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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (29 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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—¡Salgan de ahí! ¡Salgan de ahí! —gritó Julia, a punto de perder el control.

Demudado el rostro, el hombre de la barba levantaba las manos con los dedos abiertos, en gesto de súplica.

—¡Cálmese, señorita! —balbució—. Por el amor de Dios, cálmese… ¡Somos policías!

—Reconozco —dijo el inspector jefe Feijoo, cruzando las manos sobre su mesa de despacho— que hasta ahora no hemos sido muy eficaces en este asunto…

Dejó la frase en el aire y sonrió a César con placidez, como si la falta de eficacia de la policía lo justificase todo. Entre gentes de mundo, parecía decir su mirada, podemos permitirnos cierta autocrítica constructiva.

Pero César no parecía dispuesto a dejar las cosas así.

—Eso es una forma —dijo con desdén— de calificar lo que otros llamarían pura incompetencia.

A Feijoo, se le notaba en lo descompuesto de la sonrisa, el comentario le sentó como un tiro. Los dientes asomaron bajo el poblado mostacho, mordiéndole el labio inferior. Miró al anticuario y luego a Julia antes de tamborilear impaciente sobre la mesa con el extremo de un bolígrafo barato. Con César de por medio, no tenía más recurso que andar con pies de plomo; y los tres sabían ya por qué.

—La policía tiene sus métodos.

Todo aquello eran simples palabras y César se impacientaba, cruel. Tener negocios con Feijoo no obligaba a mostrarle simpatía. Y menos después de haberlo sorprendido jugando sucio.

—Si esos métodos consisten en hacer seguir a Julia mientras un loco anda suelto por ahí enviando tarjetas anónimas, prefiero no decir lo que opino de tales métodos… —se volvió hacia la joven y después miró de nuevo al policía—. Ni siquiera me cabe en la cabeza que la consideren sospechosa en la muerte del profesor Ortega… ¿Por qué no me han investigado a mí?

—Lo hemos hecho —el policía estaba picado por la impertinencia de César, y tascaba el freno con esfuerzo—. La verdad es que investigamos a todo el mundo —mostró las palmas de las manos, asumiendo lo que estaba dispuesto a reconocer como un monumental patinazo—. Desgraciadamente, este trabajo es así.

—¿Y han puesto algo en claro?

—Lamento decir que no —Feijoo se rascó una axila bajo la chaqueta y se removió en el asiento, incómodo—. Si he de ser franco, nos encontramos como al principio… Los forenses tampoco se ponen de acuerdo sobre la causa de la muerte de Álvaro Ortega. Nuestra esperanza, si realmente hay un asesino, es que dé un paso en falso.

—¿Para eso me han estado siguiendo? —preguntó Julia, todavía furiosa. Estaba sentada, apretando el bolso en el regazo, y un cigarrillo le humeaba entre los dedos—. ¿Para ver si el paso en falso lo daba yo?

El policía la miró hoscamente.

—No debe tomárselo tan a pecho. Es pura rutina… Una simple táctica policial.

César enarcó una ceja.

—Como táctica no parece muy prometedora. Ni rápida.

Feijoo tragó al mismo tiempo saliva y el sarcasmo. En aquel momento, pensó Julia con malvado regocijo, el policía renegaba, con toda el alma, de sus inconfesables relaciones comerciales con el anticuario. Bastaría con que César abriese la boca en un par de lugares oportunos para que, sin acusaciones directas ni papeleo oficial, del modo discreto en que solían hacerse aquellas cosas a cierto nivel, el inspector jefe terminara su carrera en cualquier oscuro despacho de una ignota dependencia policial. De chupatintas y sin plus.

—Lo único que puedo asegurarles —dijo por fin, una vez hubo digerido parte del despecho que, se le pintaba en la cara, tenía clavado en mitad del estómago— es que seguiremos investigando… —pareció recordar algo, de mala gana—. Y por supuesto, la señorita gozará de protección especial.

—Ni hablar —dijo Julia. La humillación de Feijoo no bastaba para hacerle olvidar la suya propia—. No más coches azules, por favor. Ya basta.

—Se trata de su seguridad, señorita.

—Ya han visto que puedo protegerme sola.

El policía desvió la mirada. Aún tenía que dolerle la garganta tras la bronca dirigida, minutos antes, a los dos inspectores por haberse dejado sorprender de aquel modo. «¡Panolis! —les había gritado—… ¡Domingueros de mierda!… ¡Me habéis dejado con el culo al aire y os voy a crucificar por esto!…» César y Julia lo habían oído todo a través de la puerta, mientras aguardaban en el pasillo de la comisaría.

—En cuanto a eso —empezó a decir, tras larga reflexión. Saltaba a la vista que había estado librando una dura lucha interior, deber o conveniencia, antes de derrumbarse ante el peso de la última—. Dadas las circunstancias, no creo que… Quiero decir que esa pistola… —tragó de nuevo saliva, antes de mirar a César—. Después de todo se trata de una pieza antigua, no un arma moderna propiamente dicha. Y usted, como anticuario, tiene la debida licencia… —miró la superficie de la mesa. Sin duda meditaba sobre la última pieza, un reloj del siglo Xviii, que César le había pagado a buen precio semanas atrás—. Por mi parte, y hablo también en nombre de los dos inspectores implicados… —otra vez sonrió atravesadamente, conciliador—. Quiero decir que estamos dispuestos a ignorar los detalles del asunto. Usted, don César, recupera su Derringer, prometiendo, eso sí, cuidar más de ella en el futuro. Por su parte, la señorita nos tiene al corriente de cualquier novedad y, por supuesto, nos telefonea en el acto cuando se crea con problemas. Y aquí no hay de por medio pistola que valga… ¿Me explico?

—A la perfección —dijo César.

—Bien —la concesión sobre la pistola parecía haberle dado algún ascendiente moral, así que Feijoo estaba más relajado al dirigirse a Julia—. En cuanto a la rueda de su coche, es conveniente saber si desea poner denuncia.

Lo miró, sorprendida.

—¿Una denuncia?… ¿Contra quién?

El inspector jefe tardó en contestar, como si esperase que Julia adivinara sin necesidad de palabras.

—Contra persona o personas desconocidas —dijo—. Responsables de intento de homicidio.

—¿El de Álvaro?

—El de usted —los dientes despuntaron otra vez bajo el mostacho—. Porque, sea quien sea el que envía esas tarjetas, su intención es algo más seria que jugar al ajedrez. El spray con el que hincharon su neumático después de haberlo desinflado, se compra en cualquier tienda de repuestos de automóvil… Sólo que éste había sido previamente rellenado con una jeringuilla que sirvió para meterle gasolina… Esa mezcla, con el gas y la substancia plástica que contiene el envase original, se convierte en muy explosiva a partir de cierta temperatura… Habría bastado recorrer unos cientos de metros para que se calentara el neumático, produciéndose la explosión justo debajo del depósito de combustible. El coche se habría convertido en una antorcha, con ustedes dentro —seguía sonriendo encantado, con manifiesta mala fe, como si contarles aquello supusiera una pequeña revancha que se había estado reservando—… ¿No es terrible?

El jugador de ajedrez llegó a la tienda de César una hora más tarde, con las orejas asomando por encima del cuello de la gabardina y el pelo mojado. Parecía un perro flaco y vagabundo, pensó Julia, mientras lo miraba sacudirse la lluvia en el umbral de la tienda, entre tapices, porcelanas y cuadros que no habría podido costearse con el sueldo de un año. Muñoz estrechó la mano de la joven —un apretón breve y seco, sin calor, el simple contacto que no comprometía a nada—, y saludó a César con una inclinación de cabeza. Después, mientras procuraba mantener sus zapatos mojados lejos de las alfombras, escuchó sin pestañear lo ocurrido en el Rastro. Movía de vez en cuando la cabeza haciendo un vago gesto afirmativo, como si la historia del Ford azul y el atizador de César no le interesaran lo más mínimo, y sus ojos apagados sólo se animaron cuando Julia sacó la tarjeta del bolso y se la puso delante. Minutos después tenía desplegado ante sí el pequeño tablero, del que no le habían visto separarse en los últimos días, y estudiaba la nueva posición de las piezas.

—Lo que no entiendo —comentó Julia, que miraba por encima de su hombro— es por qué dejaron el envase vacío sobre el capó. Allí teníamos que verlo forzosamente… A menos que quien lo hizo tuviera que irse a toda prisa.

—Tal vez se trataba sólo de una advertencia —sugirió César, sentado en su sillón de cuero, bajo la ventana emplomada—. Una advertencia de pésimo gusto.

—Pues se tomó mucho trabajo, ¿verdad? Preparar el spray, vaciar el neumático y volver a inflarlo… Sin contar con que se arriesgaba a ser vista mientras lo hacía —contaba con los dedos, incrédula—. Es bastante ridículo —en ese momento hizo una mueca, sorprendida de sus palabras—… ¿Os dais cuenta? Ahora me refiero a nuestro jugador invisible en femenino, como si fuese una mujer… La misteriosa dama del impermeable no deja de rondarme la cabeza.

—Puede que estemos yendo demasiado lejos —sugirió César—. Si lo piensas bien, esta mañana habría en el Rastro docenas de mujeres rubias con impermeable. Algunas, incluso, llevarían gafas de sol… Sin embargo, tienes razón en lo del envase vacío. Allí, encima del coche, tan a la vista… Realmente grotesco.

—Quizá no tanto —dijo Muñoz, y ambos se lo quedaron mirando. El jugador de ajedrez se hallaba sentado en un taburete ante la mesita baja con el pequeño tablero. Se había quitado gabardina y chaqueta y estaba en camisa; una camisa arrugada, de confección barata, cuyas mangas se veían acortadas con sendos pliegues sobre los codos para evitar que los puños quedaran demasiado largos. Había hablado sin apartar los ojos de las piezas, con las manos sobre las rodillas. Y Julia, que estaba a su lado, vio en un extremo de su boca aquel gesto indefinible que había llegado a conocer bien, a medio camino entre la reflexión silenciosa y la sonrisa apenas esbozada. Entonces comprendió que Muñoz había logrado descifrar el nuevo movimiento.

El jugador de ajedrez acercó un dedo al peón situado en la casilla A7, sin tocarlo:

—El peón negro que estaba en la casilla A7 se come la torre blanca en B6… —dijo, mostrándoles la situación en el tablero—. Es lo que nuestro adversario dice en su tarjeta.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Julia.

Muñoz tardó unos segundos en responder.

—Significa que renuncia a hacer otra jugada que, en cierta forma habíamos estado temiendo. Me refiero a comerse la dama blanca en E1, con la torre negra de C1… La jugada habría supuesto forzosamente un cambio de damas —levantó los ojos de las piezas y miró a Julia, preocupado—. Con todo lo que eso implica.

Julia abrió mucho los ojos.

—¿Quiere decir que renuncia a
comerme a mí
?

El jugador hizo un gesto ambiguo.

—Puede interpretarse de ese modo —estudió unos instantes la pieza que representaba la reina blanca—. Y en tal caso, nos estaría diciendo: «Puedo matar, pero lo haré cuando quiera.»

—Como el gato que juega con un ratoncillo —murmuró César, golpeando el brazo del sillón—… ¡El miserable!

—Él o ella —dijo Julia.

El anticuario chasqueó la lengua, incrédulo.

—Nadie dice que la mujer del impermeable, si es ella quien estuvo en el callejón, actúe por su cuenta. También puede ser cómplice de alguien.

—Sí, pero ¿de quién?

—Eso quisiera saber yo, querida.

—De todas formas —comentó Muñoz— si olvidan un momento a la mujer del impermeable y se fijan en la tarjeta, pueden llegar a una nueva conclusión sobre la personalidad de nuestro adversario… —los miró alternativamente y se encogió de hombros antes de señalar el ajedrez, como si considerase una pérdida de tiempo buscar respuestas fuera del tablero—. Ya sabemos que tiene una mente muy retorcida; pero resulta que además es autosuficiente… Y presuntuoso. O presuntuosa. En realidad intenta tomarnos el pelo… —indicó de nuevo el tablero, animándolos a observar la posición de las piezas—. Fíjense. En términos prácticos, en puro ajedrez, comerse la dama blanca era una mala jugada… Las blancas no habrían tenido más remedio que aceptar el cambio de damas, comiéndose la reina negra con la torre blanca que está en B2, y eso dejaría a las piezas negras en muy mala posición. Su única salida, a partir de ese momento, hubiera sido mover la torre negra de E1 a E4, amenazando al rey blanco… Pero éste se habría protegido con un simple movimiento del peón blanco de D2 a D4. Después, al verse el rey negro rodeado de piezas enemigas, sin ayuda posible, el jaque mate habría sido inevitable. Las negras perderían la partida.

—¿Quiere decir —preguntó Julia— que toda esa historia del spray sobre el coche y la amenaza a la dama blanca es sólo un farol?

—No me sorprendería en absoluto.

—¿Por qué?

—Porque nuestro enemigo ha elegido la jugada que yo mismo habría hecho en su lugar: comerse la torre blanca de B6 con el peón que estaba en A7. Eso reduce la presión de las blancas sobre el rey negro, cuya situación era muy difícil —movió la cabeza, con admiración—. Ya les dije que es buen jugador.

—¿Y ahora? —preguntó César.

Muñoz se pasó una mano por la frente y reflexionó ante el tablero.

—Ahora tenemos dos opciones… Quizá deberíamos comernos la dama negra, pero eso podría forzar a nuestro adversario a realizar un cambio de damas —miró a Julia— y eso no me gusta. No lo obliguemos a hacer algo que no ha hecho… —movió otra vez la cabeza, como si los escaques blancos y negros confirmasen sus pensamientos—. Lo curioso del asunto es que él sabe que nosotros razonaremos así. Lo que tiene mérito, pues yo veo las jugadas que hace y nos envía, mientras que él se limita a imaginar las mías… E incluso las condiciona. Hasta ahora, estamos haciendo lo que él quiere que hagamos.

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