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la mañana siguiente, poco antes de las diez, tomé la maleta y me situé ante la Droguería Hammond, en la Plaza del Mercado, a esperar el autobús de Innsmouth. Cuando ya faltaba poco para llegar, observé que los paseantes se alejaban de la parada. El empleado de la estación no había exagerado la repugnancia que sentían en la localidad por los habitantes de Innsmouth. Al poco tiempo apareció, retemblando por State Street, un coche de línea bastante viejo, pintado de verde sucio. Dio la vuelta y frenó al lado de donde yo estaba. En seguida me di cuenta de que era el que yo esperaba. Encima del parabrisas se adivinaba el casi ilegible cartel: Arkham-Innsmouth-Newb…port.
Sólo venían tres pasajeros, tres hombres más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de semblante hosco. Cuando el vehículo se detuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y desmañado, echaron a andar en silencio por State Street, casi de manera furtiva. El conductor bajó también del coche y le vi desaparecer en el interior de la droguería. «Este debe ser el tal Joe Sargent que mencionó el empleado de la estación», pensé, y antes de reparar en ningún detalle, sentí que me embargaba como una oleada de instintiva aversión, tan incontenible como inexplicable. De pronto, me pareció muy natural que la gente de la localidad no deseara subir a semejante autobús ni visitar la población donde vivía aquella chusma.
Cuando volvió a salir de la droguería, me fijé más en él y traté de descubrir el motivo por el que me había causado tan mala impresión. Era un hombre flaco, de hombros caídos y uno setenta de estatura o tal vez menos. Llevaba un traje azul raído y una deshilachada gorra de golf. Debía tener unos treinta y cinco años, aunque las dos arrugas que le surcaban el cuello a ambos lados le hacían parecer más viejo, si no se fijaba uno en su rostro inexpresivo y apagado. Tenía la cabeza estrecha y unos ojos saltones de color azul claro que no pestañeaban; su barbilla y su frente eran deprimidas, y tenía unas orejas más bien rudimentarias y atrofiadas. Sus labios eran grandes y abultados; sus mejillas, cubiertas de poros abiertos y de costras, daban la sensación de carecer casi totalmente de barba, aparte algunos pelos amarillos tan irregularmente repartidos por la cara, que junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa parecían calvas producidas por alguna enfermedad. Sus manos enormes, surcadas de venas, eran de un increíble gris azulado; tenía los dedos sorprendentemente cortos y desproporcionados, como encogidos hacia adentro de sus tremendas palmas. Al dirigirse hacia el autobús, noté su forma de bamboleante de andar. Sus pies eran igualmente desmesurados, y cuanto más se los miraba, más difícil me parecía que pudiera encontrar zapatos a su medida.
La mugre que llevaba encima lo hacía más repugnante aún. Sin duda trabajaba o haraganeaba por los muelles pesqueros, a juzgar por el olor que traía consigo. Era imposible averiguar qué mezcla de sangres habría en sus venas. Sus rasgos no parecían asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros. Sin embargo, más que una característica racial, aquellos rasgos me parecían una degeneración biológica.
Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta de que no había ningún otro pasajero en el autobús. No me gustó la idea de viajar solo con semejante conductor. Pero se acercaba la hora de salida, y tuve que decidirme. Subí al coche, le tendí un dólar y dije escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me devolvía cuarenta centavos, pero no dijo nada. Me senté detrás de él, junto a una ventanilla, para poder contemplar la costa durante el viaje.
Por fin arrancó el cacharro de una sacudida y pronto dejó atrás los viejos edificios de State Street, retemblando estrepitosamente y soltando un humo espeso por el tubo de escape. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirar al autobús… o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por High Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona.
Era un día de calor y de sol. El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía el agua azul y la raya arenosa de Plum Island. Después de desviarnos de la carretera general que seguía a Rowley e Ipswich, tomamos un camino que siguió bordeando el litoral. No se veían casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que, cuando la marca estaba alta, contribuían a aislar aún más la región.
De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergían de la arena. Recordé que en uno de los libros de historia que había manejado se decía que, anteriormente, aquella había sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a raíz de la epidemia que había asolado la ciudad de Innsmouth en 1846, pero la gente lo había achacado a ciertos poderes malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba en la absurda tala de toda la arboleda cercana a la playa, que había privado al suelo de su mejor protección contra la arena que ahora lo invadía todo.
Finalmente, perdimos de vista Plum Island y apareció la inmensa extensión del Atlántico a nuestra izquierda. El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada.
Experimenté una sensación extraña al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotros, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. El olor a mar nos llegaba cargado de aromas presagiosos. La espalda encorvada y rígida del conductor y su cráneo grotesco se me antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás tenía la cabeza casi tan despoblada de pelo como su cara. Apenas le crecían unas pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y grisácea.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del valle donde el Manuxet desembocaba en el mar, justo al norte de una larga muralla de acantilados que culmina en Kingston Head y tuerce después hacia Cape Ann. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Innsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el azul de la mar. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. Había algunas casas grandes de estilo georgiano, con tejados de cuatro aguas, cúpulas y galerías acristaladas. La mayoría de ellas estaban lejos de la mar, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de yerba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rowley y a Ipswich.
El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio marinero, junto a los muelles. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica. El puerto, invadido por los bancos de arena, estaba protegido por un antiguo espigón de piedra, sobre el que se distinguían las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la punta del espigón se veían los cimientos circulares de un faro derruido. En el puerto se había formado una lengua de arena sobre la cual había unas chozas miserables, algunos botes amarrados y unas cuantas nasas diseminadas. El único sitio en que parecía haber profundidad era donde el río, una vez pasado el edificio de la torre blanca, daba la vuelta hacia el sur y vertía sus aguas en el océano, al otro lado del espigón.
Los muelles de embarque estaban podridos de un extremo a otro. Los más ruinosos eran los de la parte sur. Y allá lejos, mar adentro, pese a la marca alta, pude distinguir una raya larga y negra que apenas afloraba del agua y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Arrecife del Diablo. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un inmenso malestar.
No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las conchas y el pescado estropeado. Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines yermos y sacaban almejas en la orilla, siempre en medio de un penetrante olor a pescado. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la yerba. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Casi todos tenían los mismos rasgos faciales y los mismos gestos, cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable. Por un instante me pareció que aquellos rasgos me recordaban algún cuadro visto anteriormente, en circunstancias excepcionalmente horribles. Pero este pseudo-recuerdo fue muy fugaz.
Al llegar el autobús a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oír el murmullo monótono de una cascada en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un olor nauseabundo e insoportable de pescado.
No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salían a la izquierda en dirección de la costa estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un cascado automóvil detenido junto al bordillo… El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas —edificios de madera y ladrillo de principios del siglo XIX— se veía que todavía estaban en condiciones. Fascinado por el interés de cuanto veía, me olvidé del olor repugnante y de la sensación opresiva que había experimentado al principio.
Pero no había de llegar yo a mi punto de destino sin recibir otra impresión tremendamente desagradable. El autobús desembocó en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco en tiempos atrás, estaba ahora gris y desconchada. Las letras doradas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Orden Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de la antigua logia masónica, actualmente consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana rajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de Innsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre carecía de manillas, pero sabía que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte el conductor, que veía dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta de que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una extraña indumentaria, adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon había decidido modificar el ritual de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la alta tiara que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Tilton me había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de aspecto repelente se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en un plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A mi derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era Gilman House.