La sombra sobre Innsmouth (5 page)

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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

BOOK: La sombra sobre Innsmouth
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Después de detenerme a contemplar las dos iglesias —hermosas, aunque ya en ruinas— de Main y de Church Street, apreté el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio marinero. A continuación, mi objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Green, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta había vislumbrado la fugaz silueta de aquel extraño sacerdote con tiara. Además, el muchacho de la tienda me había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de la Orden de Dagon, no eran lugares aconsejables para forasteros.

Por consiguiente, continué por Main Street hasta Martin Street, luego tomé la dirección opuesta a la mar; crucé Federal Street por arriba de Green Street, y me interné en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Washington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad.

Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Washington Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos —rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle, hasta Lafayette Street—, debía de ser la casa del viejo Marsh, el infortunado propietario de la refinería.

En ninguna de estas calles encontré alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en esta extraña ciudad de silencio y de muerte. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento me vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.

Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana cascada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Washington Street hacia el río, fui a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a mí se alzaban las ruinas de una factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde yo estaba.

A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero me arriesgué y pasé otra vez a la orilla sur, donde volví a tropezarme con individuos furtivos de torpe andar que me miraban con disimulo. También se volvieron hacia mí otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y desconfianza. Innsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcí por Paine Street y me encaminé hacia la Plaza con la esperanza de coger algún vehículo que me llevara a Arkham, para no esperar hasta la salida del siniestro autobús.

Fue entonces cuando descubrí el cochambroso parque de bomberos y encontré al viejo —cara colorada, hirsuta la barba, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos indescriptibles— sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de bomberos mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Zadok Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobre Innsmouth tenían fama de espantosos e increíbles.

— III —

N
o sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si podía marcharme en seguida de aquel pueblo siniestro. Pero al ver al viejo Zadok Allen se despertó en mí un nuevo interés y empecé a caminar más despacio.

Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias absurdas y disparatadas. Se me había advertido, además, que era peligroso que le vieran a uno hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abordar a un viejo testigo de la decadencia del pueblo, cargado de recuerdos sobre los buenos tiempos en que zarpaban los barcos y funcionaban las factorías. Al fin y al cabo, el relato más desquiciado tiene la mayoría de las veces un fondo de realidad… y era seguro que el viejo Zadok había presenciado las calamidades que cayeron sobre Innsmouth durante los últimos noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de desentrañar la verdad que podía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría con ayuda del whisky.

No podía abordarle allí mismo, claro está, porque los bomberos tratarían de impedirlo. Pensé en la manera de hacerlo. Me haría con una botella de contrabando. El muchacho de la tienda me había dicho dónde me lo podían vender. Después pasaría por el parque de bomberos como por casualidad, y le hablaría en cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que el viejo Zadok era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas seguidas.

Me resultó fácil —aunque no barato— hacerme con un cuarto de botella de whisky en la trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza, en Eliot Street. El tipo que me despachó tenía la misma «pinta de Innsmouth» que los demás, aunque fue muy amable a su modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros —carreteros, compradores de oro y gentes así— que estaban de paso en el pueblo.

Al llegar a la plaza vi que estaba de suerte: por la esquina del Gilman House, surgiendo de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Zadok Allen. Como tenía pensado, atraje su atención ostentando la botella. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un lugar solitario, que el viejo me seguía con paso torpe.

Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y abandonado que había visto antes, al sur del barrio del puerto, donde no se veían más seres vivientes que los pescadores, allá lejos. Crucé unas pocas manzanas más y perdí de vista incluso a estos testigos remotos. Llegué, por fin, a un embarcadero abandonado, realmente solitario. Allí podía interrogar a mis anchas al viejo Zadok sin que nadie nos viera. Antes de llegar a Main Street, oí un «¡eh, señor! » débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara un buen trago.

Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre fachadas ruinosas y torcidas. Pronto me di cuenta de que el viejo no soltaba la lengua tan pronto como yo había supuesto. Finalmente llegamos a un solar invadido de yerba, rodeado de unas tapias desmoronadas, excepto por donde daba a un muelle cubierto de algas. Las rocas musgosas, junto al agua, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo de miradas indiscretas, oculto por un malecón en ruinas que teníamos atrás. Pensé que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así que conduje allí a mi compañero, y tomamos asiento en las rocas. El ambiente era de abandono y de muerte; el olor a pescado resultaba insufrible, pero nada me haría desistir de mi propósito.

Tenía unas cuatro horas por delante, si quería coger el autobús de las ocho para Arkham. Le pasé otro poco la botella al viejo y, mientras, me dispuse a tomar mi escasa comida. Procuré que el viejo no bebiera demasiado porque no deseaba que su locuacidad se convirtiera en sopor. Al cabo de una hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque para desilusión mía, continuó soslayando mis preguntas sobre Innsmouth y su tenebroso pasado. Se limitaba a hablar de temas generales, poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad periodística y una marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los campesinos.

Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que el cuarto de whisky no iba a ser suficiente. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano tomaron un derrotero que al instante despertó mi interés. Yo estaba de espaldas a esa mar cargada de olor de pescado, pero el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con la línea baja y distante del Arrecife del Diablo, que en aquella hora aparecía con claridad y casi fascinante, por encima de las olas. La visión pareció disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me cogió de la solapa, y empezó a hablar en voz muy baja:

—Ahí empezó todo… en este maldito lugar. De ahí viene todo lo malo, de las aguas profundas. Para mí que es la boca del infierno… No hay sonda, por larga que sea, que llegue hasta el fondo. El capitán Obed fue quien tuvo la culpa… Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en tratos con ciertas gentes de los Mares del Sur.

»Todo andaba mal en aquellos tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los corsarios mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1812. Otros naufragaron, como los del bergantín Elizy y el lanchón Ranger, que eran de Gilman los dos. Obed Marsh tenía una flota de tres barcos: el bergantín Columby, el Hetty, y la corbeta Sumatra Queen. Fue el único que siguió con el tráfico de las Indias Orientales y el Pacífico, aparte la goleta Malary Bride, de Esdras Martin, que hizo una salida el año veintiocho.

»Nunca ha habido otro como el capitán Obed… ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses mejores, que las divinidades de las Indias proporcionaban pescado a cambio de los sacrificios, y que ésos sí que escuchaban las plegarias de las gentes.

»Matt Eliot, su mejor amigo, también hablaba bastante, también. Sólo que incitaba a las gentes a hacer herejías de paganos. Según decía, había una isla al este de Othaheite con una gran cantidad de ruinas de piedra, más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como la Ponapé de las Carolinas, sólo que con unos rostros esculpidos como los de la isla de Pascua. Allí cerca había también un islote volcánico, donde existían unas ruinas completamente estropeadas, como si hubieran estado mucho tiempo bajo el agua, y representaban unos monstruos espantosos.

»Pues bien, señor, Matt les decía a las gentes que los nativos aquellos tenían todo el pescado que les cabía a bordo, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué especie de oro, con motivos labrados imitando los seres monstruosos esculpidos en las ruinas del islote. Eran como ranas que parecían peces o peces que parecían ranas, y estaban en todas las posturas talmente como seres humanos. Nadie sabía de dónde habían sacado aquellos tesoros ni cómo se las arreglaban para pescar tanto, cuando en las islas vecinas apenas se sacaba para malvivir. Conque Matt también se extrañó, lo mismo que el capitán Obed. Y éste observó, además, que cada año desaparecía la flor de la juventud, y que no se veían viejos. A la vez empezó a notar que algunos tipos tenían un aspecto demasiado raro, aun para ser canacos.

»Por último, Obed descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero empezó comprándoles los objetos de oro que usaban. Les preguntó de dónde los sacaban y si había más, y finalmente le sacó toda la verdad al viejo jefe. Walakea se llamaba. Otro que no fuera Obed, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el capitán leía en los ojos de las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que usted tampoco… aunque ahora que me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Obed».

La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su acento era tan sincero y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que una fantasía de borracho.

»Pues bien, señor; Obed se enteró de cosas de las que mucha gente no a oído hablar de la vida… ni las creería nadie si las oyera. Parece que estos canacos sacrificaban montones de muchachos y muchachas a una especie de divinidades que vivían bajo la mar, y obtenían toda clase de favores a cambio. Se reunían con aquellos seres en el islote, entre las extrañas ruinas, y parece que las imágenes monstruosas de peces-ranas estaban copiadas de aquellos seres. Seguramente eran esas bestias que salen en todos los cuentos de sirenas y cosas por el estilo. Tenían muchas ciudades en el fondo, y la propia isla había salido de las profundidades. Parece que, cuando el islote salió a la superficie, todavía quedaban algunos de estos seres vivos entre las ruinas, y los canacos se dieron cuenta de que debía haber muchos más en el fondo del océano. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron finalmente a un acuerdo.

»A esos seres les gustaban los sacrificios humanos. Hacía mucho habían subido también a la superficie y habían hecho sacrificios, pero finalmente habían perdido contacto con el mundo de arriba. Sabe Dios lo que harían con las víctimas; me figuro que Obed prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados. Así que, dos veces al año, entregaban cierto número de jóvenes a los seres de la mar: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. También les daban algunas baratijas talladas que sabían hacer. A cambio, las bestias marinas se comprometían a darles grandes cantidades de pescado y ciertos objetos de oro macizo.

»Pues como digo, los nativos se reunían con esos seres en el islote volcánico… Iban en canoas con las víctimas y demás, y regresaban con las joyas de oro que les entregaban. Al principio, los seres aquellos no querían ir a la isla grande, pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que les apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, podían vivir dentro o fuera del agua. O sea, que eran anfibios, como decimos nosotros. Los canacos les advirtieron que los habitantes de las demás islas los matarían si se enteraban de que estaban allí, pero ellos dijeron que no se preocuparan, que tenían poderes suficientes para destruir a toda la raza humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos llamaban ’Primordiales’. Pero como no querían líos, se ocultaban cuando alguien visitaba la isla.

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