«Ahora ya sabía que había entrado en el país malvado,
pero no conocía las reglas del combate.»
G. Kasparov
Octavio, Lucinda y Scaramouche los observaban con sus ojos de porcelana pintada, en respetuoso silencio y perfecta inmovilidad, tras el cristal de la urna. La luz de la vidriera emplomada, descompuesta en rombos de color, arlequineaba la chaqueta de terciopelo de César. Nunca Julia había visto a su amigo tan silencioso y quieto, tan parecido a una de las estatuas, bronce, terracota y mármol, situadas un poco por aquí y por allá, entre cuadros, cristales y tapices, en su tienda de antigüedades. En cierto modo ambos, César y Julia, parecían formar parte del decorado, más propio del abigarrado escenario de una farsa barroca que del mundo real donde pasaban la mayor parte de su existencia. César tenía un aspecto especialmente distinguido —al cuello un pañuelo de seda color burdeos y entre los dedos su larga boquilla de marfil— y adoptaba una pose visiblemente clásica, casi goethiano en el contraluz multicolor, una pierna sobre la otra, caída con estudiada negligencia una mano encima de la que sostenía la boquilla, el pelo sedoso y blanco en el halo de luz dorada, roja y azul de la vidriera. Julia vestía una blusa negra con cuello de encaje, y su perfil veneciano iba a reflejarse en un gran espejo que escalonaba en profundidad muebles de caoba y arquetas de nácar, gobelinos y telas, columnas que se retorcían en espirales bajo desconchadas tallas góticas e, incluso, el gesto resignado y vacío de un gladiador de bronce, desnudo y caído de espaldas sobre sus armas, incorporado sobre un codo mientras aguardaba el veredicto, pulgar arriba o pulgar abajo, de un emperador invisible y omnipotente.
—Estoy asustada —confesó, y César hizo un movimiento a medio camino entre la solicitud y la impotencia. Un leve gesto de magnánima e inútil solidaridad, la mano que transparentaba delicadas venas azules suspendida en el aire, entre la luz dorada. Un gesto de amor consciente de sus limitaciones, expresivo y elegante, como el de un cortesano dieciochesco hacia una dama a la que venera cuando entrevé, al final de la calle por la que a ambos los conduce la fúnebre carreta, asomar la sombra de la guillotina.
—Quizá sea excesivo, querida. O al menos prematuro. Nadie ha demostrado todavía que Álvaro no resbalase en la bañera.
—¿Y los documentos?
—Confieso que no encuentro explicación.
Julia inclinó la cabeza hacia un lado, y las puntas del cabello le rozaron el hombro. Se hallaba absorta en inquietantes imágenes interiores.
—Esta mañana, al despertarme, lo hice rogando que todo no fuese más que una lamentable confusión…
—Tal vez lo sea —el anticuario reflexionó sobre aquello—. Que yo sepa, los policías y los forenses sólo son honrados e infalibles en las películas. Y tengo entendido que, ya, ni siquiera eso.
Sonrió ácidamente, con desgana. Julia lo miraba sin prestar demasiada atención a sus palabras.
—Álvaro asesinado… ¿Te das cuenta?
—No te atormentes, princesa. Esa es sólo una rebuscada hipótesis policial… Y por otra parte, no deberías pensar tanto en él. Se acabó, se fue. De todas formas ya se había ido antes.
—No de ese modo.
—Igual da un modo que otro. Se fue y basta.
—Es demasiado horrible.
—Sí. Pero no ganas nada con darle vueltas y vueltas.
—¿No? Muere Álvaro, me interrogan, siento que estoy vigilada por alguien a quien le interesa mi trabajo en
La partida de ajedrez
… Y te sorprende que le dé vueltas. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Muy sencillo, hijita. Si las cosas te preocupan hasta ese punto, puedes devolverle el cuadro a Menchu. Si crees realmente que la muerte de Álvaro no fue accidental, cierra tu casa durante un tiempo y haz un viaje. Podemos pasar dos o tres semanas en París; tengo mucho que hacer allí… El caso es alejarte hasta que todo haya pasado.
—¿Qué está ocurriendo?
—No lo sé, y eso es lo peor. Que no tenemos la menor idea. Como a ti, lo de Álvaro tampoco me preocuparía de no mediar ese asunto de los documentos… —la miró, sonriendo con embarazo—. Y confieso que me inquieta, porque no tengo madera de héroe… Podría ser que alguno de nosotros, sin saberlo, haya abierto una especie de caja de Pandora…
—El cuadro —confirmó Julia, estremeciéndose—. La inscripción oculta.
—Sin duda. Todo empieza por ahí, según parece.
Ella volvió el rostro hacia su imagen en el espejo y se miró largamente, como si no reconociera a la joven de cabellos negros que la observaba en silencio desde sus ojos grandes y oscuros, con leves cercos impresos por el insomnio sobre la piel pálida de los pómulos.
—Tal vez quieran matarme, César.
Los dedos del anticuario se crisparon en torno a la boquilla de marfil.
—No mientras yo viva —dijo, y su continente equívoco y pulcro traslucía una resolución agresiva; la voz se le había quebrado en un tono agudo, casi femenino—. Puedo tener todo el miedo del mundo, querida. Y tal vez más. Pero a ti nadie te hará daño mientras yo pueda evitarlo.
Julia no tuvo más remedio que sonreír, enternecida.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó tras un silencio.
César inclinaba el rostro, considerando seriamente la cuestión.
—Me parece prematuro hacer nada… Aún ignoramos si Álvaro murió accidentalmente o no.
—¿Y los documentos?
—Estoy seguro de que alguien, en alguna parte, dará una respuesta a esa pregunta. La cuestión, supongo, reside en si quien te hizo llegar el informe es también responsable de la muerte de Álvaro, o si una cosa nada tiene que ver con la otra…
—¿Y si se confirma lo peor?
César tardó un rato en responder.
—En ese caso, sólo veo dos opciones. Las clásicas, princesita: huir o seguir adelante. Puesto en el dilema, supongo que votaría por huir; pero eso no significa gran cosa… Sabes que, si me lo propongo, puedo llegar a ser endiabladamente pusilánime.
Ella había cruzado las manos sobre la nuca, bajo el cabello, y reflexionaba mirando los ojos claros del anticuario.
—¿Y de veras huirías así, antes de saber lo que está ocurriendo?
—De veras. Ya sabes que la curiosidad mató al gato.
—No es eso lo que me enseñaste cuando era una cría, ¿recuerdas?… Jamás hay que salir de una habitación sin registrar los cajones.
—Sí; pero entonces nadie andaba por ahí resbalando en las bañeras.
—Eres un hipócrita. En el fondo te mueres por saber lo que pasa.
El anticuario hizo un mohín de reproche.
—Decir que me
muero
, cariño, es de pésimo gusto, dadas las circunstancias… Precisamente lo que no me apetece nada es morir, ahora que soy casi anciano y tengo adorables jovencitos que alivian mi vejez. Tampoco deseo que mueras tú.
—¿Y si decido seguir, hasta enterarme de lo que pasa con ese cuadro?
César frunció los labios e hizo vagar su mirada, como si ni siquiera hubiese considerado esa alternativa.
—¿Por qué habías de hacerlo? Dame una buena razón.
—Por Álvaro.
—No me vale. Álvaro ya no importaba hasta ese punto; te conozco lo bastante como para saberlo… Además, según lo que has contado, él no jugaba limpio en este asunto.
—Entonces por mí —Julia cruzó los brazos, desafiante—. A fin de cuentas, se trata de mi cuadro.
—Oye, creí que estabas asustada. Eso dijiste antes.
—Y lo estoy. Me hago pipí de miedo.
—Entiendo —César apoyó la barbilla sobre sus dedos enlazados, en los que relucía el topacio—. En la práctica —añadió tras una breve reflexión— se trata de buscar el tesoro. ¿No es eso lo que intentas decir?… Como en los viejos tiempos, cuando sólo eras una cría testaruda.
—Como en los viejos tiempos.
—Qué horror. ¿Tú y yo?
—Tú y yo.
—Olvidas a Muñoz. Lo hemos enrolado a bordo.
—Tienes razón. Muñoz, tú y yo, naturalmente.
César hizo una mueca. En sus ojos saltaba una chispa divertida.
—Habrá que enseñarle, entonces, la canción de los piratas. No creo que la sepa.
—Yo tampoco lo creo.
—Estamos locos, chiquilla —el anticuario miraba a Julia con fijeza—. ¿Te das cuenta?
—Qué más da.
—Esto no es un juego, querida… Esta vez no.
Ella sostuvo su mirada, imperturbable. Realmente estaba muy bella, con aquel brillo de resolución que el espejo reflejaba en sus ojos oscuros.
—Qué más da —repitió en voz baja.
César movió indulgente la cabeza. Después se levantó y el haz de rombos luminosos resbaló por su espalda hasta el suelo, a los pies de la joven, mientras él iba hacia el fondo de la sala, al rincón donde tenía su despacho. Durante unos minutos se afanó en la caja fuerte empotrada en el muro, bajo un viejo tapiz de escaso valor, una mala copia de
La dama y el unicornio
. Cuando regresó, traía un envoltorio en las manos.
—Toma, princesa, para ti. Un regalo.
—¿Un regalo?
—Eso he dicho. Feliz no-cumpleaños.
Sorprendida, Julia retiró la envoltura de plástico y después el paño engrasado, sopesando en la palma de la mano la pequeña pistola de metal cromado y cachas de nácar.
—Es una Derringer antigua, así que no necesitas licencia de armas —explicó el anticuario—. Pero funciona como si fuese nueva, y está preparada para disparar balas de calibre cuarenta y cinco. Apenas abulta y puedes llevarla en el bolsillo… Si durante los próximos días alguien se acerca o ronda tu casa —la miró fijamente, sin el menor rastro de humor en sus ojos cansados— me harás el favor de levantar ese chisme, así, y volarle la cabeza. ¿Recuerdas?… Como si fuese el mismísimo capitán Garfio.
Apenas llegó a casa, Julia tuvo tres llamadas telefónicas en media hora. La primera fue de Menchu, preocupada tras haber leído la noticia en los periódicos. Según la galerista, nadie mencionaba otra versión que el accidente. Julia comprobó que la muerte de Álvaro tenía a su amiga sin cuidado: lo que la inquietaba eran posibles complicaciones que alterasen el acuerdo con Belmonte.
La segunda llamada la sorprendió. Era una invitación de Paco Montegrifo para cenar aquella noche y hablar de negocios. Julia aceptó y quedaron citados a las nueve en Sabatini. Después de colgar el teléfono se quedó un rato pensativa, buscando explicación a tan repentino interés. De relacionarse con el Van Huys, lo correcto era que el subastador hablara con Menchu, o que las citase a las dos juntas. Así lo había dicho durante la conversación; pero Montegrifo dejó bien claro que se trataba de algo cuyo interés se limitaba a ellos dos, solos.
Reflexionó mientras se cambiaba de ropa, encendía un cigarrillo y tomaba asiento frente al cuadro para seguir eliminando la capa de barniz envejecido. Aplicaba los primeros toques de algodón cuando sonó por tercera vez el teléfono que estaba en el suelo, sobre la alfombra.
Tiró del cable, acercando el aparato, y descolgó el auricular. Durante los quince o veinte segundos que siguieron se mantuvo atenta sin oír absolutamente nada, a pesar de los inútiles «diga» que pronunció con creciente exasperación hasta que, intimidada, decidió guardar silencio. Se mantuvo así, conteniendo el aliento algunos segundos más, y después colgó el teléfono, bajo una sensación de pánico oscuro, irracional, que llegó igual que una ola inesperada. Miró el aparato sobre la alfombra como si se tratara de un animal venenoso, negro y reluciente, y se estremeció con un movimiento involuntario que la hizo derramar, volcándolo con el codo, un frasco de trementina.
Aquella tercera llamada no contribuía a serenarle el ánimo. Así que cuando sonó el timbre de la calle permaneció inmóvil al otro extremo de la habitación, mirando la puerta cerrada hasta que el tercer timbrazo la hizo reaccionar. Desde que salió por la mañana de la tienda de antigüedades, Julia se había burlado anticipadamente, una docena de veces, del gesto que hizo a continuación. Pero ya no sentía el menor deseo de sonreirse a sí misma cuando, antes de abrir, se detuvo un instante, justo el tiempo necesario pata sacar del bolso la pequeña Derringer, amartillarla y metérsela en el bolsillo del pantalón tejano. A ella no la iban a poner a remojo en una bañera.
Muñoz sacudió el agua de su gabardina y se detuvo, torpe, en el vestíbulo. La lluvia le había pegado el pelo al cráneo y goteaba aún en su frente y punta de la nariz. En el bolsillo, envuelto en la bolsa de unos grandes almacenes, llevaba un tablero de ajedrez plegable.
—¿Tiene la solución? —preguntó Julia, apenas hubo cerrado la puerta a su espalda.
El jugador hundió la cabeza entre los hombros, con gesto a medio camino entre la disculpa y la timidez. Se le veía incómodo, inseguro en casa ajena, y que Julia fuera joven y atractiva no parecía mejorar la situación.
—Todavía no —miró desolado el charquito de agua que, goteando de la gabardina, se formaba a sus pies—. Acabo de salir del trabajo… Ayer quedamos en vernos aquí a esta hora —dio dos pasos y se detuvo, como si dudara entre quitarse o no la gabardina. Julia extendió una mano y él se la quitó por fin. Después siguió a la joven al estudio.
—¿Cuál es el problema? —preguntó ella.
—No lo hay. En principio —Muñoz observó el estudio como la vez anterior, sin curiosidad; parecía buscar un punto de apoyo que le permitiese ajustar su comportamiento a las circunstancias—. Es una cuestión de reflexión y de tiempo, nada más. Y no hago otra cosa que pensar en ello.
Estaba con el tablero plegable en las manos, en el centro de la habitación. Julia vio como se fijaba en el cuadro; no necesitó seguir la dirección de su mirada para saber dónde se dirigía. La expresión había cambiado; de huidiza se tornaba firme, con fascinada intensidad. Igual que un hipnotizador sorprendido por sus propios ojos en un espejo.
Muñoz dejó el ajedrez sobre la mesa y fue hacia el cuadro. Lo hizo de una forma peculiar; directamente hacia la parte en que estaban pintados el tablero y las piezas, como si el resto, habitación y personajes, no estuviera allí. Se inclinó para estudiarlos con atención, mucho más intensamente que el día anterior. Y Julia comprendió que, al decir ‘no hago otra cosa que pensar en ello’, no había exagerado lo más mínimo. La forma en que observaba aquella partida era la de un hombre ocupado en resolver algo más que un problema ajeno.
Al cabo de una larga contemplación se volvió hacia Julia.
—Esta mañana he reconstruido las dos jugadas anteriores —dijo sin jactancia; más bien como disculpa por lo que parecía considerar un pobre resultado—. Después encontré un problema… Algo relacionado con la posición de los peones, que es insólita —señaló las piezas pintadas—. No se trata de una partida convencional.