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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (27 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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«Señora, el mismo rocío

que al despuntar la mañana

destila en vuestro jardín

sobre las rosas escarcha,

en el campo de batalla

deja caer, como lágrimas,

gotas en mi corazón,

y en mis ojos, y en mis armas…»

A veces sus ojos azules, de luminosas claridades flamencas, van del libro a los dos hombres que, en torno a la mesa, juegan la partida de escaques. El esposo medita, inclinado sobre el codo izquierdo, mientras con los dedos acaricia, distraído, el Toisón de Oro que su tío político Felipe el Bueno, ya fallecido, le envió como presente de bodas, y que lleva al cuello, al extremo de una pesada cadena de oro. Fernando de Ostenburgo duda, alarga la mano hacia una pieza, la toca y parece pensarlo mejor, rectifica y lanza una mirada de disculpa a los ojos tranquilos de Roger de Arras, cuyos labios curva una cortés sonrisa. «Quien toca mueve, monseñor», murmuran aquellos labios con un ápice de amistosa ironía, y Fernando de Ostenburgo, ligeramente avergonzado, se encoge de hombros y mueve la pieza tocada, porque sabe que su oponente ante el tablero es algo más que un cortesano; es su amigo. Y se remueve en el escabel sintiéndose, a pesar de todo, vagamente feliz, pues sabe que no es malo tener cerca a alguien que, de vez en cuando, le recuerde que incluso para los príncipes existen ciertas reglas.

Las notas de la mandolina ascienden desde el jardín y llegan a otra ventana que no puede verse desde la estancia, donde Pieter Van Huys, pintor de corte, prepara una tabla de madera de roble, compuesta por tres piezas que su ayudante acaba de encolar. El viejo maestro no está muy seguro de qué aplicación darle. Tal vez se decida por un tema religioso que hace tiempo le ronda la cabeza: una virgen joven, casi niña, que vierte lágrimas de sangre mirándose, con expresión dolorida, el regazo vacío. Pero tras considerar la cuestión, Van Huys agita la cabeza y suspira, desalentado. Sabe que jamás pintará ese cuadro. Nadie lo iba a entender como es debido, y él ya tuvo, años atrás, demasiados problemas con el Santo Oficio; sus gastados miembros no resistirían el potro. Con los dedos de uñas sucias de pintura se rasca la cabeza calva bajo el birrete de lana. Se está convirtiendo en un anciano, y lo sabe; faltan ideas prácticas y sobran confusos fantasmas de la razón. Para conjurarlos cierra un momento los ojos cansados y vuelve a abrirlos ante la tabla de roble que permanece intacta, esperando la idea que le dé vida. En el jardín suena una mandolina; sin duda, un paje enamorado. El pintor sonríe para sus adentros y, tras mojar el pincel en la cazuela de barro, sigue aplicando la imprimación en capas finas, de arriba abajo, siguiendo la veta de la madera. De vez en cuando mira por la ventana y se llena los ojos de luz, agradecido al tibio rayo de sol que, entrando oblícuamente, calienta sus viejos huesos.

Roger de Arras ha dicho algo en voz baja y el duque ríe, de buen humor, pues acaba de comerse un caballo. Y Beatriz de Ostenburgo, o de Borgoña, siente que la música es insoportablemente triste. Y está a punto de requerir a una de sus doncellas para que la haga callar, pero se contiene, pues percibe en sus notas el eco exacto, la armonía con la congoja que inunda su corazón. Y con la música se mezcla el murmullo amistoso de los dos hombres que juegan al ajedrez, mientras encuentra angustiosamente bello el poema cuyas líneas tiemblan entre sus dedos. Y en los ojos azules, desprendida del mismo rocío que cubre la rosa y las armas del caballero, hay una lágrima cuando levanta la mirada y encuentra la de Julia, que observa en silencio desde la penumbra. Y piensa que la mirada de esa joven de ojos oscuros y aspecto meridional, parecida a algunos de los retratos que vienen de Italia, no es sino el reflejo, en la superficie empañada de un espejo lejano, de su propia mirada fija y dolorida. Y a Beatriz de Ostenburgo, o de Borgoña, le parece estar fuera de la habitación, al otro lado de un cristal oscuro, y desde allí se contempla a sí misma, bajo el mutilado San Jorge del capitel gótico, ante la ventana que enmarca un cielo azul que contrasta con el negro de su vestido. Y comprende que no habrá confesión que alivie su pecado.

X. El coche azul

«Ése fue un truco sucio —dijo Haroun al Visir—.

Muéstrame otro que sea honesto».

R. Smullyan

César enarcó una ceja bajo el ala del sombrero, displicente, mientras balanceaba el paraguas, y después miró en torno con el desdén, matizado de exquisito hastío, en que solía atrincherarse cuando la realidad confirmaba sus peores aprensiones. Lo cierto es que aquella mañana el Rastro no tenía aspecto acogedor. El cielo gris amenazaba lluvia, y los propietarios de los puestos instalados en las calles por las que se extendía el mercadillo adoptaban precauciones ante un eventual chaparrón. En algunos tramos, el paseo se convertía en penoso sortear de gente, lonas y mugrientas fundas de plástico colgando de los tenderetes.

—En realidad —le dijo a Julia, que miraba una pareja de abollados candelabros de latón expuesta en el suelo, sobre una manta— esto es perder el tiempo… Hace siglos que no saco de aquí nada que merezca la pena.

Aquello no era del todo exacto, y Julia lo sabía. De vez en cuando, merced a su bien adiestrado ojo de experto, César desenterraba en el montón de escoria que era el mercado viejo, en aquel inmenso cementerio de sueños arrojados a la calle por la resaca de anónimos naufragios, una perla olvidada, un diminuto tesoro que el azar había querido mantener oculto a ojos de los demás: la copa de cristal dieciochesca, el marco antiguo, la diminuta porcelana. Y una vez, en cierto ruin tenducho de libros y revistas viejas, dos bellas páginas capitulares, delicadamente iluminadas por la destreza de algún monje anónimo del siglo XIII que, restauradas por Julia, el anticuario había terminado vendiendo por una pequeña fortuna.

Subieron despacio hacia la parte alta, donde, a lo largo de un par de edificios de muros desconchados y en sombríos patios interiores comunicados por pasadizos con verjas de hierro, estaba la mayor parte de las tiendas especializadas en antigüedades a las que podía considerarse razonablemente serias; aunque incluso al referirse a ellas, César añadía un gesto de prudencia escéptica.

—¿A qué hora has quedado con tu proveedor?

Tras cambiar de mano el paraguas —una pieza carísima, con mango de plata bellamente torneado— César se echó hacia atrás el puño izquierdo de la camisa, mirando la esfera del cronómetro de oro que llevaba en la muñeca. Estaba muy elegante con el sombrero de fieltro color tabaco, de ala ancha y cinta de seda, y el abrigo de pelo de camello sobre los hombros, con un pañuelo asomando entre el cuello desabrochado de la camisa de seda. Siempre en todo tipo de límites pero sin transgredir ninguno.

—Dentro de quince minutos. Tenemos tiempo.

Curiosearon un poco en los tenderetes. Bajo la mirada socarrona de César, Julia se interesó por un plato de madera pintada, un amarillento paisaje de trazos groseros que representaba una escena rural; un carro de bueyes alejándose por un camino entre árboles.

—No irás a comprar eso, queridísima —silabeó el anticuario, paladeando su reprobación—. Es infame… ¿Ni siquiera piensas regatear?

Julia abrió el bolso que llevaba colgado del hombro, y extrajo el monedero, haciendo caso omiso de las protestas de César.

—No sé de qué te quejas —dijo mientras le envolvían el plato en unas páginas de revista ilustrada—. Siempre te oí decir que la gente
comme il faut
no discute nunca un precio: lo paga a tocateja o se va con la cabeza muy alta.

—Esa regla no es válida aquí —César miraba a su alrededor con marcado despego profesional, arrugando la nariz ante la visión plebeya de los puestos de baratijas—. No con esta gente.

Julia metió el paquete en su bolso.

—Aún así, podías haber tenido el detalle de regalármelo tú… Cuando era una cría me comprabas todos los caprichos.

—Cuando eras una cría te mimé en exceso. Además, me niego a pagar esa vulgaridad.

—Lo que pasa es que te has vuelto tacaño. Con la edad.

—Calla, víbora —el ala del sombrero dejó en sombra el rostro del anticuario cuando lo inclinó para encender un cigarrillo, frente al escaparate de una tienda atestada de polvorientas muñecas de época—. Ni una palabra más o te borro de mi testamento.

Desde abajo, Julia lo vio ascender dignamente por los peldaños de la escalinata, un poco en alto la mano que sostenía la boquilla de marfil, con aquel aire que César solía adoptar a menudo, entre desdeñoso y hastiado, lánguido gesto de quien no espera encontrar gran cosa al final del camino, sin que eso sea obstáculo para que, por mera cuestión de estética, decida recorrerlo con la mayor compostura posible. Como un Carlos Estuardo que subiera al patíbulo casi haciéndole un favor al verdugo, con el
remember
ya preparado a flor de labios y dispuesto a hacerse decapitar de perfil, a tono con las monedas acuñadas con su efigie.

Bien sujeto el bolso contra su costado, precavida contra los carteristas, Julia deambuló entre los puestos. En aquella parte había demasiada gente, así que decidió volver sobre sus pasos, hacia la escalinata cuya barandilla daba sobre la plaza y la calle principal del mercado, que desde allí se veían atestadas de toldos y colgaduras bajo los que hormigueaba la muchedumbre.

Disponía de una hora hasta reunirse de nuevo con César, en un pequeño café de la plaza, entre una tienda de instrumentos náuticos y un ropavejero especializado en desechos militares. Encendió un Chesterfield acodada en la barandilla, y fumó durante un rato, inmóvil, mirando pasar la gente. Bajo la escalinata, sentado en el brocal de una fuente de piedra llena de papeles, mondaduras de frutas y latas vacías de cerveza, un joven de largos cabellos rubios, cubierto con un poncho, tocaba melodías andinas en una rudimentaria flauta de caña. Escuchó la música unos instantes y después dejó vagar su atención por el mercado, cuyo rumor ascendía hasta ella amortiguado por la altura en que se encontraba. Estuvo así hasta apurar el cigarrillo y después bajó por la escalinata, deteniéndose ante el escaparate de las muñecas. Las había vestidas y desnudas, con pintoresco traje de campesinas o complicados vestidos románticos que incluían guantes, sombreros y sombrilla. Algunas representaban niñas y otras mujeres adultas, Las había de rasgos groseros, infantiles, ingenuos, perversos… Los brazos y manos se alzaban a mitad de un imaginario movimiento en diversas posturas, como si los hubiese sorprendido así el soplo frío del tiempo transcurrido desde que las abandonó, o vendió, o murió, su propietaria. Niñas que al final fueron mujeres, pensó Julia, hermosas o desprovistas de atractivo, que después, alguna vez, amaron o quizá fueron amadas, habían acariciado esos cuerpos de trapo, cartón y porcelana con manos que ahora se consumían en el polvo de los cementerios. Pero todas aquellas muñecas sobrevivían a sus poseedoras; eran testigos mudos, inmóviles, que guardaban en sus imaginarias retinas viejas escenas domésticas, ya borradas del tiempo y la memoria de los vivos. Desvaídos cuadros esbozados entre brumas de nostalgia, momentos de intimidad familiar, canciones infantiles, amorosos abrazos. Y también lágrimas y desengaños, sueños reducidos a cenizas, decadencia y tristeza. Quizá, incluso, maldad. Había algo sobrecogedor en aquella multitud de ojos de vidrio y porcelana que la miraban sin parpadear, con la hierática sabiduría que sólo el tiempo posee, ojos inmóviles incrustados en pálidos rostros de cera o cartón, junto a vestidos que el tiempo había oscurecido hasta dar un tono apagado y sucio a puntillas y encajes. Y el cabello peinado o en desorden, pelo natural —el pensamiento la hizo estremecerse— que había pertenecido a mujeres vivas. Con melancólica asociación de ideas le vino a la memoria el fragmento de un poema que había oído recitar a César tiempo atrás:

Si se conservasen todos los cabellos

de las mujeres que han muerto…

Le costó apartar los ojos del escaparate, cuyo cristal reflejaba, sobre ella, las pesadas nubes grises que ensombrecían la ciudad. Y al volverse, dispuesta a seguir su camino, vio a Max. Casi tropezó con él en mitad de la escalinata. Llevaba un grueso chaquetón marino, con el cuello subido hasta la coleta en la que se recogía el pelo, y miraba hacia abajo, como si se alejara de alguien cuya proximidad lo inquietase.

—Vaya sorpresa —dijo él, y sonrió con aquel gesto de lobo guapo que tanto le gustaba a Menchu, antes de cambiar un par de trivialidades sobre el tiempo desapacible y el gentío que abarrotaba el mercado. Al principio no dio explicaciones sobre su presencia allí, pero Julia observó que se mantenía levemente alerta, un tanto furtivo, como si estuviese pendiente de algo, o de alguien. Tal vez Menchu, pues, como dijo después, estaban citados allí cerca: una confusa historia de marcos de ocasión que, una vez recompuestos —Julia se había ocupado de ello muchas veces— daban realce a algunos de los lienzos expuestos en la galería de arte.

Max no le era simpático, y Julia atribuía a eso la incomodidad que siempre experimentaba en su presencia. Al margen de la naturaleza de las relaciones que mantenía con su amiga, había algo en él, entrevisto ya desde que se conocieron, que desagradaba a la joven. César, cuya fina intuición femenina nunca erraba, solía afirmar que en Max, aparte hechuras de hermoso ejemplar, había algo indefinible, mezquino, que afloraba a la superficie en su manera torcida de sonreír, o en la forma insolente con que miraba a Julia. Era la de Max una mirada que no se sostenía durante demasiado tiempo, pero que cuando Julia ya olvidaba, volvía a descubrir al siguiente vistazo, taimada y al acecho, huidiza y al mismo tiempo constante. No era de aquellas ojeadas inconcretas que vagan por los alrededores antes de volver a posarse tranquilamente sobre el objeto o la persona en cuestión, al estilo de Paco Montegrifo, sino de las que se intuyen fijas cuando creen que nadie las percibe, y se tornan esquivas al sentirse observadas. «La mirada de quien se propone, como mínimo, robarte la cartera», había dicho una vez César refiriéndose al amante de Menchu. Y Julia, que al escuchar aquello sólo opuso un gesto de reprobación a la malicia del anticuario, tuvo que admitir, en su interior, lo exacto de esas palabras.

Terciaban, además, otros aspectos turbios en la cuestión. Julia sabía que aquellas miradas encerraban algo más que curiosidad. Seguro de su atractivo físico, Max se conducía a menudo, en ausencia o a espaldas de Menchu, de una forma calculada e insinuante. Cualquier duda al respecto quedó resuelta durante una velada en casa de Menchu, a altas horas de la noche. La conversación languidecía cuando su amiga salió un momento de la habitación, en busca de hielo. Max, inclinado hacia la mesita donde estaban las bebidas, había cogido el vaso de Julia, llevándoselo a la boca. Eso fue todo, y lo habría sido efectivamente si, al dejarlo sobre la mesa, no hubiese mirado a la joven durante apenas un segundo, antes de pasarse la lengua por los labios y sonreír con cínica pesadumbre, lamentando que las circunstancias limitaran a eso la intrusión en su intimidad. Por supuesto, Menchu seguía ajena a todo, y Julia se habría quemado la lengua antes de confiarle una cuestión que sonaría ridícula expresada en voz alta. Así que, a partir del incidente del vaso, adoptó frente a Max la única actitud posible: un riguroso desprecio en la forma de dirigirse a él cuando las circunstancias lo hacían inevitable. Una frialdad calculada para marcar distancias cuando ambos coincidían, como aquella mañana en el Rastro, frente a frente y sin testigos.

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