—No tengo que ver a Menchu hasta más tarde —dijo él, bailándole en la cara aquella sonrisa satisfecha que Julia tanto detestaba—. ¿Te apetece una copa?
Lo miró con fijeza antes de negar despacio, deliberadamente.
—Espero a César.
Se acentuó la sonrisa de Max. Tenía plena conciencia de no ser, tampoco, objeto de la devoción del anticuario.
—Lástima —murmuró—. No tenemos muchas ocasiones de encontrarnos así, como hoy… Quiero decir a solas.
Julia se limitó a enarcar las cejas, mirando a su alrededor como si César estuviese a punto de aparecer de un momento a otro. Max siguió la dirección de su mirada y después hizo ademán de encoger los hombros dentro del chaquetón marino.
—He quedado con Menchu allí, bajo la estatua del soldado, dentro de media hora. Si te apetece, podemos tomar algo juntos, más tarde —hizo una pausa exagerada para añadir, con intención—: Los cuatro.
—Veremos qué dice César.
Lo miró mientras se alejaba, las anchas espaldas balanceándose entre la muchedumbre, hasta que lo perdió de vista. Le quedaba, igual que en otras ocasiones, la incómoda sensación de no haber sabido dejar las cosas en su sitio; como si, a pesar del rechazo, Max hubiera logrado violentar una vez más su intimidad, igual que cuando el incidente del vaso. Irritada consigo misma, aunque sin saber muy bien qué reprocharse, encendió otro cigarrillo y aspiró el humo con violencia. En algunos momentos, pensaba, daría cualquier cosa por ser lo bastante fuerte para romperle a Max, sin problemas, aquella atractiva cara de semental satisfecho.
Deambuló un cuarto de hora entre los puestos antes de ir al café. Intentaba aturdirse con el trajín a su alrededor, los reclamos de los vendedores y la gente entre los tenderetes, pero mantuvo el ceño fruncido y la mirada absorta. Max estaba olvidado; ahora el motivo era otro. El cuadro, la muerte de Álvaro,
La partida de ajedrez
, retornaban como una obsesión, planteándole preguntas sin respuesta. Tal vez el jugador invisible también estaba cerca, entre la gente, observando sus movimientos mientras planeaba la siguiente jugada. Miró alrededor, recelosa, antes de estrechar en el regazo su bolso de cuero, donde llevaba la pistola de César. Aquello era absurdo de puro atroz. O tal vez fuese al revés: atroz, de puro absurdo.
El café tenía el piso de madera y viejos veladores de hierro forjado y mármol. Julia pidió un refresco y se quedó muy quieta, junto a los cristales empañados, intentando no pensar en nada, hasta que la borrosa silueta del anticuario apareció en la calle, desdibujada por el vaho que cubría la ventana. Fue a su encuentro como si acudiera en busca de consuelo, lo que se ajustaba bastante a los hechos.
—Cada vez estás más guapa —la piropeó César con afectada admiración, los brazos en jarras, espectacularmente parado en mitad de la calle—… ¿Cómo lo consigues, hija mía?
—No seas bobo —se cogió de su brazo, con una infinita sensación de alivio—. Sólo hace una hora que nos hemos separado.
—A eso me refiero, princesa —el anticuario bajaba la voz como susurrando secretos—. Eres la única mujer que conozco capaz de embellecer aún más en el intervalo de sesenta minutos… Si hay un truco, deberíamos patentarlo. De veras.
—Idiota.
—Bellísima.
Fueron calle abajo, hacia el lugar en que estaba aparcado el coche de Julia. Por el camino, César la puso al corriente del éxito de la operación que venía de rematar: una
Dolorosa
que podía atribuirse a Murillo ante un comprador no demasiado exigente, y un secreter Biedermeier, firmado y fechado en 1832 por Virienichen, maltrecho pero auténtico; nada que no remediase un buen ebanista. Dos verdaderas gangas, adquiridas a un precio razonable.
—El secreter sobre todo, princesita —César balanceaba el paraguas, encantado con el negocio—. Ya sabes que hay una clase social, bendita sea ella, que no puede vivir sin la cama que perteneció a Eugenia de Montijo, o el
bureau
donde Tayllerand firmaba sus perjurios… Y una nueva burguesía de
parvenus
cuyo mejor símbolo de triunfo, a la hora de imitarlos, es un Biedermeier… Llegan y te lo piden así, por las buenas, sin especificar si desean mesa o escritorio; lo que quieren es un Biedermeier a toda costa, sea lo que diablos sea. Incluso algunos creen ciegamente en la existencia histórica del pobre señor Biedermeier, y se sorprenden mucho al ver el mueble firmado por otro… Primero sonríen desconcertados, luego se dan con el codo y acto seguido me preguntan si no tengo ningún otro Biedermeier
auténtico
… —suspiró el anticuario, deplorando sin duda los duros tiempos—. Si no fuera por sus talonarios de cheques, te aseguro que a más de uno lo mandaría
chez les grecs
.
—Alguna vez lo has hecho, que yo recuerde.
Suspiró de nuevo César, componiendo un mohín de desolación.
—Mi lado osado, querida. A veces me pierde el carácter, ese pronto mío de vieja reina escandalosa… Como Jeckill y mister Hyde. Menos mal que ya casi nadie habla francés como es debido.
Llegaron junto al coche de Julia, aparcado en un callejón, justo cuando ella refería su encuentro con Max. La sola mención del nombre bastó para que César arrugase el entrecejo, bajo el ala del sombrero que seguía llevando inclinado con coquetería.
—Me alegro de no haber visto a ese proxeneta —comentó con malhumor—. ¿Sigue haciéndote pérfidas insinuaciones?
—Apenas nada. Supongo que en el fondo tiene miedo de que Menchu se entere.
—Ahí le duele al canalla. En el sustento —César rodeó el coche en dirección a la portezuela derecha—. Anda, mira. Nos han puesto una multa.
—No me digas.
—Pues sí te digo. Ahí tienes el papelito, en el limpiaparabrisas —el anticuario golpeaba el suelo con la contera del paraguas, irritado—. Parece mentira. En pleno Rastro, y los guardias se dedican a poner multas, en vez de capturar delincuentes y gentuza, como es su obligación… Qué vergüenza —lo repitió en voz alta, mirando a su alrededor con aire de desafío—. ¡Qué vergüenza!
Julia apartó un bote de
spray
vacío que alguien había colocado sobre el capó del coche y cogió el papel, en realidad una cartulina del tamaño de una tarjeta de visita. Entonces se quedó inmóvil, como si la hubiera sorprendido un rayo. Aquello debió de pintársele en el rostro, porque César la miró, alarmado, y fue hasta ella a toda prisa.
—Chiquilla, te has puesto pálida… ¿Qué ocurre?
Tardó algunos segundos en responder, y cuando lo hizo no reconoció su propia voz. Sentía un terrible deseo de echar a correr hacia algún lugar cálido y seguro, donde ocultar la cabeza y cerrar los ojos para sentirse a salvo.
—No es una multa, César.
Sostenía entre los dedos la tarjeta, y el anticuario emitió un juramento absolutamente impropio de la persona educada que era. Porque allí, con siniestro laconismo, en caracteres que ambos ya conocían bien, alguien había escrito a máquina unos signos:
… Pa7 X Tb6
Sintió que le daba vueltas la cabeza mientras miraba, aturdida, a su alrededor. El callejón estaba desierto. La persona más próxima era una vendedora de imágenes religiosas, sentada en una silla de enea en la esquina, a veinte metros de allí, atenta a la gente que pasaba ante su mercancía expuesta en el suelo.
—Ha estado aquí, César… ¿Te das cuenta?… Ha estado aquí.
Ella misma comprendió que había temor, pero no sorpresa, en sus palabras. El miedo —la conciencia llegó con oleadas de infinito desconsuelo— no era ya a lo inesperado, sino que se convertía en una especie de lúgubre resignación; como si el jugador misterioso, su presencia próxima y amenazante, fraguara en maldición irremediable con la que tendría que vivir, ya, el resto de su vida. Suponiendo, se dijo con pesimista lucidez, que aún quedara mucha vida por delante.
César tenía el rostro demudado mientras daba vueltas y vueltas a la tarjeta. La indignación apenas le dejaba articular palabra:
—Ah, el canalla… El infame…
De pronto, Julia dejó de pensar en la tarjeta. El envase vacío que había encontrado sobre el capó reclamaba su atención. Lo cogió, sintiendo al inclinarse que se movía entre las nieblas de un sueño, y pudo fijarse lo bastante en la etiqueta para comprender qué era aquello. Movió la cabeza, desconcertada, antes de mostrárselo a César. Todavía un absurdo más.
—¿Qué es eso? —preguntó el anticuario.
—Un
spray
para reparar neumáticos pinchados… Lo aplicas a la toma de aire y se hincha la rueda. Lleva una especie de pasta blanca que repara el pinchazo por dentro.
—¿Y qué hace ahí?
—Eso quisiera saber yo.
Comprobaron los neumáticos. No había nada extraño en los del lado izquierdo, y Julia rodeó el coche para comprobar los otros dos. Todo estaba en orden; pero cuando iba a tirar al suelo el envase, atrajo su atención un detalle: la boquilla del neumático trasero derecho no tenía el tapón enroscado. En su lugar había una burbuja de pasta blanca.
—Alguien ha hinchado la rueda —concluyó César, tras observar, atónito, el envase vacío—. Quizás estaba pinchada.
—No cuando lo aparcamos —respondió la joven, y ambos se miraron, llenos de oscuros presentimientos.
—No subas al coche —dijo César.
La vendedora de imágenes no había visto nada. Por aquel sitio pasaba mucha gente, y ella estaba atenta a sus asuntos, explicó mientras ordenaba en el suelo sagrados corazones, San Pancracios y vírgenes diversas. En cuanto al callejón, no estaba segura. Tal vez algún vecino, quizá tres o cuatro personas en la última hora.
—¿Recuerda usted a alguien en especial? —César se había quitado el sombrero y se inclinaba hacia la vendedora, abrigo sobre los hombros y paraguas bajo el brazo; la viva estampa de un caballero, tenía que pensar la mujer, aunque quizá aquel pañuelo de seda al cuello resultara algo llamativo en un hombre de su edad.
—Creo que no —la vendedora se envolvió mejor en su toquilla de lana y puso cara de hacer memoria—. Una señora, creo. Y un par de jóvenes.
—¿Recuerda su aspecto?
—Ya sabe: jóvenes. Cazadoras de cuero y pantalón vaquero…
Julia sentía ir y venir una idea absurda. A fin de cuentas, los límites de lo imposible se habían ensanchado mucho en los últimos días.
—¿Vio a alguien con un chaquetón marino? Me refiero a un hombre de unos veintiocho o treinta años, alto, con el pelo recogido en una coleta…
La vendedora no recordaba haber visto a Max. En cuanto a la mujer, sí se había fijado en ella porque se detuvo un momento delante de sus imágenes y pensó que iba a comprar alguna. Era rubia, de mediana edad, bien vestida. Pero no se la imaginaba forzando un coche; no era ese tipo de gente: Llevaba un impermeable.
—¿Con gafas de sol?
—Sí.
Cesar miró gravemente a Julia.
—Hoy no hace sol —dijo.
—Ya lo sé.
—Podría ser la mujer de los documentos —César hizo una pausa y sus ojos se endurecieron—. O Menchu.
—No digas tonterías.
El anticuario movió la cabeza, echando un vistazo a la gente que pasaba junto a ellos.
—Tienes razón. Pero tú misma has pensado en Max.
—Max… es diferente —ensombreció el gesto mirando calle abajo, por si Max o la rubia del impermeable aún anduvieran por allí. Y lo que pudo ver, aparte de helar sus palabras, la sacudió como si hubiese recibido un golpe. No había ninguna mujer que respondiera a la descripción; pero, entre los toldos y los plásticos de los tenderetes, sí un coche aparcado cerca de la esquina. Un coche azul.
Desde donde se hallaba, Julia no podía saber si era un Ford, pero la excitación que sentía se disparó en el acto. Apartándose de la vendedora de imágenes, ante la sorpresa de César, dio unos pasos por la acera y, tras sortear un par de puestos de baratijas, se quedó mirando hacia la esquina, alzada sobre la punta de los zapatos para ver mejor. Era un Ford azul, con los cristales oscuros. No podía ver la matrícula, pensó atropelladamente, pero para una sola mañana eran demasiadas coincidencias: Max, Menchu, la tarjeta sobre el parabrisas, el envase vacío, la mujer del impermeable, y ahora el coche que se había convertido en elemento clave de su pesadilla. Sintió que las manos le temblaban y las metió en los bolsillos de la chaqueta mientras sentía, a su espalda, la proximidad del anticuario. Aquello le dio valor.
—Es el coche, César. ¿Comprendes?… Sea quien sea, está dentro.
César no dijo nada. Se quitó despacio el sombrero, que tal vez consideraba inadecuado para lo que podía ocurrir a continuación, y miró a Julia. Ella nunca lo había querido tanto, apretada la fina línea de los labios y adelantado el mentón, con los ojos azules entornados y un reflejo de inusual dureza brillándole entre los párpados. Las líneas delgadas de su rostro meticulosamente afeitado estaban tensas; se le marcaban los músculos faciales a ambos lados de la mandíbula. Podía ser homosexual, decían aquellos ojos; y también un hombre de correctos modales, poco inclinado a actitudes violentas. Pero no era, en absoluto, un cobarde. Al menos estando de por medio su princesa.
—Espérame aquí —dijo él.
—No. Vamos juntos —lo miró con ternura. Alguna vez lo había besado en los labios, jugando, como cuando era niña. En aquel momento sintió el impulso de hacerlo otra vez; pero ya no era un juego—. Tú y yo.
Introdujo la mano en el bolso y amartilló la Derringer. César, con mucha calma, como si escogiese un bastón de paseo, se puso el paraguas bajo el brazo y, acercándose a uno de los tenderetes, agarró un atizador de hierro de grandes proporciones.
—Con su permiso —le dijo al sorprendido vendedor, poniéndole en la mano el primer billete que sacó de la cartera. Después miró serenamente a Julia: —Por una vez, querida, permíteme que pase primero.
Y se encaminaron hacia el coche. Lo hicieron amparándose en los puestos para no ser vistos; Julia con la mano dentro del bolso, César con el atizador en la derecha, paraguas y sombrero en la izquierda. El corazón de la joven palpitaba con fuerza cuando logró ver la matrícula. Ya no había duda: Ford azul, cristales oscuros, letras TH. Sentía la boca seca y una molesta sensación en el estómago, como si éste se hubiese contraído sobre sí mismo. Aquello, se dijo fugazmente, era lo que sentía Pedro Blood antes de saltar al abordaje.
Llegaron a la esquina y todo ocurrió muy rápido. Alguien, en el interior del coche, había bajado el cristal del lado del conductor para tirar una colilla. César dejó caer al suelo sombrero y paraguas, levantó el atizador y se encaminó, rodeando el vehículo, hacia el lado izquierdo, dispuesto, si hacía falta, a matar piratas o lo que hubiese dentro. Julia, con los dientes apretados y la sangre batiéndole en las sienes, echó a correr, sacó la pistola del bolso y la metió por la ventanilla, antes de que tuviesen tiempo de subir el cristal. Ante el cañón de la pistola apareció un rostro desconocido: un hombre joven, con barba, que miraba el arma con ojos espantados. En el asiento contiguo, otro más se volvió con sobresalto cuando César abrió la otra puerta alzando, amenazante, el atizador de hierro sobre su cabeza.