peso, tenía cuidado con lo que comía y despreciaba a las mujeres de su edad que permitían que los bollos y las tartas rellenasen los michelines que creían poder ocultar en los vestidos estampados con forma de tienda de campaña que compraban en Lindex. Ella aún podía llevar un par de vaqueros ajustados con dignidad. Levantó la barbilla, escrutándose. Ya empezaba a colgarle un poco, la verdad. La levantó un poco más. Así, eso es. Ese era el aspecto que debía tener.

Bajó de nuevo la barbilla. Vio cómo caía la piel fláccida formando un pliegue y tuvo que contener el impulso de coger del soporte uno de los cuchillos de cocina y cortar aquel pellejo repugnante. De repente, sintió asco de su propia imagen. No era de extrañar que Erik no quisiera tocarla ya. Era comprensible que quisiera notar en las manos carne firme, que quisiera tocar a alguien que no estuviese ajándose y pudriéndose por dentro.

Alzó la copa y arrojó el contenido contra el frigorífico, borró la imagen de sí misma y la sustituyó por un fluido rojo brillante que chorreaba por la superficie lisa. Tenía el teléfono allí, en la encimera, y marcó el número de la oficina, que se sabía de memoria. Tenía que saber dónde estaba Erik.

—Hola, Kenneth, ¿está Erik ahí?

Se le aceleró el corazón mientras colgaba, pese a que debería estar acostumbrada a aquellas alturas. Pobre Kenneth. Cuántas veces no habría tenido que encubrir a Erik a lo largo de los años. Inventar una historia a toda prisa, decir que Erik estaba con algún papeleo, pero que seguramente no tardaría en volver al despacho.

Llenó la copa sin molestarse en limpiar el vino que había tirado y se dirigió resuelta al despacho de Erik. En realidad, no le estaba permitido entrar allí. Según decía, cuando otra persona usaba el despacho, alteraba su orden, así que le tenía terminantemente prohibido entrar allí. Y precisamente por eso, allí se encaminó.

Con mano torpe, dejó la copa en el escritorio y empezó a abrir los cajones uno tras otro. A lo largo de tantos años de dudas jamás se le había ocurrido olismear en sus cosas. Prefería no saber. Prefería las sospechas a la certeza, aunque, en su caso, la diferencia era nimia. De alguna manera, siempre supo quién era en cada momento. Dos de sus secretarias, en los años en Gotemburgo, una de las maestras de la guardería de las niñas, la madre de una de las compañeras de las niñas. Lo veía en la mirada esquiva y ligeramente culpable que le dedicaban cuando se las encontraba. Reconocía el perfume, notaba un contacto fugaz que estaba fuera de lugar.

Ahora, por primera vez, revolvía en sus cajones, rebuscaba entre los papeles, sin importarle que él notara que había estado allí. Porque cada vez estaba más segura de que el silencio de los últimos días solo podía significar una cosa. Que iba a dejarla. Que la desecharía como una basura, como una mercancía de usar y tirar que había traído al mundo a sus hijas, había limpiado la casa, había preparado las malditas cenas para sus malditos contactos, tan aburridos, por lo general, que creía que le estallaría la cabeza cuando se veía obligada a conversar con ellos. Si Erik creía que iba a retirarse como un animal herido, sin pelear, sin oponer resistencia, estaba muy equivocado. Y además, ella conocía los negocios que había hecho a lo largo de los años y que no resistirían un examen minucioso de las autoridades. Si cometía el error de subestimarla, le costaría muy caro.

El último cajón estaba cerrado con llave. Louise tiró varias veces, cada vez más fuerte, pero el cajón no cedió. Sabía que tenía que abrirlo, que contenía algo que Erik no quería que viese. Echó un vistazo a la mesa. Era relativamente moderna y, en otras palabras, más fácil de forzar que una de las antiguas, más sólidas y robustas. Un abrecartas captó su atención. Eso le serviría. Sacó el cajón hasta el tope de la cerradura e introdujo la punta del abrecartas en la ranura. Y empezó a hacer palanca. En un primer momento parecía que no iba a ceder, pero empujó un poco más, presionó fuertemente y empezó a tener esperanzas al oír por fin el crujido de la madera. Cuando la cerradura cedió finalmente, estuvo a punto de caer de espaldas, pero pudo agarrarse al borde de la mesa en el último momento y consiguió mantener el equilibrio.

Miró con curiosidad dentro del cajón. En el fondo había algo blanco. Alargó el brazo e intentó enfocar con la vista, que tenía como nublada. Sobres blancos, el cajón no contenía más que unos sobres blancos. Recordaba haberlos visto entre el resto del correo, pero no le llamaron la atención. Iban dirigidos a Erik, así que solía dejarlos con su correo, que él siempre abría al llegar a casa después del trabajo. ¿Por qué los habría guardado en un cajón del escritorio cerrado con llave?

Louise cogió los sobres, se sentó en el suelo y los extendió. Había cinco, con el nombre de Erik y la dirección escritos con tinta negra y letra elegante.

Por un instante, sopesó la posibilidad de devolverlos al cajón y seguir viviendo en la ignorancia; dejarlo pasar. Pero había forzado la cerradura y, de todos modos, Erik vería que había andado curioseando en cuanto volviese del trabajo. Así que ya que había llegado hasta ahí, bien podía leer las cartas.

Cogió la copa de vino, necesitaba notar que el alcohol le corría por la garganta, bajaba hasta el estómago, procuraba alivio allí donde dolía. Tres tragos. Luego dejó la copa a su lado y abrió el primer sobre.

Una vez los hubo leído todos, los juntó en un montón. No comprendía nada. Salvo que alguien quería hacerle daño a Erik. Algo terrible amenazaba la existencia de ambos, de su familia, y él no había dicho una palabra. Aquella idea le infundió una ira que superaba con creces la rabia que hubiera sentido nunca. No la había considerado su igual como para hacerla partícipe de aquello. Pero ahora tendría que responder. No podía continuar tratándola así, sin respeto.

Colocó los sobres en el asiento del acompañante cuando se metió en el coche. Le llevó unos segundos atinar con la llave del encendido pero, tras respirar hondo un par de veces, la cosa funcionó. Era consciente de que no debería conducir, pero como en tantas otras ocasiones, acalló su conciencia e inició la marcha.

C
asi le parecía bonita, ahora que la veía tan quieta y que no gritaba, que no reclamaba nada ni tomaba nada. Extendió el brazo y le tocó la frente. Al rozarla, el agua se puso en movimiento y los rasgos de la cara de la pequeña se volvieron difusos bajo las ondas de la superficie
.

Allá abajo, junto a la puerta, parecía que su padre estuviese despidiéndose de la visita. El sonido de pasos se acercaba. Su padre comprendería. También a él lo habían dejado fuera. Ella también le había arrebatado cosas a él
.

Pasó los dedos por el agua, haciendo formas y ondas. Las manos y los pies de la niña descansaban sobre el fondo. Solo las rodillas y una parte de la frente sobresalían de la superficie del agua
.

Ya oía a su padre al otro lado de la puerta del baño. No levantó la vista. De repente, era como si no pudiera dejar de mirarla. Le gustaba así. Por primera vez, la pequeña le gustaba. Apretó más aún la mejilla contra la bañera. Aguzó el oído y esperó a que su padre comprendiera que ya se habían librado de ella. Habían recuperado a su madre, tanto él como su padre. Él se pondría contento, estaba seguro de ello
.

Entonces notó que alguien lo apartaba de la bañera de un tirón. Atónito, alzó la vista. Su padre tenía el rostro tan distorsionado a causa de tantos sentimientos que él no supo cómo interpretarlos. Pero alegre no estaba
.

—¿Qué has hecho? —A su padre se le quebró la voz y sacó a Alice de la bañera. Sin saber qué hacer, sostuvo aquel cuerpo exánime en el regazo hasta que lo depositó en la alfombra del baño con sumo cuidado—. ¿Qué has hecho? —repitió sin mirarlo
.

—Ella se llevó a mi madre. —Notó que las explicaciones se le atascaban en la garganta y que no podían salir. No comprendía nada. Creyó que a su padre le gustaría
.

El padre no respondió. Solo lo miró fugazmente con una expresión de incredulidad en la cara. Luego se inclinó y empezó a presionar ligeramente con los dedos el pecho del bebé. Le tapaba la nariz, le soplaba con cuidado en la boca y volvía a presionarle el pecho
.

—¿Por qué haces eso, papá? —Él mismo oyó cómo lloriqueaba. A su madre no le gustaba que lloriquease. Se abrazó las piernas flexionadas y pegó la espalda a la bañera. ¿Por qué lo miraba su padre de aquel modo tan raro? No parecía solo enfadado, parecía que le tuviese miedo
.

Su padre continuaba soplando en la boca de Alice, pero sus pies y sus manos seguían tan inmóviles en la alfombra como cuando descansaban sobre el fondo de la bañera. A veces hacían un leve movimiento brusco cuando su padre le apretaba el pecho con los dedos, pero eran los movimientos de su padre, no los de Alice
.

Pero la cuarta vez que su padre dejó de soplar para presionar, le tembló una mano. Luego se oyó una tos y enseguida, el llanto. Aquel llanto familiar, chillón, exigente. Ya había dejado de gustarle otra vez
.

Se oyeron en la escalera los pasos de su madre que bajaba del piso de arriba. Su padre abrazó a Alice y se le empapó la camisa. La pequeña seguía llorando a gritos, tanto que vibraban las paredes del baño, y él deseaba que terminara de una vez y que estuviera tan callada y tan buenecita como antes de que su padre empezara a hacerle todo aquello
.

Mientras su madre se acercaba, su padre se sentó en cuclillas delante de él. Tenía los ojos desorbitados y temerosos cuando, con la cara muy cerca y en voz baja, le dijo:«No hablaremos de esto nunca más. Y si vuelves a hacerlo, te echaré de aquí tan rápido que no oirás ni la puerta al cerrarse, ¡¿entendido?! No vuelvas a tocarla»
.

—¿Qué pasa? —La voz de su madre en la puerta—. En cuanto va una y se echa un rato a descansar y a relajarse, estalla un episodio de pura histeria. ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le ha hecho algo? —preguntó volviéndose hacia él, que seguía sentado en el suelo
.

Durante unos segundos, la única respuesta que se oyó fue el llanto de Alice. Luego su padre se levantó con ella en brazos y le dijo
:

—No, es solo que he tardado un poco en taparla con la toalla al sacarla de la bañera. Lo que está es más bien irritada
.

—¿Seguro que no le ha hecho nada? —Su madre lo miraba fijamente, pero él bajó la cabeza y fingió estar entretenido tironeando de los flecos de la alfombra
.

—Bueno, me ha estado ayudando. Lo ha hecho fenomenal con ella. —Con el rabillo del ojo, vio que su padre le lanzaba una mirada de advertencia
.

Su madre pareció dispuesta a dejarse convencer. Extendió los brazos con impaciencia y, al cabo de unos segundos de vacilación, su padre le entregó a Alice. Cuando se fue con paso lento para calmar a la niña, él y su padre se miraron. Los dos guardaron silencio, pero en los ojos de su padre vio que pensaba hacer lo que había dicho: jamás hablarían de lo ocurrido
.

—¡
K
enneth! —Se le quebró la voz al intentar llamar a su marido.

Nadie respondió. ¿Habrían sido figuraciones suyas? No, estaba segura de haber oído que la puerta se abría y luego se cerraba de nuevo.

—¿Hola?

Seguían sin responder. Lisbet intentó incorporarse, pero se le habían mermado las fuerzas a tal velocidad los últimos días que fue incapaz. La fuerza que le quedaba la reservaba para las horas que Kenneth pasaba en casa. Y todo para convencerlo de que se encontraba mejor de lo que en realidad estaba y así poder estar en casa algo más de tiempo. No tener que aguantar el olor a hospital y la sensación de las sábanas rasposas en la piel. Conocía tan bien a Kenneth. La llevaría como un rayo al hospital si supiera lo mal que se encontraba. Y lo haría porque aún se aferraba convulsamente a cualquier atisbo de esperanza.

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