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Authors: Maxwell Grant

Tags: #Misterio, Crimen, Pulp

La Sombra Viviente (9 page)

BOOK: La Sombra Viviente
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—Sí.

—¿Tiene alguna duda?

—Ninguna.

El señor Arma se puso en pie.

—Una última advertencia —dijo—, condúzcase inteligentemente. Haga ver que contrae amistades, pero evite los amigos. —Y el agente tendió la mano al joven, que se puso en pie para marcharse.

Aquella tarde a última hora, Harry Vincent subió al tren con un billete de ida a Holmwood, en el bolsillo.

CAPÍTULO XII
HABLAN DOS DETECTIVES

Mientras el tren que conducía a Vincent marchaba a toda velocidad hacia su destino, dos hombres hablaban en uno de los despachos de la jefatura Superior de Policía. Habían terminado ya su trabajo y en aquellos momentos estaban enfrascados en una discusión que para ellos era de gran importancia.

Uno de ellos llevaba, indudablemente, muchos años en el servicio. Era alto, fornido, de aspecto autoritario. Sus grises cabellos le prestaban una gran dignidad y su rostro, aunque regordete, era el de un intelectual, a la vez que el de un hombre de acción.

El otro era más bien bajo, y sus negros cabellos y anguloso rostro hablaban de procedencia hispánica. Su aspecto recordaba ligeramente al habitual de los agentes de policía, pero sus oscuros ojos y finos labios denotaban inteligencia y rapidez de observación, dones que no siempre acompañan a los policías neoyorquinos.

—Es un caso difícil, Cardona —dijo el hombre de los cabellos grises, tabaleando suavemente sobre la mesa.

El español se encogió de hombros. Estaba de pie, mirando fijamente a su compañero. Este levantó la vista como esperando algún comentario o réplica, y al no obtenerlo, murmuró de nuevo:

—Un caso difícil.

—Ya he tenido otros, antes de éste —dijo, al fin, Cardona—. Algunos los he resuelto, en otros he fracasado. Pero recuerde —y la voz del agente se hizo muy significativa— que este asunto tiene tanto interés para el inspector John Malone como para José Cardona.

El otro policía miró, retadoramente al español, como si le pidiera una explicación, pero, por último, rompió en una áspera carcajada.

—Creo que tienes razón, José —dijo.

—Sí, ya sabe usted que tengo razón —replicó Cardona—. Y también sabe por qué la tengo.

—¿Por qué? Explícate.

—Porque usted está muy alto, y si fracasamos será el primero en sufrir las consecuencias.

—¿Y tú?

—Yo no tengo ninguna responsabilidad, usted sí.

—Pero si yo caigo, tú…

—Yo no caeré; yo soy del montón y en el montón nadie se fija. Pero usted me necesita para triunfar, soy el único que puede ayudarle, el único que ha desplegado cierta actividad. Sin mí no haría usted nada.

—Quizás tengas razón, José.

—Ya lo creo que la tengo. Y lo sabe usted muy bien, Malone.

—Pero en este caso no has conseguido aun casi nada.

—Claro que no, señor Malone. Pero éste es un caso difícil, lo ha dicho usted mismo.

El inspector lanzó un gruñido.

—Si aquel bandido hubiese tenido, siquiera, la decencia de emplear su propio revólver en lugar de coger el que había en la caja de caudales… Bueno, por lo menos tendríamos una pista.

—Quizás no tenía arma propia.

—No es probable.

Los dos hombres permanecieron silenciosos unos instantes. Malone reemprendió su monótono tabaleo. Cardona permaneció inmóvil.

—¿Se ha vigilado a los criados? —preguntó, al fin, Malone.

—Sí —replicó Cardona.

—¿Y qué hay del secretario… de ese Burgess? No parece tan seguro, como al principio, respecto al criminal. Menos mal que tenemos al viejo Bingham y en cuanto agarremos a nuestro hombre será el primero en acusarle. En él tenemos a nuestro principal testigo de cargo. Con su declaración enviaremos al asesino a la silla eléctrica.

—Pero antes es necesario detenerlo —observó el español.

Una sombra se proyectó sobre la mesa de Malone. El inspector levantó la vista.

—Hola, Fritz —dijo en tono indulgente—. Empiezas pronto la limpieza hoy, ¿eh?

El alto conserje dirigió una apagada mirada a Malone, y contestó:

—Ya.

—Has conseguido el mejor empleo de la ciudad, Fritz. ¿Lo sabes?

—Ya.

Cardona rió con risa seca, sin curvar los labios.

—Ya —repitió burlonamente—. Esta es la única palabra que te he oído desde que te conozco, Fritz. Y otra cosa, amigo. Estás muy pálido esta noche. Me parece que haces poco ejercicio.

—Ya.

El español se encogió de hombros y miró a Malone.

—No creo que Fritz entienda gran cosa de lo que hablamos, José —dijo el inspector—. No importa que permanezca aquí.

El conserje dedicó su atención al cubo y a la bayeta y los dos policías no se preocuparon ya más de él.

—Tú eres bastante inteligente, José —dijo el inspector.

—Ya lo sé.

—Pero hay muchos que no lo son.

—Desde luego. Por eso somos tan útiles los listos.

—Bueno, dejémonos de tonterías. Tú sabes perfectamente que estamos metidos en un berenjenal.

—Esa es la palabra apropiada.

—Este asunto requiere cierto trabajo mental.

—¿Cómo?

—Óyeme, José. Detrás de todo esto hay un cerebro privilegiado. Antes del asesinato de Laidlow ha habido otros dos pequeños robos. No hicieron mucho ruido porque se trataba de cosas de poca importancia, pero lo cierto es que aun no hemos cogido a los culpables.

—Tampoco hemos echado sobre ellos nuestros mejores sabuesos.

—Ya lo sé. Pero hay algo que me hace suponer que están ligados al crimen que nos ocupa. Este fue el verdadero golpe, los anteriores fueron simples experimentos.

—Pero lo de Laidlow fue un asesinato.

—Sí; pero no fue un asesinato premeditado. El ladrón…

—Óigame, Malone, usted ha estado en el cine.

—¿Por qué?

—Por esa idea que tiene del ladrón genial. No hay tal ladrón. Sólo existe un grupo de ladronzuelos que infectan la ciudad.

La sombra del conserje volvió a proyectarse sobre la mesa.

—Apártese de la luz, Fritz —gruñó el inspector.

El conserje atravesó la habitación llevando en las manos el cubo y la escoba.

El inspector siguió hablando:

—No estoy de acuerdo contigo, José, me aferro a mi opinión.

—Y yo a la mía.

—Debes cambiarla.

—¿Por qué?

—Porque hay que enfocar el asunto desde otro punto. Debes ver el caso este como algo complicado. Ante todo, ¿qué crees tú que ha sido de las joyas?

—Las habrá vendido. Seguramente eso nos proporcionará una pista.

—Tampoco lo creo, José. ¿Qué hay de esos otros robos de joyas? No se ha sabido nada de ellas. Los ladrones emplean un nuevo sistema para deshacerse del fruto de robo. Por eso no se ha encontrado ninguna en los sitios donde antes íbamos a buscarlas.

El español movió la cabeza.

—No estoy de acuerdo con usted, Inspector. ¿Cómo van a deshacerse de una cosa tan engorrosa de vender como las piedras preciosas, sin recurrir a los compradores habituales?

—Quizás las venden a algún chino.

El español negó de nuevo con la cabeza.

—No, señor Malone. Los ladrones no se fían de los chinos.

—Eso es lo corriente; pero tengo algunas noticias respecto a que algunos chinos compran objetos robados.

—No son más que habladurías. He investigado bastante sobre este particular, y no he descubierto absolutamente nada.

—Te habrán despistado, José. Los chinos son gente muy astuta.

El español permaneció silencioso unos instantes y, por fin, pareció aceptar la sugerencia de su superior.

—Es posible —dijo.

—Bien —continuó Malone—, si descubres alguna pista que conduzca al barrio chino, te aconsejo que no dejes de seguirla.

—Le haré caso. Si se me presenta la menor pista la seguiré hasta el fin.

—Y piensa también en lo del cerebro que dirige a esos ladrones. Puede que en realidad sean dos los jefes, o acaso más. Hace muchos años que estoy en la Policía, pero esto es algo nuevo para mí.

—Ahora que habla usted de cerebros privilegiados, me recuerda a Diamond Bert —dijo Cardona.

—Es verdad. ¿Cuál era su verdadero nombre?

—No sé. Le conocíamos todos por Diamond Bert Farwell. Se especializó en el robo de joyas, pero siempre tuvo dificultades para deshacerse de ellas. Eso fue lo que nos dio su pista.

—Quizás hay otro como él.

—No es fácil. Como Diamond Bert no hay ni habrá otro. Era muy inteligente pero a pesar de ello, nunca pudo desprenderse satisfactoriamente de lo que robaba.

—Ya lo sé.

—Murió hace cinco años. Era de buena familia, una bala perdida. Poco antes de que muriese conocí a su hermano en California, donde vivía. Creo que se alegró cuando mataron a su hermanito.

—A veces pienso que quizás no muriera.

—Si no murió de los balazos que disparamos contra su auto, debió de ahogarse cuando su coche se precipitó al río desde el puente. Pero no hay que dudarlo. Diamond Bert murió y con él desapareció el único ladrón inteligente. Sí, inspector, era lo bastante inteligente para encarnar el tipo de hombre que usted supone hay detrás de todo esto, pero ha muerto y se lo aseguro, me alegro. Si en lugar de dedicarse al robo de alhajas hubiese intentado otros negocios, habría sido un enemigo terrible.

El inspector se levantó.

—Bueno, José, será cosa de marcharnos. No dejes de trabajar. ¿Oyes?

—Descuide. Seguiré vigilando a los compradores de objetos robados y no dudo que conseguiremos algo.

—Busca también a algún hombre inteligente —dijo Malone cuando llegaban a la puerta.

—Por ejemplo, a Fritz —replicó el español, señalando al conserje que iba cumpliendo con toda lentitud sus deberes por el pasillo.

—Ni pierdas de vista a los chinos —recordó Malone.

—No se preocupe, que si descubro alguna pista que merezca la pena la seguiré.

Los dos policías pasaron frente al conserje.

—Buenas noches, Fritz.

—Ya.

La puerta de la calle se cerró tras del inspector y el agente Fritz se apoyó en la escoba y murmuró lentamente:

—¡Diamond Bert! ¡Diamond Bert Farwell, muerto!

Guardó la escoba, el cubo y la bayeta en un armario embutido en la pared y destinado a aquel uso. Luego dirigióse por el pasillo hacía una puerta bastante alejada de la que habían utilizado el inspector y su compañero.

En el momento de abrirla, una carcajada resonó en el pasillo; una carcajada que hubiera asombrado al inspector Malone y al agente Cardona, si hubiesen estado aún en la jefatura.

CAPÍTULO XIII
EL PRIMO DE LOO CHOY

El tiempo transcurre muy lentamente en el barrio chino. En las calles de lo que se podría llamar línea fronteriza, que era donde estaba emplazado el almacén de Wang Foo, reinaba muy poca animación. Los pocos transeúntes eran, en su mayoría, chinos; y el resto algunos harapientos ejemplares de la especie norteamericana. De cuando en cuando, un taxi que venía de las más concurridas calles de Nueva York rompía el silencio con el ruido de su claxon o los chirriantes frenos, pero inmediatamente todo volvía a quedar en calma frente al almacén de Wang Foo.

La casa parecía sumida en el más completo silencio. Hacía días que ningún cliente entraba en ella. Las ventanas estaban muy sucias; los montones de cajas de té no disminuían de tamaño.

Wang Foo era un próspero mercader de té, todo el mundo lo sabía… Sin embargo, los chinos pueden prosperar en los negocios sin necesidad de la actividad de los blancos.

Un día un vendedor de periódicos se instaló frente a la tienda de Wang Foo.

El sitio no era muy a propósito para realizar buenos negocios, aunque el vendedor debió considerarlo bueno, pues permaneció en él todo el día y hasta entró en la tienda a ofrecer los diarios y revistas que llevaba, pero después de recibir una vigorosa negativa de Loo Choy, el chino encargado del mostrador, no volvió a entrar.

Al parecer, los gritos del vendedor de periódicos produjeron un gran efecto en los clientes de Wang Foo, pues durante aquel día ni uno solo entró en el establecimiento.

Aquel vendedor era demasiado viejo para la profesión que desempeñaba. Al día siguiente volvió a vocear sus periódicos frente al almacén de Wang Foo pero, a media mañana, convencido sin duda de la inutilidad de sus esfuerzos, se marchó para no regresar más.

Al otro día, un infeliz tullido auténtico, sin ninguna duda, como lo atestiguaba el muñón que mostraba a la piedad pública, se instaló frente a la tienda de té. Pero la Caridad no había visitado nunca a los vecinos de aquella calle. El platillo del desgraciado mostraba a la noche las mismas monedas que su propietario colocó en él como cebo, al situarse en su puesto.

Dos días acudió al lugar hasta que, por fin, comprendiendo que si alguna vez había allí dinero para limosnas lo habrían recogido ya otros. Se marchó y no reapareció más por allí.

También debió de contribuir a su marcha el desolado aspecto de la tienda, siempre desierta, y en la cual, al hacerse de noche, nunca brillaba ninguna luz. Si alguien vivía en ella, indudablemente ocupaba las habitaciones interiores, pues las ventanas de la fachada jamás mostraban tras los sucios cristales una sombra indicadora de que alguna persona sentía curiosidad por lo que ocurría en la calle.

Por fin, una noche, famosa sin duda en los anales del establecimiento, un chino entró en él, y aunque no entraba a comprar, el suceso establecía un precedente satisfactorio para las polvorientas cajas de té, hartas ya de ver siempre ante sí la cara de Loo Choy. El recién llegado era un amigo del dependiente que, a pesar de no salir nunca de la tienda, tenía amigos y hasta primos, que éste era en realidad el lazo familiar que existía entre los dos orientales que se contemplaban sonriendo interiormente, ya que ningún digno hijo del Celeste Imperio deja, sin deshonrarse, que una sonrisa alegre su rostro.

Los dos parientes deseaban hablar, principalmente Loo Choy, que aquella noche sentía irresistibles deseos de exponer sus penas y preocupaciones, pues aunque chino, las tenía lo mismo que un hombre blanco. Loo Choy, decididamente, se estaba degenerando.

Tan enfrascado estaba en la conversación que no opuso ningún reparo al borracho que se metió en la tienda y fue a tumbarse contra un montón de cajas de té. El empleado debió de pensar que afuera hacía frío y que el infeliz llevaba solamente la ropa más precisa; además su presencia en el almacén no podía causar ningún daño, sobre todo no entendiendo el idioma de Confucio.

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