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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (21 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—¡Ya se lo había dicho, monsieur Chabanais! ¡Dese prisa!

Cogí la mano de
maman y
me juré a mí mismo que a partir de entonces le devolvería siempre las llamadas. Me quedé mirando la pierna inmovilizada, que reposaba sobre la cama.

—¿Te duele?

Sacudió la cabeza.

—Ya estoy mejor. Me han dado un calmante. Pero ahora me caigo de sueño.

—Pero ¿qué te ha pasado?

—¡Ay, ya sabes, en diciembre ponen unos adornos tan bonitos en Lafayette…! —Me miró con ojos resplandecientes—. Y pensé que podía ir a verlos, tomar algo para comer y hacer ya algunas compras de Navidad. Y entonces, no sé cómo, me enredé con todas las bolsas en las escaleras mecánicas y me caí. ¡Fue todo tan rápido…!

—Dios mío, ¡podía haberte pasado cualquier cosa!

Ella asintió.

—Tengo un buen ángel de la guarda.

Mi mirada se posó sobre un par de zapatos con un elegante tacón no precisamente bajo que estaban en el estrecho armario junto a la cama.

—¿No llevarías puestos
esos
zapatos?

Maman
guardó silencio.


Maman
, es invierno, cualquier persona sensata lleva unos zapatos
seguros
, ¿y tú te vas a hacer las compras de Navidad con tacones? ¿Y en la escalera mecánica…?

Me miró con cara de culpabilidad. Ya habíamos tenido otras veces esta discusión acerca de los zapatos
seguros
y, como yo siempre le decía, más
adecuados a su edad
, pero ella no quería oír hablar de eso.

—Dios mío,
maman
, eres una mujer mayor. Debes tener más cuidado, ¿sabes?

—No me gustan esos zapatos de abuela —gruñó—. Tal vez sea vieja, pero todavía tengo unas piernas bonitas, ¿o no?

Sonreí y sacudí la cabeza.
Maman
siempre había estado muy orgullosa de sus bien torneadas piernas. Y a sus setenta y cuatro años seguía siendo todavía bastante presumida.

—Sí, claro que las tienes —dije yo—. Pero rotas no te sirven de nada.

Me quedé dos horas con ella, le compré fruta, zumos, un par de revistas y un pequeño neceser con algunas cosas de aseo, y luego volví a Éditions Opale para recoger mis papeles.

Eran ya las cinco y media y no merecía la pena pasar por casa. Así que decidí ir directamente de la editorial a la librería. Madame Petit ya se había marchado cuando yo llegué, pero en el último momento, iba a apagar la luz, descubrí una pequeña nota suya que había pegado en mi lámpara.

«¿Qué tal está su madre?», ponía en la nota. Y debajo: «Una tal Aurélie Bredin le pide que la llame».

Hoy me pregunto si en ese momento no deberían haber saltado todas las alarmas en mi mente. Pero no percibí la señal.

La pequeña librería de la Île Saint-Louis estaba llena hasta los topes. Yo me encontraba con Pascal Fermier, el propietario de pelo gris de la Librairie Capricorne, en una especie de pequeña cocina y espiaba a través de la cortina verde oscuro que separaba la trastienda del resto de la librería. A mi lado se amontonaban en el suelo los catálogos de todas las editoriales posibles. En los estantes que había sobre una pila se veían algunas tazas de café y unos platos. Las cajas de cartón apiladas llegaban hasta el techo; debajo se oía el zumbido de una nevera.

Robert Miller, alias Sam Goldberg, estaba a mi lado y sujetaba con fuerza una copa de vino.


How lovely!
—había exclamado una hora antes al entrar en la encantadora librería de monsieur Fermier. Pero ahora estaba algo nervioso y ya apenas hablaba. Abría una y otra vez el libro por las páginas que yo le había marcado con pequeños papeles rojos.

—Enhorabuena. —Me volví hacia el viejo librero—. La librería está llena.

Fermier asintió y su bondadosa cara resplandeció.

—El libro de monsieur Miller se ha vendido todo el tiempo muy bien —dijo—. Y cuando la semana pasada colgué en el escaparate el cartel anunciando la lectura muchas personas del barrio mostraron interés y reservaron sitio. Pero no me esperaba que fuera a venir tanta gente. —Se volvió hacia Sam, que nos miraba muy concentrado—. Tiene usted muchos fans, mister Miller —dijo—. Es estupendo que haya podido venir.

Atravesó la cortina, sonrió a los ocupantes de las sillas colocadas en filas y se dirigió a una pequeña mesa de madera que estaba algo elevada en la parte posterior de la sala. En la mesa había un micrófono, al lado un vaso y una botella de agua. Detrás, una silla.

—Allá vamos —dije a Sam—. No tengas miedo, yo estaré cerca. —Le señalé una segunda silla que había junto a la tarima.

Sam carraspeó.

—Espero no
haser
nada mal.

—Seguro que no —dije mientras monsieur Fermier daba unos golpecitos en el micrófono. Le apreté el brazo—. ¡Y gracias de nuevo!

Luego atravesé yo también la cortina y me situé al lado de monsieur Fermier, que en ese momento agarraba el micrófono con una mano. El librero esperó a que cesaran los cuchicheos y los ruidos de las sillas, y luego dio la bienvenida a los presentes en pocas palabras y me pasó el micrófono. Le di las gracias y miré al público.

En la primera fila estaba media editorial. Habían ido todos los editores. Madame Petit estaba sentada en su silla como en un trono, con su vistoso caftán, y en ese momento le decía algo a Adam Goldberg. Jean-Paul Monsignac, esta vez con pajarita, había tomado asiento junto a Florence Mirabeau, que parecía casi tan nerviosa como Sam Goldberg. Era la primera vez que asistía a una lectura.

Y al fondo, como una reina y sumamente satisfecha, Michelle Auteuil, de negro como siempre, junto a los fotógrafos.

—Es realmente encantador su Miller, se ha ganado a los periodistas —me había dicho de pasada cuando entré en la librería.

—Señoras y señores —empecé—, me gustaría presentarles hoy a un autor que ha hecho de nuestra bella ciudad el escenario de su maravillosa novela. En realidad, podría haberse quedado cómodamente sentado junto a la chimenea de su
cottage
inglés, pero no ha dudado en venir hoy aquí a leer unos pasajes de su libro para nosotros. Su novela se titula
La sonrisa de las mujeres
, pero podría haberse llamado también
Un inglés en París
, pues trata de lo que ocurre cuando un inglés debe trabajar en París para una conocida marca de coches inglesa, y aún más, de lo que ocurre cuando un inglés se enamora de una mujer francesa. Saluden conmigo a… ¡Robert Miller!

El público aplaudió y observó con expectación al hombre delgado y ágil, vestido con camisa y chaleco, que hizo una leve reverencia y luego tomó asiento tras la mesa.

—Muy bien —dijo Robert Miller, y se reclinó en su silla sonriendo—. En mi
cottage
se está muy bien, pero tengo que decir que aquí también estoy muy a
justo
. —Ésas fueron sus primeras palabras.

Se oyeron algunas risas bienintencionadas entre el público.

—En realidad —continuó Robert Miller, envalentonado—, esta librería es como… eh… como el cuarto de estar de mi casa, aunque yo no tengo tantos libros. —Miró alrededor—.
Wow!
—exclamó—. ¡Esto es realmente
sexy
!

Yo no sabía qué podía tener de
sexy
una librería —¿era eso el humor inglés?—, pero al público le hizo gracia.


Any way
. Me gustaría darles las gracias por haber venido. Por desgracia, no
haplo
francés tan bien como ustedes, pero tampoco tan mal como un
inglis
.

Nuevas risas.

—Así que —dijo Robert Miller abriendo mi libro—, vamos a empezar.

Fue una lectura muy entretenida. El hermano de Adam, animado por la reacción de sus fans, fue ganando confianza. Leyó, se trabucó a su graciosa manera, soltó algunos chistes, y los oyentes estaban encantados. Tengo que admitir que ni siquiera yo habría podido hacerlo mejor.

Al final hubo grandes aplausos. Miré a Adam, que asintió con un gesto de complicidad y colocó el pulgar hacia arriba. Monsieur Monsignac aplaudía muy contento y le dijo algo a mademoiselle Mirabeau, que durante toda la lectura había estado pendiente de los labios del autor. Luego vinieron las primeras preguntas por parte del público, que nuestro autor contestó con valentía. Pero cuando una atractiva rubia de la quinta fila le preguntó por su nueva novela, se apartó de nuestro guión.

—¡Oh, sí!
Claro
que habrá una nueva novela, ya casi está terminada —dijo encantado de conocerse y olvidando por un momento que en realidad él no era ningún escritor.

—¿De qué trata su nueva novela, monsieur Miller? ¿La acción tiene lugar también en París?

El autor asintió.

—¡Sí, naturalmente! Adoro esta bella ciudad. Y esta vez mi protagonista es un dentista inglés que durante un congreso se enamora de una bailarina francesa del Moulin Rouge —se inventó.

Carraspeé para hacerle una señal de advertencia. Probablemente le había servido de inspiración su salida nocturna por París.

Miller me miró.


Well
, no debo
despelar
nada más, si no, mi
editor
me va a regañar y nadie comprará mi nuevo libro —dijo con toda tranquilidad.

Monsieur Monsignac soltó una risotada y otros muchos hicieron lo mismo. Yo me removí nervioso en la silla e intenté reírme también. Hasta entonces todo había marchado bien, pero ya era hora de que el dentista fuera acabando. Me puse de pie.

—¿Cómo es que se ha dejado barba, mister Miller? ¿Tiene algo que ocultar? —gritó desde muy atrás una indiscreta chica con coleta, y luego se echó a reír junto con sus amigas.

Miller se pasó la mano por su poblada barba rubia.

—Bueno, usted es todavía muy
young
, mademoiselle —contestó—. Si no, sabría que a ningún hombre le gusta verse en los carteles. Pero… —Hizo una pequeña pausa artificial—. Si se refiere a si estoy en el
Secret Service
, lamento decepcionarla. La cosa es mucho más sencilla… Antes tenía una estupenda… —Hizo una pausa y contuvo la respiración. ¿No iría a hablar ahora de su mujer?—. Una estupenda maquinilla de afeitar —continuó, y respiré aliviado—. Y de pronto un día se rompió.

Todos se rieron. Me acerqué a Miller y le estreché la mano.

—Ha estado muy bien, muchas gracias, Robert Miller —dije en voz alta, y me dirigí al público, que aplaudía con frenesí—. Si nadie tiene ninguna pregunta más, el autor firmará sus libros con mucho gusto.

Los aplausos se fueron apagando y los primeros clientes se pusieron de pie para ir hacia delante cuando, de pronto, una voz clara, algo jadeante, se alzó por encima del barullo.

—Yo tengo una pregunta, por favor —dijo la voz, y mi corazón dejó de latir durante un instante.

A la izquierda, muy cerca de la entrada, estaba mademoiselle Aurélie Bredin.

A lo largo de mi vida he moderado muchas lecturas de libros en librerías más grandes e importantes y con autores mucho más famosos que Robert Miller.

Pero en ninguna he sudado al final tanta sangre como aquella tarde de lunes en la pequeña Librairie Capricorne.

Aurélie Bredin estaba allí, como surgida de la nada, y al ver su vestido de terciopelo rojo y su pelo recogido comprendí el motivo al instante.

—Señor Miller, ¿se ha enamorado usted realmente de una parisina… como el protagonista de su novela? —preguntó, y su boca se frunció en una delicada sonrisa.

Robert Miller me miró un segundo con inseguridad, y yo cerré los ojos y lo dejé todo en manos de Dios.

—Bueno… eh… —Noté que el dentista vacilaba cuando volvió a mirar a la mujer del vestido rojo—. ¿Cómo le diría yo…? Las mujeres de París son sencillamente… tan… increíbles… encantadoras… es difícil resistirse… —Había recuperado la calma y mostró su sonrisa de yo-soy-sólo-un-niño-y-no-puedo-evitarlo antes de terminar la frase—. Pero me temo que sobre eso no debo hablar… soy un
gentleman, you know?

Hizo una leve reverencia y el público estalló de nuevo en aplausos, mientras monsieur Monsignac se precipitaba hacia delante para felicitar a Robert Miller y dejarse fotografiar con él.

—Venga aquí, André —me gritó moviendo la mano—. ¡Usted también tiene que salir en la foto!

Me coloqué al lado de mi exultante jefe, que pasó sus brazos por encima del hombro de Miller y el mío y me susurró:


Il est ravissant, cet Anglais!
Este inglés es fantástico.

Asentí y forcé una sonrisa para la foto mientras observaba con temor cómo la gente formaba una cola para que el autor firmara sus libros. Y al final de esa cola se situó la mujer del vestido de terciopelo rojo.

Robert Miller se sentó de nuevo y empezó a firmar libros, y yo me llevé a Adam a un lado.


Mayday, mayday
—susurré nervioso.

Me miró sorprendido.

—Pero si todo ha salido muy bien.

—Adam, no me refiero a eso. ¡Ella está aquí! —dije en voz baja, y oí cómo mi voz amenazaba con quebrarse—.
¡Ella!

Adam lo entendió al instante.

—¡Dios mío! —soltó—. ¿No será
the one and only
?

—Sí, justo ésa —dije, y le agarré del brazo—. Es la mujer del vestido de terciopelo rojo, está al final de la cola, ahí… ¿la ves? Y se va a acercar para que le firme el libro. ¡Adam, no debe hablar con tu hermano bajo ningún concepto! ¿Lo entiendes? ¡Tenemos que evitarlo!

—Está bien. Vayamos a ocupar nuestros puestos.

Cuando finalmente llegó el turno de Aurélie Bredin, que era la última de la cola, y dejó su libro sobre la mesa tras la que se encontraba sentado Robert Miller —flanqueado por Adam y por mí—, mi corazón empezó a latir a toda velocidad.

Aurélie Bredin ladeó la cabeza un instante y me lanzó una fría mirada con las cejas levantadas. Yo murmuré un «
bonsoir
», pero ella no se dignó dirigirme una sola palabra. No cabía duda de que estaba enfadada conmigo, y las pequeñas perlas en forma de gota de sus pendientes se balancearon de modo agresivo cuando giró de nuevo la cabeza. Luego se inclinó hacia Robert Miller y su gesto se alegró.

—Soy Aurélie Bredin —dijo, y yo solté un gemido apagado.

El dentista le sonrió con amabilidad sin entender nada.

—¿Tiene usted algún deseo especial? —preguntó como si tuviera mucha experiencia firmando libros.

—No. —Aurélie Bredin sacudió la cabeza y sonrió. Luego le dirigió una significativa mirada.

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