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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (26 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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Muñoz lo meditó detenidamente.

—Creo que no —dijo al cabo de unos instantes—. Porque las leyes generales de la lógica son las mismas para todo. La música, como el ajedrez, responde a reglas. Todo es cuestión de ponerse a la tarea hasta aislar un símbolo, una clave —torció levemente media boca—. Como la piedra de Rosetta de los egiptólogos. Obtenida ésta, ya sólo es cuestión de trabajo, de método. Y de tiempo.

Belmonte parpadeaba, burlón.

—¿Usted cree?… ¿Sostiene de veras que todos los mensajes ocultos son descifrables?… ¿Que siempre es posible resolver algo de forma exacta aplicando un sistema?

—Estoy seguro de ello. Porque hay un sistema universal; unas leyes generales que permiten demostrar lo demostrable y descartar lo descartable.

El anciano hizo un movimiento escéptico.

—Disiento por completo, y perdone. Lo que yo pienso es que todas las divisiones, clasificaciones, distribuciones y sistemas que adjudicamos al Universo son ficticios, arbitrarios… No hay una sola que no contenga su propia contradicción. Se lo dice un viejo que ha vivido lo suyo.

Muñoz se removió un poco en el asiento, paseando la mirada por la habitación. No parecía muy satisfecho con el derrotero de la charla, pero Julia tuvo la impresión de que tampoco deseaba cambiar de tema. Sabía que aquel hombre no era partidario de palabras superfluas, así que, concluyó, algo debía de pretender con aquello. Tal vez también Belmonte figuraba entre las piezas que el ajedrecista estudiaba para resolver el misterio.

—Eso es discutible —dijo por fin Muñoz—. El Universo está lleno, por ejemplo, de infinitos demostrables: los números primos, las combinaciones de ajedrez…

—¿De veras cree usted eso?… ¿Que todo es demostrable? Permítame que le diga, como músico que he sido —el anciano señaló sus piernas inválidas con tranquilo desdén—, o que a pesar de esto todavía soy, que cualquier sistema es incompleto. Que la demostrabilidad es un concepto mucho más endeble que la verdad.

—La verdad es como la mejor jugada en ajedrez: existe, pero hay que buscarla. Con tiempo suficiente, siempre es demostrable.

Al oír aquello, Belmonte sonrió con malicia.

—Yo diría, más bien, que esa jugada perfecta, llámese así o llámese verdad a secas, existe, quizá. Pero no siempre puede ser demostrada. Y que cualquier sistema que lo intente es limitado y relativo. Mande usted mi Van Huys a Marte, o al planeta Equis, a ver si alguien es capaz de resolverle el problema allí. Aún diría más: envíeles ese disco que usted está escuchando ahora. O, puestos a rizar el rizo, envíeselo roto. ¿Qué significación es la que contiene, entonces?… Y ya que parece aficionado a las leyes exactas, le recuerdo que los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados en la geometría euclidiana, pero más en la elíptica y menos en la hiperbólica… Y es que no hay un sistema único, no hay axiomas. Los sistemas son dispares incluso dentro del sistema… ¿Es usted aficionado a resolver paradojas? No sólo la música, la pintura e imagino que el ajedrez están llenos de ellas. Fíjese —alargó la mano hacia la mesa y cogió lápiz y papel, escribiendo unas líneas que después mostró a Muñoz—. Échele un vistazo a esto, por favor.

El ajedrecista leyó en voz alta:


El enunciado que en este momento estoy escribiendo es el que en este momento usted está leyendo
… —miró a Belmonte, sorprendido—. ¿Y bien?

—Pues eso mismo. Ese enunciado ha sido escrito por mí hace un minuto y medio, y usted lo acaba de leer hace sólo cuarenta segundos. Es decir, mi escritura y su lectura corresponden a momentos distintos. Pero sobre el papel
este momento
y
este momento
son, indudablemente,
el mismo momento
… Luego el enunciado, que por una parte es real, por la otra carece de validez… ¿O es el concepto de tiempo lo que dejamos fuera de juego?… ¿No es un buen ejemplo de paradoja?… Veo que no tiene usted respuesta para eso, y lo mismo sucede con el auténtico fondo de los enigmas que pueda plantear mi Van Huys o cualquier otra cosa… ¿Quién le dice a usted que su solución del problema es la correcta? ¿Su intuición y su sistema? Bueno, ¿y con qué sistema superior cuenta para demostrar que su intuición y su sistema son válidos? ¿Y con qué otro sistema confirma esos dos sistemas?… Usted es jugador de ajedrez, y le interesarán, supongo, estos versos:

Y Belmonte recitó, con largas pausas:

También el jugador es prisionero

—la sentencia es de Omar— de otro tablero

de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonías…?

—El mundo es una inmensa paradoja —concluyó el anciano—. Y lo desafío a demostrar lo contrario.

Julia miró a Muñoz, viendo que el jugador de ajedrez observaba con fijeza a Belmonte. Ladeaba ligeramente la cabeza y sus ojos se habían vuelto opacos. Parecía desconcertado.

Tamizada por el vodka, la música —jazz suave, con el volumen muy bajo, apenas un rumor tenue que parecía brotar de los rincones en sombras de la habitación— la rodeaba como una íntima caricia, amortiguada y sedante, cuyo resultado se traducía en apacible lucidez. Era como si todo, noche, música, sombras, claroscuros, incluso la cómoda sensación de su nuca apoyada en el brazo del sofá de cuero, se conjugase en una armonía perfecta en la que todo, hasta el más pequeño objeto alrededor de Julia, hasta el más difuso pensamiento, encontrase el lugar preciso en la mente o en el espacio, encajando con exactitud geométrica en su percepción y en su conciencia.

Nada, ni las más sombrías evocaciones, hubiera sido capaz de romper la calma que reinaba en el espíritu de la joven. Era la primera vez que recobraba aquella sensación de equilibrio, y se sumía en ella con absoluto abandono. Ni el sonido del teléfono, anunciando los silencios amenazantes que ya casi eran familiares, habría roto la magia. Y, con los ojos cerrados, moviendo suavemente la cabeza al compás de la música, Julia se permitió una íntima sonrisa de simpatía. En momentos como aquél era sencillo vivir en paz consigo misma.

Abrió los ojos con pereza. En la penumbra, el rostro policromado de una virgen gótica también sonreía, con la mirada perdida en la quietud de los siglos. Apoyado en la pata de la mesa, sobre la alfombra Shiraz manchada de pintura, un cuadro en marco ovalado, con el barniz a medio quitar, mostraba un paisaje romántico andaluz, nostálgico y apacible: un río sevillano de mansa corriente, con verdes orillas frondosas y una barca y árboles en la distancia. Y en el centro de la habitación —tallas, marcos, bronces, pinturas, frascos de disolvente, lienzos en las paredes y en el suelo, un Cristo barroco a medio restaurar, libros de arte apilados junto a discos y cerámicas—, en una extraña intersección de líneas y perspectivas casual, pero evidente,
La partida de ajedrez
presidía, solemne, aquel ordenado desorden que tanto recordaba a una almoneda o una tienda de anticuario. La amortiguada luz que provenía del vestíbulo proyectaba sobre el cuadro un estrecho rectángulo de claridad, suficiente para que la superficie de la tabla flamenca cobrase vida, y sus detalles, aunque matizados en engañoso claroscuro, fuesen perceptibles desde la posición que Julia ocupaba. Estaba descalza, con las piernas desnudas bajo un holgado jersey de lana negra que le cubría hasta el arranque de los muslos. La lluvia repiqueteaba en el tragaluz del techo, pero no hacía frío en la habitación; los radiadores conservaban el calor.

Sin apartar los ojos del cuadro alargó una mano, buscando a tientas el paquete de tabaco sobre la alfombra, junto al vaso y la botella de cristal tallado. Cuando lo encontró se lo puso sobre el estómago, extrajo despacio un cigarrillo y lo llevó a los labios, sin encenderlo. En aquel momento ni siquiera necesitaba fumar.

Las letras doradas de la inscripción recién descubierta relucían en la penumbra. Había sido un trabajo minucioso y difícil, ejecutado con innumerables pausas para fotografiar cada fase del proceso, a medida que, tras retirar la capa exterior de resinato de cobre, el oropimente de los caracteres góticos iba quedando al descubierto, quinientos años después de que Pieter Van Huys lo cubriese para velar más el misterio.

Y ahora estaba por fin allí, a la vista:
Quis necavit equitem
. Julia hubiera preferido dejar la inscripción cubierta con la capa de pigmento original, ya que bastaban las radiografías para confirmar su existencia; pero Montegrifo había insistido en sacarla a la luz —según el subastador, eso excitaba el morbo de los clientes—. Pronto el cuadro sería exhibido ante los ojos de todo el mundo; subastadores, coleccionistas, historiadores… La discreta privacidad de que había gozado hasta entonces, salvo la breve etapa en las galerías del Prado, terminaba para siempre. Dentro de poco,
La partida de ajedrez
empezaría a ser estudiado por especialistas, iba a convertirse en centro de polémicos debates, se escribirían sobre él artículos de prensa, tesis eruditas, textos especializados como el que ya preparaba la misma Julia… Ni siquiera su autor, el viejo maestro flamenco, pudo imaginar nunca que su cuadro iba a conocer semejante fama. En cuanto a Fernando Altenhoffen, sus huesos se estremecerían de placer bajo una polvorienta lápida, en la cripta de alguna abadía belga o francesa, si el eco de todo llegase hasta él. A fin de cuentas, su memoria iba a quedar debidamente rehabilitada. Un par de líneas en los libros de Historia tendrían que ser escritas de nuevo.

Miró el cuadro. Casi toda la capa exterior de barniz oxidado había desaparecido, y con él la veladura amarillenta que hasta entonces empañaba los colores. Desbarnizado y con la inscripción al descubierto, tenía ahora una luminosidad y una perfección de color visible aun en penumbra. Los contornos de las figuras se percibían extremadamente precisos, de una nitidez y concisión perfectas, y el equilibrio que caracterizaba la escena doméstica —paradójicamente doméstica, pensó Julia— era tan representativo de un estilo y una época que, sin duda, aquel cuadro alcanzaría en la subasta un precio asombroso.

Paradójicamente doméstica; el concepto era riguroso. Nada hacía sospechar, en los dos graves caballeros que jugaban al ajedrez ni en la dama vestida de negro que leía, ojos bajos y expresión recatada junto a la ventana ojival, el drama que, como la raíz retorcida de una planta de hermosa apariencia, se enroscaba en el fondo de la escena.

Observó el perfil de Roger de Arras inclinado sobre el tablero, absorto en aquella partida en la que le iba la vida; en la que, en realidad, él ya estaba muerto. Con su gorjal de acero en torno al cuello y el coselete que le daban un aire militar, del soldado que en otro tiempo fue. Del guerrero con cuyos atributos, tal vez cubierto por armadura bruñida como la del caballero que cabalgaba junto al Diablo, la había escoltado a ella, camino del lecho nupcial al que la destinaban razones de Estado. La vio con plena lucidez, a Beatriz, aún doncella, más joven que en el cuadro, cuando la amargura aún no había puesto pliegues en torno a su boca, asomada entre las cortinas de la litera, sofocada la risa cómplice del aya que viajaba a su lado, espiando con admiración al gallardo gentilhombre cuya fama lo había precedido; el amigo de confianza de su futuro esposo, el hombre aún joven que, tras batirse bajo las lises de Francia contra el leopardo inglés, había buscado la paz junto al compañero de la infancia. Y adivinó los ojos azules, muy abiertos, cruzar durante un momento la mirada con los ojos serenos y fatigados del caballero.

Era imposible que a ambos los hubiese unido nunca más que esa mirada. Por alguna razón confusa, por un giro inexplicable de la imaginación —como si las horas pasadas trabajando en el cuadro establecieran un misterioso hilo conductor entre ella y aquel fragmento del pasado—, Julia contemplaba, o creía contemplar, la escena del Van Huys con la misma familiaridad de quien había vivido junto a los personajes, sin perder detalle, los pormenores de la historia. El espejo redondo de la pared, pintado en el cuadro, que reflejaba el breve escorzo de los jugadores, también la contenía a ella, del mismo modo que el espejo de
Las Meninas
reflejaba a los reyes mirando —¿dentro o fuera del cuadro?— la escena pintada por Velázquez, o el espejo de
Los Arnolfini
la presencia, la minuciosa mirada de Jan Van Eyck.

Sonrió en las sombras, decidiéndose por fin a encender el cigarrillo. La luz del fósforo la deslumbró un instante y ocultó de su vista
La partida de ajedrez
, y luego, poco a poco, su retina ajustó de nuevo la escena, los personajes, los colores. Ella misma, de eso tenía ahora la certeza, estuvo siempre allí, desde el principio; desde que Pieter Van Huys imaginó aquel momento. Antes incluso de que el maestro flamenco preparase con arte el carbonato de calcio y la cola animal con que impregnaría la tabla para empezar a pintarla.

Beatriz, duquesa de Ostenburgo. Una mandolina, tañida por un paje al pie del muro, pone en sus ojos inclinados sobre el libro una nota de melancolía. Recuerda su juventud en Borgoña, sus esperanzas y ensueños. En la ventana que enmarca el purísimo cielo azul de Flandes, un capitel de piedra recrea un gallardo San Jorge alanceando el dragón que se retuerce bajo las patas del caballo. Al San Jorge, eso no escapa a la mirada implacable del pintor que observa la escena —ni tampoco a la de Julia, que observa al pintorel tiempo le ha quebrado el extremo superior de la lanza, y en el lugar donde el pie derecho, calzado sin duda con aguda espuela, mostraba un agresivo relieve, hay sólo un fragmento roto. Es, pues, un San Jorge armado a medias y cojo, con el escudo de piedra roído por el viento y la lluvia, el que extermina al dragón infame. Pero tal vez eso hace más entrañable la figura del caballero que a Julia, por una curiosa trasposición de ideas, le recuerda la marcial apostura de un mutilado soldadito de plomo.

Lee Beatriz de Ostenburgo, que, a pesar de su matrimonio, por linaje y orgullo de sangre jamás ha dejado de serlo de Borgoña. Y lee un curioso libro ornado con clavos de plata, con cinta de seda para marcar las páginas, y cuyas capitulares son primorosas miniaturas coloreadas por el maestro del
Coeur d’Amour epris
: un libro titulado
Poema de la dama y el caballero
que, si bien de autor oficialmente anónimo, todo el mundo sabe que fue escrito casi diez años atrás, en la corte francesa del rey Carlos Valois, por un caballero ostenburgués llamado Roger de Arras:

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