La tabla de Flandes (32 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La tabla de Flandes
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Demasiada gente jugaba al ajedrez en los últimos tiempos. Porque todo el mundo parecía tener buenas razones para relacionarse con el Van Huys. Había demasiados retratos dentro de aquel maldito cuadro.

Muñoz. Él era el único al que había conocido
después
de iniciado el misterio. En las horas de insomnio, cuando daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño, sólo a él no lo relacionaba con las imágenes de la pesadilla. Muñoz a un extremo del ovillo, y todas las demás piezas, todos los restantes personajes, al otro. Pero ni siquiera de él podía estar segura. Lo había conocido, en efecto,
después
de iniciarse el primer misterio, pero
antes
de que la historia volviese a su punto de partida y recomenzase con una tonalidad distinta. Puestos a hilar fino, resultaba imposible tener la certeza absoluta de que la muerte de Álvaro y la existencia del jugador misterioso formaran parte de un mismo movimiento.

Caminó unos pasos y se detuvo, sintiendo sobre el rostro la humedad de la niebla que la rodeaba. En última instancia, sólo podía estar segura de sí misma. Eso era cuanto tenía para continuar adelante. Eso y la pistola que llevaba en el bolso.

Se dirigió al club de ajedrez. Había serrín en el vestíbulo, paraguas, abrigos y gabardinas. Olía a humedad, a humo de tabaco y a ese ambiente inconfundible que tienen los lugares frecuentados exclusivamente por hombres. Saludó a Cifuentes, el director, que acudió obsequioso a su encuentro, y mientras se acallaban los murmullos suscitados por su aparición, echó un vistazo a las mesas de ajedrez hasta descubrir a Muñoz. Estaba concentrado en el juego, con un codo en el brazo del asiento y la mandíbula apoyada en la palma de la mano, inmóvil como una esfinge. Su contrincante, un joven con gruesas gafas de hipermétrope, se pasaba la lengua por los labios, dirigiendo inquietas miradas al jugador; como si temiera ver a éste, de un momento a otro, destruir la complicada defensa de rey que, a juzgar por su nerviosismo y aspecto agotado, había construido con extraordinario esfuerzo.

Muñoz parecía tranquilo, ausente como de costumbre, y se hubiera dicho que, más que estudiar el tablero, sus ojos inmóviles descansaban en él. Tal vez andaba sumido en aquellas ensoñaciones de las que había hablado a Julia, a mil kilómetros del juego que se desarrollaba ante sus ojos, mientras su mente matemática tejía y destejía combinaciones infinitas e imposibles. Alrededor, tres o cuatro curiosos estudiaban la partida con más aparente interés aún que los jugadores; de vez en cuando hacían comentarios en voz baja, sugiriendo mover tal o cual pieza. Lo que parecía claro, por la tensión en torno a la mesa, era que se esperaba de Muñoz algún movimiento decisivo que significara el golpe mortal para el joven de las gafas. Eso justificaba el nerviosismo de éste, cuyos ojos, agrandados por las lentes, miraban a su adversario como el esclavo que, en el circo y a merced de los leones, pidiera misericordia a un emperador purpurado y omnipotente.

En ese momento, Muñoz levantó los ojos y vio a Julia. La miró con fijeza durante unos segundos, como si no la reconociese, y pareció volver en sí lentamente, con la expresión sorprendida de quien despierta de un sueño o regresa de un largo viaje. Entonces su mirada se animó mientras le dirigía a la joven un vago gesto de bienvenida. Le echó otro vistazo al tablero, para ver si las cosas seguían allí en orden, y sin vacilar, no con aire precipitado ni de improvisación, sino como conclusión de un largo razonamiento, desplazó un peón. Un murmullo decepcionado se alzó en torno a la mesa, y el joven de las gafas lo miró, primero con sorpresa, como el reo que ve suspender su ejecución en el último minuto, antes de hacer una mueca satisfecha.

—A partir de ahí son tablas —comentó uno de los curiosos.

Muñoz, que se levantaba de la mesa, encogió los hombros.

—Sí —respondió, sin mirar ya el tablero—. Pero con alfil a siete dama habría sido mate en cinco.

Se apartó del grupo, acercándose a Julia mientras los aficionados estudiaban el movimiento que acababa de mencionar. La joven señaló con disimulo hacia el grupo.

—Deben de odiarlo con toda su alma —dijo en voz baja. El jugador de ajedrez ladeó la cabeza, y su gesto igual podía ser una remota sonrisa que una mueca de desdén.

—Supongo que sí —respondió, mientras cogía su gabardina y se alejaban—. Suelen acudir como buitres, con la esperanza de estar presentes cuando alguien me descuartice por fin.

—Pero usted se deja ganar… Para ellos tiene que ser humillante.

—Eso es lo de menos —no había en su tono suficiencia ni orgullo; sólo un objetivo desprecio—. No se perderían una de mis partidas por nada del mundo.

Frente al museo del Prado, entre la niebla gris, Julia lo puso en antecedentes de la conversación con Belmonte. Muñoz escuchó hasta el final sin comentarios, ni siquiera cuando la joven le contó la afición de la sobrina. Al jugador no parecía importarle la humedad; caminaba despacio, atento a las palabras de Julia, con la gabardina desabrochada y el nudo de la corbata medio deshecho, como de costumbre; inclinada la cabeza y los ojos dirigidos a las puntas sin lustrar de sus zapatos.

—Me preguntó una vez si hay mujeres que juegan al ajedrez… —dijo por fin—. Y yo respondí que, aunque el ajedrez es un juego masculino, algunas no lo hacen mal. Pero son la excepción.

—Que confirma la regla, supongo.

Muñoz arrugó la frente.

—Supone mal. Una excepción no confirma, sino que invalida o destruye cualquier regla… Por eso hay que tener mucho cuidado al hacer inducciones. Yo lo que digo es que las mujeres
suelen
jugar mal al ajedrez, y no que
todas
juegan mal. ¿Comprende?

—Comprendo.

—Lo que no quita que, en la práctica, las mujeres alcancen escasa talla como ajedrecistas… Para que se haga idea: en la Unión Soviética, donde el ajedrez es pasatiempo nacional, sólo una mujer, Vera Menchik, llegó a considerarse a la altura de los grandes maestros.

—¿Y a qué se debe eso?

—Puede que el ajedrez requiera demasiada indiferencia respecto al mundo exterior —se detuvo para mirar a Julia—. ¿Qué tal esa Lola Belmonte?

La joven reflexionó antes de contestar.

—No sé qué decirle. Antipática. Tal vez dominante… Agresiva. Es una lástima que no estuviera en casa cuando usted me acompañó, el otro día.

Se hallaban parados junto al brocal de una fuente de piedra, coronada por la confusa silueta de una estatua que se cernía amenazadora sobre sus cabezas, entre la bruma. Muñoz se pasó la mano por el pelo, hacia atrás, y observó la palma húmeda antes de secársela en la gabardina.

—La agresividad, externa o interna —dijo— es característica de muchos jugadores —sonrió brevemente, sin establecer con claridad si se consideraba al margen de la definición—. Y el ajedrecista suele identificarse con un individuo coartado, oprimido en alguna forma… El ataque al rey, que es lo que se busca en ajedrez, atentar contra la autoridad, sería una especie de liberación de ese estado. Y desde semejante perspectiva sí puede interesar el juego a una mujer… —la sonrisa fugaz pasó de nuevo por los labios de Muñoz—. Cuando se juega, la gente parece muy pequeña contemplada desde donde uno está.

—¿Ha descubierto algo de eso en las jugadas de nuestro enemigo?

—Esa es una pregunta difícil de responder. Necesito más datos. Más movimientos. Por ejemplo: las mujeres suelen mostrar predilección por el juego de alfiles —la expresión de Muñoz se animaba al adentrarse en detalles—… Ignoro la razón, pero el carácter de esas piezas, que mueven profundamente y en diagonal, es posiblemente el más femenino de todos —hizo un gesto con la mano, como si él mismo no diese demasiado crédito a sus palabras y pretendiera borrarlas en el aire—. Pero hasta ahora los alfiles negros no tienen papel importante en la partida… Como ve, disponemos de muchas bonitas teorías que no sirven de nada. Nuestro problema es el mismo que sobre un tablero: sólo podemos formular hipótesis imaginativas, conjeturas, sin tocar las piezas.

—¿Tiene alguna?… A veces da la impresión de que ha sacado ya conclusiones que no quiere contarnos.

Muñoz ladeó un poco la cabeza, como cada vez que se le planteaba una cuestión difícil.

—Es algo complicado —respondió tras una breve vacilación—. Tengo un par de ideas en la cabeza; pero mi problema es justo el que acabo de contarle… En ajedrez no hay forma de probar nada hasta que se ha movido, y entonces resulta imposible rectificar.

Echaron a andar de nuevo, entre los bancos de piedra y los setos de contornos imprecisos. Julia suspiró suavemente.

—Si alguien me hubiese dicho que iba a seguir la pista de un posible asesino sobre un tablero de ajedrez, le habría dicho que estaba loco. De remate.

—Ya le dije una vez que hay muchas conexiones entre el ajedrez y la investigación policíaca —Muñoz avanzó de nuevo una mano en el vacío, imitando el gesto de mover piezas—. Ahí tiene, incluso antes de Conan Doyle, el método Dupin, de Poe.

—¿Edgar Allan Poe?… No me diga que también jugaba al ajedrez.

—Era muy aficionado. El episodio más famoso fue su estudio de un autómata conocido como
Jugador de Maelzel
, que casi nunca perdía una partida… Poe le dedicó un ensayo hacia mil ochocientos treinta y tantos. Para desentrañar su misterio desarrolló dieciséis aproximaciones analíticas, hasta concluir que dentro del autómata tenía que haber necesariamente un hombre escondido.

—¿Y éso es lo que está haciendo usted? ¿Buscar el hombre escondido?

—Lo intento, pero eso no garantiza nada. Yo no soy Allan Poe.

—Espero que lo consiga, por la cuenta que me trae… Usted es mi única esperanza.

Muñoz movió los hombros, sin responder enseguida.

—No quiero que se haga demasiadas ilusiones —dijo al cabo de unos pasos—. Cuando yo empezaba a jugar al ajedrez, hubo momentos en que estuve seguro de no perder una sola partida… Entonces, en plena euforia, resultaba vencido, y la derrota me obligaba a poner de nuevo los pies en la tierra —entornó los ojos, como si acechase una presencia frente a ellos, en la niebla—. Resulta que siempre hay alguien mejor que uno. Por eso es útil mantenerse en una saludable incertidumbre.

—Yo la encuentro terrible, esa incertidumbre.

—Tiene motivos. En la ansiedad de una partida, cualquier jugador sabe que se trata de una batalla incruenta. Al fin y al cabo, piensa como consuelo, se trata de un juego… Pero ese no es su caso.

—¿Y usted?… ¿Cree que
él
conoce su papel en esto?

Muñoz hizo otro gesto evasivo.

—Ignoro si sabe quién soy. Pero tiene la certeza de que alguien es capaz de interpretar sus movimientos. De otra forma, el juego carecería de sentido.

—Creo que debemos visitar a Lola Belmonte.

—De acuerdo.

Julia miró el reloj.

—Estamos cerca de mi casa, así que lo invito antes a un café. Tengo allí a Menchu, y a estas horas estará despierta. Tiene problemas.

—¿Problemas graves?

—Eso parece; y anoche se comportó de forma extraña. Quiero que la conozca —meditó un instante, preocupada—. Especialmente ahora.

Cruzaron la avenida. Los coches circulaban despacio, deslumbrándolos con sus faros encendidos.

—Si es Lola Belmonte la que ha organizado todo esto —dijo inesperadamente Julia— sería capaz de matarla con mis propias manos…

Muñoz la miró, sorprendido.

—Suponiendo que la teoría de la agresividad resultara cierta —dijo, y ella descubrió un nuevo y curioso respeto en la forma en que la observaba—, usted sería una excelente jugadora, si decidiera dedicarse al ajedrez.

—Ya lo hago —respondió Julia, mirando con rencor las sombras que se difuminaban a su alrededor, entre la niebla—. Hace tiempo que estoy jugando. Y maldita la gracia que me hace.

Introdujo la llave en la cerradura de seguridad y la hizo girar dos veces. Muñoz esperaba a su lado, en el rellano. Se había quitado la gabardina y la doblaba sobre el brazo.

—Todo estará revuelto —dijo ella—. Esta mañana no tuve tiempo de arreglar nada…

—No se preocupe. Lo que importa es el café.

Julia entró en el estudio y, tras dejar su bolso sobre una silla, descorrió la gran persiana del techo. La claridad brumosa del exterior se deslizó dentro, tamizando el ambiente de una luz gris que dejaba en sombras los rincones más alejados de la habitación.

—Demasiado oscuro —dijo, y se dispuso a accionar el interruptor de la lámpara. Entoces vio la expresión de sorpresa en la cara de Muñoz y, con una súbita sensación de pánico, siguió la dirección de su mirada.

—¿Dónde ha puesto el cuadro? —preguntaba el jugador de ajedrez.

Julia no respondió. Algo había estallado en su interior, muy adentro, y se quedó inmóvil, con los ojos abiertos, mirando el caballete vacío.

—Menchu —murmuró al cabo de unos instantes, sintiendo que todo daba vueltas a su alrededor—. ¡Me lo advirtió anoche, y yo fui incapaz de darme cuenta…!

Se le contrajo el estómago en una profunda arcada y sintió en la boca el sabor amargo de la bilis. Miró absurdamente a Muñoz e, incapaz de contenerse, echó a correr hacia el cuarto de baño, deteniéndose en el pasillo, desfallecida, para apoyarse en el marco de la puerta del dormitorio. Entonces vio a Menchu. Se hallaba tendida en el suelo, boca arriba, a los pies de la cama, y el pañuelo con que la habían estrangulado aún estaba alrededor de su cuello. Tenía la falda grotescamente subida hasta la cintura, y el cuello de una botella introducido en el sexo.

XII. Reina, caballo, alfil

«No estoy jugando con peones blancos o negros,

sin vida. Juego con seres humanos de carne y sangre.»

E. Lasker

El juez no ordenó levantar el cadáver hasta las siete, y a esa hora ya era de noche. Durante toda la tarde, la casa había sido un ir y venir de policías y funcionarios del juzgado, de flashes fotográficos que relampagueaban en el pasillo y el dormitorio. Por fin sacaron a Menchu en una camilla, dentro de una funda de plástico blanco cerrada con una cremallera, y sólo quedó de ella la silueta trazada con tiza en el suelo por la mano indiferente de uno de los inspectores; el mismo que conducía el Ford azul cuando Julia sacó la pistola en el Rastro.

El inspector jefe Feijoo fue el último en marcharse, y antes de hacerlo permaneció aún casi una hora en casa de Julia, para completar las declaraciones que ella y Muñoz, así como César —que acudió apenas lo telefonearon para darle la noticia— habían hecho poco antes. El desconcierto del policía, que en su vida puso la mano sobre un tablero de ajedrez, era evidente. Miraba a Muñoz como a un bicho raro, asintiendo con suspicaz gravedad a las explicaciones técnicas de éste, y de vez en cuando se volvía hacia César y Julia como preguntándose si entre los tres no estaban colocándole una monumental tomadura de pelo. Apuntaba notas de vez en cuando, se tocaba el nudo de la corbata, y cada cierto tiempo sacaba del bolsillo, para echarle una obtusa ojeada, la tarjeta de cartulina hallada junto al cuerpo de Menchu, con signos escritos a máquina que, después de un intento de interpretación a cargo de Muñoz, le habían levantado a Feijoo un extraordinario dolor de cabeza. Lo que a él le interesaba realmente, al margen de lo extraño que resultaba todo aquello, eran detalles sobre la discusión que la galerista y su novio habían tenido la tarde anterior. Porque —funcionarios enviados al efecto comunicaron el informe a media tarde— Máximo Olmedilla Sánchez, soltero, veintiocho años de edad, de profesión modelo publicitario, se hallaba en paradero desconocido. Para más detalle: dos testigos, un taxista y el portero de la finca vecina, habían reconocido a un hombre joven, de sus rasgos físicos, saliendo del portal de Julia entre las 12 y las 12,15 de la mañana. Y según el primer dictamen del forense, Menchu Roch fue estrangulada, de frente y tras recibir un primer golpe mortal en la parte anterior del cuello, entre las 11 y las 12 horas. El detalle de la botella introducida en el sexo —tres cuartos de ginebra Beefeater, prácticamente llena— y al que Feijoo se refirió en varias ocasiones con crudeza excesiva —un desquite del galimatías ajedrecístico que sus tres interlocutores acababan de plantearle—, lo interpretaba el policía como una prueba de peso, en el sentido de que por el lado del crimen pasional era por donde podían ir los tiros. A fin de cuentas, la mujer asesinada —aquí había fruncido el ceño con cara de circunstancias, dando a entender que donde las dan las toman— no era, según la propia Julia y don César acababan de explicarle, una persona de moral sexual intachable. En lo que se refería a la relación de todo aquello con la muerte del profesor Ortega, el vínculo podía establecerse ya como evidente, en vista de la desaparición del cuadro. Todavía dio algunas explicaciones más, escuchó con atención las respuestas de Julia, Muñoz y César a sus nuevas preguntas, y terminó despidiéndose tras citarlos a todos a la mañana siguiente en comisaría.

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