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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (17 page)

BOOK: La sombra del viento
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—Delira usted, Fermín. Bea se va a casar cuando el alférez termine el servicio.

Fermín me sonrió, ladino.

—Pues mire usted por dónde, a mí me da como que no, que ésa no se casa.

—Usted qué sabrá.

—De mujeres, y de otros menesteres mundanos, bastante más que usted. Como nos enseña Freud, la mujer desea lo contrario de lo que piensa o declara, lo cual, bien mirado, no es tan terrible porque el hombre, como nos enseña Perogrullo, obedece por contra al dictado de su aparato genital o digestivo.

—No me largue discursos, Fermín, que le veo el plumero. Si tiene algo que decir, sintetice.

—Pues mire, en sucinta esencia se lo digo: ésa no tenía cara de casarse con el Cascorro.

—¿Ah, no? ¿Y de qué tenía cara, a ver?

Fermín se me acercó con aire confidencial.

—De morbo —apuntó, alzando las cejas con aire de misterio—. Y que conste que eso lo digo como un cumplido.

Como siempre, Fermín estaba en lo cierto. Vencido, opté por jugar la pelota en su terreno.

—Hablando de morbo, cuénteme lo de la Bernarda. ¿Hubo beso o no hubo beso?

—No me ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una buena faena en la plaza.

—O sea, que le dio calabazas.

—A Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla: al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted? Poco a poco, a fuego lento, como la buena
escudella
. Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare. Como los altos hornos de Vizcaya.

Sopesé las teorías termodinámicas de Fermín.

—¿Es eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? —pregunté—. ¿Poner la plancha al fuego?

Fermín me guiñó un ojo.

—Esa mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un corazón de santa —dijo, relamiéndose—. Por establecer un paralelismo veraz, me recuerda a mi mulatita en La Habana, que era una santera muy devota. Pero, como en el fondo soy un caballero de los de antes, no me aprovecho, y con un casto beso en la mejilla me conformé. Porque yo no tengo prisa, ¿sabe? Lo bueno se hace esperar. Hay pardillos por ahí que se creen que si le ponen la mano en el culo a una mujer y ella no se queja, ya la tienen en el bote. Aprendices. El corazón de la hembra es un laberinto de sutilezas que desafía la mente cerril del varón trapacero. Si quiere usted de verdad poseer a una mujer, tiene que pensar como ella, y lo primero es ganarse su alma. El resto, el dulce envoltorio mullido que le pierde a uno el sentido y la virtud, viene por añadidura.

Aplaudí su discurso con solemnidad.

—Fermín, es usted un poeta.

—No, yo estoy con Ortega y soy un pragmático, porque la poesía miente, aunque en bonito, y lo que yo digo es más verdad que el pan con tomate. Ya lo decía el maestro, enséñeme usted un donjuán y le enseño yo a un mariposón enmascarado. Lo mío es la permanencia, lo perenne. A usted le pongo por testigo que yo de la Bernarda haré una mujer, si no honrada, porque eso ya lo es, al menos feliz.

Le sonreí, asintiendo. Su entusiasmo era contagioso, y su métrica invencible.

—Me la cuide bien, Fermín. Que la Bernarda tiene demasiado corazón y ya se ha llevado demasiados chascos.

—¿Se cree que no me doy cuenta? Vamos, si lo lleva en la frente como una póliza del patronato de viudas de guerra. Se lo digo yo, que en esto de encajar putadas tengo muchísima experiencia: yo a esa mujer la colmo de dicha aunque sea lo último que haga en este mundo.

—¿Palabra?

Me tendió la mano con aplomo templario. Se la estreché.

—Palabra de Fermín Romero de Torres.

Tuvimos una tarde lenta en la tienda, con apenas un par de curiosos. En vista del panorama, le sugerí a Fermín que se tomase libre el resto de la tarde.

—Ande, se va usted a buscar a la Bernarda y se la lleva al cine o a mirar escaparates por la calle Puertaferrisa cogida del brazo, que a ella eso le encanta.

Fermín se aprestó a tomarme la palabra y corrió a acicalarse en la trastienda, donde guardaba siempre una muda impecable y toda suerte de colonias y ungüentos en un neceser que hubiera sido la envidia de doña Concha Piquer. Cuando salió parecía un galán de peliculón, pero con treinta kilos menos en los huesos. Vestía un traje que había sido de mi padre y un sombrero de fieltro que le venía un par de tallas grande, problema que solventaba colocando bolas de papel de periódico bajo la copa.

—Por cierto, Fermín. Antes de que se vaya… Quería pedirle un favor.

—Eso está hecho. Usted ordene que yo estoy aquí para obedecer.

—Le voy a pedir que esto quede entre nosotros, ¿eh?, a mi padre ni una palabra.

Sonrió de oreja a oreja.

—Ah, granujilla. Algo que ver con esa chavala imponente, ¿eh?

—No. Éste es un asunto de investigación e intriga. De lo suyo, vamos.

—Bueno, yo de chavalas también sé un rato. Se lo digo por si un día tiene usted una consulta técnica, ya sabe. Con toda confianza, que para eso soy como un médico. Sin ñoñerías.

—Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana. Número 2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que podría echarme un cable?

Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a bolígrafo.

—Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista. Deme unos días y le tendré un informe completo.

—Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?

—Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.

—Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.

Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había ido cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.

—Cuánta letra, ¿eh? —dijo.

—Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia e ignorando mi pregunta.

—Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?

—Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?

—No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?

—No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.

El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vagamente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde. Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.

—Si me dice en qué puedo servirle…

—Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?

—No. El dueño es mi padre.

—¿Y su nombre es?

—¿El mío o el de mi padre?

El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.

—Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.

—Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?

—El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particular invertidos y maleantes.

Le observé atónito.

—¿Perdón?

El individuo me clavó la mirada.

—Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que hablo.

—Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir escuchándole.

El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.

—Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de las actividades del ciudadano Federico Flaviá.

—Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo mucho de que sea un maleante.

—Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y pornografía.

—¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?

Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe Francisco Javier Fumero Almuñiz».

—Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?

Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en los labios.

—Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy. Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.

—No sé de quién me habla usted, inspector.

Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.

—Dios sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años se hacía llamar Wilfredo Camagüey, as del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.

—Siento no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.

—Seguro que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?

—No.

Fumero rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un índice.

—A usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.

—En absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no ha…

—A mí no me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos. Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí. Así es la vida. ¿En qué quedamos?

No dije nada. Fumero asintió, soltando otra risita.

—Muy bien, Sempere. Usted mismo. Mal empezamos usted y yo. Si quiere problemas, los tendrá. La vida no es como las novelas, ¿sabe usted? En la vida hay que tomar un bando. Y está claro cuál ha elegido usted. El de los que pierden por burros.

—Le voy a pedir que se vaya usted, por favor.

Se alejó hacia la puerta arrastrando su risita sibilina.

—Volveremos a vernos. Y dígale a su amigo que el inspector Fumero le tiene echado el ojo y que le envía muchos recuerdos.

La visita del infausto inspector y el eco de sus palabras me incendiaron la tarde. Después de quince minutos de corretear tras el mostrador con las tripas estrechándoseme en un nudo, decidí cerrar la librería antes de la hora y salir a la calle a caminar sin rumbo. No podía quitarme del pensamiento las insinuaciones y las amenazas que había hecho aquel aprendiz de matarife. Me preguntaba si debía alertar a mi padre y a Fermín sobre aquella visita, pero supuse que aquélla había sido precisamente la intención de Fumero, sembrar la duda, la angustia, el miedo y la incertidumbre entre nosotros. Decidí que no iba a seguirle el juego. Por otro lado, las insinuaciones acerca del pasado de Fermín me alarmaban. Me avergoncé de mí mismo al descubrir que por un instante había dado crédito a las palabras del policía. Tras darle muchas vueltas, concluí sellar aquel episodio en algún rincón de mi memoria e ignorar sus implicaciones. De regreso a casa, crucé frente a la relojería del barrio. Don Federico me saludó desde el mostrador, haciéndome señas para que entrase en su establecimiento. El relojero era un personaje afable y sonriente que nunca se olvidaba de felicitar una fiesta y al que siempre se podía acudir para solventar cualquier apuro, con la tranquilidad de que él encontraría la solución. No pude evitar sentir un escalofrío al saberle en la lista negra del inspector Fumero, y me pregunté si debía avisarle, aunque no imaginaba cómo sin inmiscuirme en materias que no eran de mi incumbencia. Más confundido que nunca, entré en la relojería y le sonreí.

—¿Qué tal, Daniel? Menuda cara traes.

—Un mal día —dije—. ¿Qué tal todo, don Federico?

—Sobre ruedas. Los relojes cada vez están peor hechos y me harto a trabajar. Si esto sigue así, voy a tener que coger un ayudante. Tu amigo, el inventor, ¿no estaría interesado? Seguro que tiene buena mano para esto.

No me costó imaginar lo que opinaría el padre de Tomás Aguilar sobre la perspectiva de que su hijo aceptase un empleo en el establecimiento de don Federico, mariquilla oficial del barrio.

—Ya se lo comentaré.

—Por cierto, Daniel. Tengo por aquí el despertador que me trajo tu padre hace dos semanas. No sé lo que le hizo, pero le valdría más comprar uno nuevo que arreglarlo.

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