La sonrisa de las mujeres (22 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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Robert Miller, alias Sam Goldberg, sonrió a su vez, era evidente que él también se alegraba del interés que había despertado en la bella mujer del pelo recogido. Metió tripa y reflexionó un instante.

—Bueno, entonces escribiremos: «Para Aurélie Bredin con afectuosos saludos de Robert Miller», ¿le parece bien? —Se inclinó hacia delante y se concentró en la firma—. Por favor —dijo luego, y alzó la mirada.

Aurélie Bredin volvió a sonreír y cerró el libro sin mirarlo.

La mirada de Sam se detuvo un momento en la boca de ella.

—¿Puedo decirle un piropo, mademoiselle? Tiene usted unos dientes realmente
maravillosos
. —Y asintió con reconocimiento.

Ella se sonrojó y se echó a reír.

—¡Nunca me habían dicho un piropo así! —exclamó sorprendida. Y luego añadió algo que hizo que se me cayera el alma a los pies—: ¡Qué lástima que no pudiera ir a La Coupole, yo también estaba allí!

Ahora le tocaba a Sam sorprenderse. Casi se pudo ver cómo se ponía a trabajar su cerebro. No estoy muy seguro de si nuestro dentista pensó en un primer momento que La Coupole era una especie de local en el que aparecían bailarinas de largas piernas con plumas en el trasero, pero en cualquier caso miró a Aurélie Bredin con ojos vidriosos, como si intentara recordar algo, y luego dijo con cautela:

—¡Oh, sí! ¡La Coupole! Tengo que ir sin falta.
Lovely place, very lovely!

Aurélie Bredin estaba visiblemente irritada. El rosa de sus mejillas se volvió un tono más oscuro, pero insistió con un nuevo asalto.

—Recibí su carta la semana pasada, mister Miller —dijo en voz baja, y se mordisqueó el labio inferior—. Me alegré mucho de que respondiera a mi carta. —Le miró con expectación.

Aquello no figuraba en nuestro guión. A Sam Goldberg le salieron unas manchas rojas en la frente y yo empecé a sudar. Me sentía incapaz de decir una sola frase y escuché impotente cómo el dentista tartamudeaba muy apurado:


Well
… eso… fue un placer… Sí, un placer… ¿Sabe…? Yo… yo… —Buscaba palabras que no se le ocurrían.

Lancé una mirada de socorro a Adam. Él miró el reloj y se inclinó sobre su hermano.


Sorry
, mister Miller, pero tenemos que irnos —dijo—. Todavía nos queda la cena.

—Sí —intervine yo, y mi rigidez dio paso al urgente deseo de alejar al dentista de Aurélie Bredin—. Vamos a llegar
realmente
tarde.

Agarré a Sam Goldberg del brazo y le levanté de la silla.

—Lo siento, tenemos que irnos. —Dirigí un gesto de disculpa a Aurélie Bredin—. Nos están esperando.

—¡Ah, monsieur Chabanais! —dijo como si se percatara de mi presencia en ese momento—. Muchas gracias por la invitación a la lectura. —Sus ojos verdes lanzaban chispas cuando se apartó un poco para dejarnos pasar—. Encantada de haberle visto, mister Miller —dijo mientras tendía la mano a un Sam perplejo—. Espero que no olvide nuestra cita.

Volvió a sonreír y se apartó del rostro un mechón que se le había soltado. Sam la miró estupefacto.


Au revoir
, mademoiselle —respondió, y antes de que pudiera añadir nada más le arrastramos entre la gente, que ya se estaba poniendo los abrigos sin dejar de hablar.

—¿Quién… quién
es
esa mujer? —preguntó Sam en voz baja sin dejar de volver la cabeza hacia Aurélie Bredin, que permanecía en la tarima con su libro y nos siguió con la mirada hasta que abandonamos la librería.

11

Era mucho más de medianoche cuando pedí a Bernadette que llamara a un taxi. Después de la memorable lectura en la Librairie Capricorne habíamos ido a su casa a tomar una copa de vino. Y me sentó bien.

Debo admitir que me quedé un tanto perpleja al ver cómo Robert Miller se volvía a mirar por encima del hombro cuando salía a toda prisa de la librería junto con André Chabanais y otro hombre vestido con traje marrón claro.

—¿Sabes lo que no entiendo? —dijo Bernadette. Ya nos habíamos quitado los zapatos y estábamos sentadas en su enorme sofá—. Tú has escrito una carta, él ha escrito una carta, y luego se queda mirándote como si fueras una aparición, no reacciona y hace como si jamás hubiera oído tu nombre. Todo eso me resulta bastante extraño.

Asentí.

—Yo tampoco me lo explico muy bien —repliqué, e intenté recordar de nuevo todos los detalles de mi breve conversación con Robert Miller—. ¿Sabes? Parecía tan… tan desconcertado. Era como si no entendiera nada. A lo mejor simplemente es que no contaba con que yo asistiera a la lectura.

Bernadette tomó un sorbo de vino y cogió unas nueces de macadamia de un cuenco.

—Hmm… —dijo, mientras masticaba pensativa—. Pero no estaba bebido, ¿no? Y ¿por qué iba a estar desconcertado? Sinceramente: es un autor, no puede sorprenderse de que asista a la lectura una mujer que encuentra su libro tan fantástico que incluso quiere invitarle a cenar.

Guardé silencio y añadí para mis adentros: una mujer que además le ha enviado una foto suya. Pero Bernadette no sabía nada de eso y yo tampoco tenía previsto contárselo.

—Cuando mencioné nuestra cita, me miró extrañado. —De pronto se me ocurrió una idea—. ¡A lo mejor estaba tan apurado porque le acompañaban los de la editorial!

—Me parece bastante improbable… Antes no se había mostrado precisamente tímido. ¡Acuérdate de cómo respondía a las preguntas!

Bernadette se quitó el pasador y sacudió su melena. Los mechones rubios brillaron a la luz de la lámpara de pie que había junto al sofá. La observé mientras se pasaba las manos por el pelo.

—¿Crees que tengo otro aspecto cuando me recojo el pelo? —pregunté.

Bernadette me miró.

—Bueno,
yo
te reconocería siempre. —Se rio—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Porque la mujer del libro que se parece a ti lleva el pelo suelto? —Se encogió de hombros y se echó hacia atrás—. ¿Mencionó él en su carta la fecha de la lectura en la librería? —preguntó.

Sacudí la cabeza.

—No, pero puede que se le pasara. Probablemente no supiera nada seguro cuando escribió la carta. Sí, es posible. —Cogí también un puñado de nueces del cuenco—. Lo que me parece realmente sorprendente es que ese tal Chabanais no me haya avisado. —Mordisqueé una nuez—. Parecía muy cortado cuando me vio aparecer de pronto.

—A lo mejor simplemente se le olvidó.

—¡Ja, olvidarlo! —contesté muy enfadada—. ¿Después de esa velada totalmente surrealista que pasamos en La Coupole a la que me había invitado
sólo
por Robert Miller? Quiero decir que él
sabía
que era importante para mí.

Apoyé la espalda en un brazo del sofá. Si no hubiera sido por Bernadette, no me habría enterado de que Robert Miller estaba en París. Pero como mi amiga vivía en la Île Saint-Louis, a menudo compraba libros al amable monsieur Chagall, que en realidad se llamaba Pascal Fermier, y aquella misma mañana había visto el cartel del escaparate.

Esa fría y soleada mañana de lunes habíamos quedado para dar un paseo por las Tullerías y lo primero que me preguntó Bernadette fue si esa tarde iba a ir a la lectura de Robert Miller y si podía acompañarme.

—Yo también quiero ver a ese escritor tan maravilloso —dijo mientras se colgaba de mi brazo.

—¿Qué? ¡No puede ser! —exclamé—. ¿Por qué no me ha dicho nada ese tipo estúpido de la editorial?

Y después de comer había ido a la Librairie Capricorne para asegurarme de que la cita era ese día. «¡Qué suerte que el restaurante cierra esta tarde!», pensé mientras subía las escaleras del metro.

Pocos minutos después empujaba la puerta de la librería en la que había entrado por primera vez unas semanas antes cuando huía de un policía preocupado por mí.

—¡Otra vez aquí! —exclamó monsieur Chagall cuando me acerqué a la caja.

Me había reconocido al instante.

—Sí —contesté—. Me gustó mucho la novela.

Me había parecido una buena señal que Robert Miller hiciera su lectura justo en la librería en la que yo había descubierto su libro.

—¿Se encuentra mejor? —me preguntó el viejo librero—. Parecía entonces tan perdida…

—Y lo estaba —respondí—. Pero han pasado muchas cosas desde entonces. Muchas cosas bonitas —añadí—. Y todo empezó con este libro.

Observé pensativa el vino rojo que se movía en mi copa.

—¿Sabes, Bernadette? Yo creo que ese tal Chabanais está loco. A veces puede ser encantador, tenías que haberle visto en La Coupole, pero otras se muestra desagradable y gruñón. O manda a su secretaria que me diga que no está.

Esa misma tarde había llamado a la editorial para quejarme a André Chabanais y comunicarle que ya había confirmado mi asistencia a la lectura, pero, por desgracia, sólo se había puesto su secretaria, que se había limitado a despacharme, y a mi pregunta de cuándo regresaría el editor me había contestado con brusquedad que esa tarde monsieur Chabanais no tenía tiempo para nada.

—Pues parece simpático —comentó Bernadette.

—Sí, es cierto —dije yo, y vi de nuevo ante mí los ojos azules del inglés que me habían mirado tan desconcertados cuando mencioné la cita frustrada en La Coupole—. Aunque ahora lleva barba.

Bernadette se echó a reír.

—Me refería a ese tal Chabanais. —Le lancé un cojín y ella lo esquivó hábilmente—. Pero el inglés tampoco está mal. Y tengo que decirte que me pareció muy gracioso.

—Sí, ¿verdad? —Me incorporé—. La lectura ha resultado muy divertida. Pero sus cumplidos son un poco raros. —Me acurruqué en los cojines del sofá—. «Tiene usted unos dientes realmente maravillosos», me ha dicho, ¿qué te parece? Si hubiera dicho «ojos» o «tiene usted una boca preciosa»… —Sacudí la cabeza—. No se le dice a una mujer que tiene unos
dientes
maravillosos.

—A lo mejor es que los hombres ingleses son diferentes —replicó Bernadette—. En cualquier caso, su actitud ante ti me pareció rara. O ese hombre tiene una memoria como un colador o, no lo sé, su mujer estaba cerca y tiene algo que ocultarle.

—Vive solo, ya lo has oído —dije—. Además, Chabanais me contó que su mujer le había abandonado.

Bernadette me miró con sus enormes ojos azul oscuro y arrugó la frente.

—Algo no encaja en todo este asunto —dijo—. Aunque a lo mejor hay una explicación muy sencilla.

Suspiré.

—Piensa un poco, Aurélie. ¿Qué dijo
exactamente
ese Miller al final? —preguntó Bernadette.

—Bueno, al final todo fue muy rápido porque Chabanais y el otro tipo tenían mucha prisa por marcharse. Le escoltaron como a un político. —Pensé un poco en aquel instante—. Tartamudeó algo así como que le habría gustado escribirme esa carta y luego dijo
au revoir
. Adiós.

—Vaya —dijo Bernadette, y vació su copa de vino.

Un poco después, sentada en el taxi mientras circulábamos por el iluminado Boulevard Saint-Germain, abrí de nuevo el libro en el que Robert Miller me había escrito su dedicatoria:

Para Aurélie Bredin con afectuosos saludos de Robert Miller
.

Pasé los dedos por encima de la firma y me quedé mirando las letras redondeadas como si fueran la clave para desvelar el misterio de Miller.

Y lo eran. Pero en ese momento no lo supe ver.

12

Siempre me ha impresionado mucho una escena de la vieja película en blanco y negro
Los niños del paraíso
. Es al final, cuando un desesperado Baptiste corre tras Garance, su gran amor, y al final la pierde entre el barullo del carnaval en la calle. Se derrumba, no puede avanzar, se ve rodeado y empujado por una multitud que ríe y baila en la que él no puede abrirse paso. Un hombre infeliz, desesperado, en medio de gente alegre que celebra una fiesta desenfadada: es una imagen que no se olvida fácilmente y que me vino a la memoria cuando, tras la lectura en público, estaba sentado con Sam Goldberg y los demás en un restaurante alsaciano que estaba cerca de la librería.

El corpulento camarero nos asignó una mesa grande al fondo del local e hizo sonar las copas y los cubiertos mientras nos acomodábamos. Todos parecían de buen humor, bebieron, bromearon… El dentista se convirtió en la estrella de la velada, y al final todos estaban contentos y alegres por el vino… menos yo, el desgraciado Baptiste, que estaba allí como un extraterrestre porque las cosas no habían ido tan bien para él.

—¡Sí que estaba enfadada, tío! —me había susurrado Adam cuando abandonamos la Librairie Capricorne mientras su hermano no paraba de preguntarnos quién era la bella mujer del vestido rojo.

Adam le había explicado que en las lecturas siempre podían aparecer fans entusiasmadas que intentaban ligar con el autor.


Wow!
—había exclamado el dentista antes de añadir que cada vez le gustaba más ser escritor—. A lo mejor debería escribir un libro de verdad, ¿qué os parece?

—¡Atrévete, por Dios! —le había dicho Adam.

Yo no dije nada y a lo largo de la tarde me fui quedando cada vez más callado.

Con Aurélie Bredin había fracasado como el amable editor André Chabanais que siempre estaba dispuesto a ayudar. Y ahora también había echado a perder al fabuloso Robert Miller.

Tras la penosa aparición de nuestro no-escritor yo ya no estaba seguro de que el atractivo de nuestro inglés no hubiera sufrido de modo significativo. «¡Oh, sí! ¡La Coupole!
Lovely place, very lovely!
». Aurélie Bredin debía de haberlo tomado por un idiota. ¡Y lo de los dientes! Sólo me quedaba confiar en que Aurélie no decidiera cancelar la cita con Robert Miller en su restaurante. En ese caso, ya no tendría ninguna oportunidad.

Me quedé mirando mi plato mientras oía a los demás a lo lejos.

Hasta Jean-Paul Monsignac, que se divertía mucho con nuestro autor, se dio cuenta. Me miró levantando su copa y me preguntó:

—¿Qué pasa, André? ¡No dice nada!

Me disculpé diciendo que me dolía la cabeza.

Me habría gustado irme a casa cuanto antes, pero tenía la sensación de que no podía perder de vista a Robert Miller.

Adam, el único con quien quería hablar, estaba sentado al otro extremo de la mesa. De vez en cuando me lanzaba una mirada de ánimo, y cuando horas más tarde por fin nos pusimos de pie, me prometió que a la mañana siguiente pasaría a verme antes de marcharse a Londres.

—Pero ven solo —dije—. Tenemos que hablar.

* * *

Estaba a punto de romper mi nueva carta de Robert Miller a Aurélie Bredin cuando sonó el timbre. Tiré el sobre a la papelera y apreté el botón del portero automático. Quería dar a Adam la carta, en la que aceptaba cenar en Le Temps des Cerises, para que la echara al correo en Londres, pero tras los acontecimientos de la víspera ya no tenía sentido. Había pasado casi toda la noche despierto, pensando en lo que podía hacer. Y había tenido una idea.

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