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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (31 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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Aspiró de nuevo el humo del cigarrillo y lo retuvo durante largo rato, deseando aturdirse hasta que sus pensamientos derivaran lejos de allí. ¡Qué distantes quedaban los tiempos de finales felices, incompatibles con cualquier tipo de lucidez!… A veces resultaba muy duro verse en el espejo, desterrada para siempre del País de Nunca Jamás.

Apagó la luz y se quedó fumando sentada en la alfombra, frente al Van Huys que adivinaba ante sí. Permaneció inmóvil hasta mucho después de terminar el cigarrillo, viendo con la imaginación a los personajes del cuadro, mientras escuchaba el lejano rumor de la resaca de sus vidas, en torno a
La partida de ajedrez
que se prolongaba a través del tiempo y el espacio para continuar aún, como el lento e implacable mecanismo de un reloj que desafiara a los siglos, sin que nadie pudiese prever su final. Entonces Julia se olvidó de todo; de Menchu, de la nostalgia del tiempo perdido, y sintió un estremecimiento ya familiar, que era de temor, sí; pero también un retorcido e insólito consuelo. Una especie de morbosa expectación. Como cuando era niña y se acurrucaba en César para escuchar una nueva historia. Después de todo, tal vez Jaime Garfio no se había desvanecido para siempre en las nieblas del pasado. Quizá, simplemente, ahora jugaba al ajedrez.

Cuando despertó, Menchu aún dormía. Procuró vestirse sin hacer ruido, puso un juego de llaves sobre la mesa y salió, cerrando con cuidado la puerta a su espalda. Ya eran casi las diez de la mañana, pero la lluvia había dado paso a una bruma sucia, de niebla y contaminación, que difuminaba los contornos grises de los edificios y confería a los coches, que circulaban con las luces encendidas, una apariencia fantasmal, descomponiendo el reflejo de sus faros sobre el asfalto en infinitos puntos de claridad, tejiendo en torno a Julia, que caminaba con las manos dentro de los bolsillos de su gabardina, una atmósfera luminosa e irreal.

Belmonte la recibió en su silla de ruedas, en el salón cuya pared seguía conservando la huella del Van Huys. El inevitable Bach sonaba en el gramófono, y Julia se preguntó, mientras sacaba el dossier de su bolso, si el anciano lo hacía sonar cada vez que ella lo visitaba. Belmonte lamentó la ausencia de Muñoz, el matemático-ajedrecista, como dijo con una ironía que no pasó inadvertida, y después echó un detenido vistazo al informe que Julia traía sobre el cuadro: todos los datos históricos, las conclusiones finales de Muñoz sobre el enigma de Roger de Arras, fotografías de las diversas fases de la restauración, y el folleto en color, recién impreso por Claymore, sobre el cuadro y la subasta. Leía en silencio, asintiendo satisfecho. A veces levantaba la cabeza para mirar a Julia, admirado, antes de enfrascarse de nuevo en el informe.

—Excelente —dijo por fin, cerrando la carpeta cuando hubo terminado—. Es usted una joven extraordinaria.

—No he sido yo sola. Ya sabe que mucha gente ha trabajado en esto… Paco Montegrifo, Menchu Roch, Muñoz… —vaciló un instante—. También hemos recurrido a expertos en arte.

—¿Se refiere al fallecido profesor Ortega?

Julia lo miró, sorprendida.

—Ignoraba que usted sabía eso.

El anciano sonrió esquinadamente.

—Pues ya ve. Cuando apareció muerto, la policía se puso en contacto con mis sobrinos y conmigo… Vino a verme un inspector, no recuerdo su nombre… Tenía un bigote grande, así, y era gordo.

—Se llama Feijoo. Inspector jefe Feijoo —desvió la mirada, incómoda. Maldita sea su estampa, pensaba. Maldito policía inútil—… Pero usted no dijo nada la última vez que estuve aquí.

—Esperaba que me lo contara. Si no lo hace, deduje, tendrá sus motivos.

Había reserva en el tono del anciano, y Julia comprendió que estaba a punto de perder un aliado.

—Yo creía… Quiero decir que lo siento, de verdad. Temí inquietarle con esas historias. Al fin y al cabo, usted…

—¿Se refiere a mi edad y a mi salud? —Belmonte cruzó sobre el estómago las manos huesudas y moteadas—. ¿O le preocupaba que eso influyera en el destino del cuadro?

La joven movió la cabeza, sin saber qué decir. Después sonrió mientras se encogía de hombros, con un aire de confusa sinceridad que, ella lo sabía perfectamente, era la única respuesta que satisfaría al viejo.

—¿Qué puedo decirle? —murmuró, comprobando que había dado en el blanco cuando Belmonte sonrió a su vez, aceptando el clima de complicidad que le ofrecía.

—No se preocupe. La vida es difícil, y las relaciones humanas mucho más.

—Le aseguro que…

—No es necesario que asegure nada. Hablábamos del profesor Ortega… ¿Fue un accidente?

—Creo que sí —mintió Julia—. Al menos eso tengo entendido.

El anciano se miró las manos. Resultaba imposible saber si la creía o no.

—Sigue siendo terrible… ¿No le parece? —le dirigió una mirada profunda y grave, en la que apuntaba una difusa inquietud—. Ese tipo de cosas, hablo de la muerte, me impresionan un poco. Y a mi edad debería ser lo contrario. Es curioso como, en contra de toda lógica, uno se aferra a la existencia en proporción inversa a la cantidad de vida que tiene por delante.

Por un momento, Julia estuvo a punto de confiarle el resto de la historia: la existencia del jugador misterioso, las amenazas, la sensación oscura que sentía pesar sobre ella. La maldición del Van Huys, cuya huella, el rectángulo vacío bajo el clavo oxidado, los vigilaba desde la pared como un mal presagio. Pero eso significaba entrar en explicaciones que no se sentía con fuerzas para dar. También temía alarmar aún más al anciano, innecesariamente.

—No hay por qué preocuparse —mintió de nuevo, con aplomo—. Todo está bajo control. Como el cuadro.

Se sonrieron otra vez, pero de forma forzada. Julia seguía sin saber si Belmonte la creía o no. Después de un momento, el inválido se apoyó en el respaldo de su silla de ruedas y frunció el ceño.

—Respecto al cuadro, quería decirle algo… —se detuvo y reflexionó un poco antes de continuar—. El otro día, después de que me visitaran usted y su amigo ajedrecista, estuve dándole vueltas al contenido del Van Huys… ¿Recuerda lo que discutimos sobre un sistema necesario para comprender otro sistema, y que ambos necesitaban un sistema superior, y así indefinidamente?… ¿El poema de Borges sobre ajedrez, y qué Dios después de Dios mueve al jugador que mueve las piezas?… Pues ahora, fíjese, creo que hay algo de eso en el cuadro. Algo que se contiene a sí mismo, y que además se repite a sí mismo, llevándolo a uno continuamente al punto de partida… En mi opinión, la verdadera clave para interpretar
La partida de ajedrez
no abre un camino lineal, una progresión que se aleje del principio, sino que esa pintura parece retornar una y otra vez, como si condujese a su propio interior… ¿Me comprende?

Asintió Julia, pendiente de las palabras del anciano. Lo que acababa de escuchar no era sino la confirmación, razonada y en voz alta, de sus propias intuiciones. Recordó el croquis que ella misma había trazado, los seis niveles que se contenían unos a otros, el eterno retorno al punto de partida, los cuadros dentro del cuadro.

—Lo comprendo mejor de lo que piensa —dijo—. Es como si el cuadro se acusara a sí mismo.

Belmonte vaciló, confuso.

—¿Acusar? Eso ya rebasa un poco mi idea —meditó un instante y después, con un movimiento de cejas, pareció descartar lo incomprensible—. Yo me refería a otra cosa… —señaló el gramófono—. Escuche a Bach.

—Como siempre.

Sonrió Belmonte, cómplice.

—Hoy no entraba en mis cálculos hacerme acompañar por Johan Sebastian, pero he decidido evocarlo en su honor. Se trata de la
Suite francesa número 5
, y fíjese: esa composición consta de dos mitades, cada una de ellas repetida. La nota tónica de la primera mitad es
sol
, y cuando acaba lo hace en la tonalidad
re
… ¿Se da cuenta? Ahora atienda: parece que la pieza ha terminado en esa tonalidad, pero de pronto el tramposo de Bach nos hace volver de un salto al comienzo, otra vez con sol como tónica y modula de nuevo a
re
. Y sin que sepamos bien cómo, eso ocurre una y otra vez… ¿Qué le parece?

—Me parece apasionante —Julia seguía, atenta, los acordes musicales—. Es como un rizo continuo… Como esos cuadros y dibujos de Escher, con un río que discurre, cae en cascada e, inexplicablemente se encuentra en el punto de partida… O la escalera que conduce a ninguna parte, al comienzo mismo de la escalera.

Belmonte asintió, satisfecho.

—Exacto. Y es que es posible tocar en muchas claves —miró el rectángulo vacío de la pared—. Lo difícil, supongo, es saber en qué punto de esos círculos se encuentra uno mismo.

—Tiene razón. Sería muy largo explicárselo, pero en todo lo que está pasando con el cuadro hay algo de eso. Cuando parece que la historia termina, vuelve a empezar de nuevo, aunque sea en otra dirección. En otra dirección aparente… Porque tal vez no nos movemos del mismo sitio.

Belmonte se encogió de hombros.

—Esa es una paradoja que deben resolver usted y su amigo el ajedrecista. A mí me faltan datos. Y, como sabe, sólo soy un aficionado. Ni siquiera fui capaz de adivinar que esa partida se juega hacia atrás —miró largamente a Julia—. Y si tenemos en cuenta a Bach, eso en mí resulta imperdonable.

La joven metió la mano en el bolso para sacar el paquete de tabaco, meditando sobre las inesperadas y recientes interpretaciones. Hilos del ovillo, pensaba. Demasiados hilos para un solo ovillo.

—Además de la policía, y de mí, ¿ha recibido en los últimos tiempos la visita de alguien interesado en el cuadro?… ¿O en el ajedrez?

El anciano tardó en responder, como si intentara averiguar lo que encerraba aquella pregunta. Después se encogió de hombros.

—Ni lo uno ni lo otro. En tiempos de mi mujer sí venía gente a casa; ella era más sociable que yo. Pero desde que enviudé sólo he mantenido relación con algunos amigos. Esteban Cano, por ejemplo; usted es demasiado joven para haberlo conocido cuando era un violinista de éxito… Pero se murió un invierno, ahora va a hacer dos años… La verdad es que mi vieja y pequeña tertulia ha ido desapareciendo; yo soy de los pocos supervivientes —sonrió resignado—. Queda Pepe, un buen amigo. Pepín Pérez Giménez, jubilado como yo, que aún frecuenta el casino y viene de vez en cuando a echar una partida. Pero tiene casi setenta años y fuertes jaquecas cuando juega más de media hora. Era un gran ajedrecista… Aún juega de vez en cuando conmigo. O con mi sobrina.

Julia, que estaba cogiendo un cigarrillo, se quedó quieta. Cuando recobró el movimiento lo hizo muy despacio, como si un gesto de emoción o impaciencia pudiera hacer desvanecerse lo que acababa de escuchar.

—¿Su sobrina juega al ajedrez?

—¿Lola?… Bastante bien —el inválido sonrió de forma peculiar, como si lamentase que las virtudes de su sobrina no se extendieran también a otras facetas de la vida—. Yo mismo la enseñé a jugar, hace muchos años; pero superó al maestro.

Julia procuraba mantener la calma, lo que no era fácil. Se obligó a sí misma a encender despacio el cigarrillo, y exhaló dos lentas bocanadas de humo antes de hablar de nuevo. Sentía el corazón latirle aceleradamente en el pecho. Un tiro a ciegas.

—¿Qué piensa su sobrina del cuadro?… ¿Le pareció bien que decidiera venderlo?

—Le pareció de perlas. Y a su marido mucho más —en el tono del anciano latía una punzada amarga—. Supongo que Alfonso ya tiene previsto en qué número de la ruleta apostar cada céntimo del Van Huys.

—Pero aún no lo tiene —puntualizó Julia, mirando con fijeza a Belmonte.

El inválido sostuvo la mirada de Julia, imperturbable, sin responder durante un largo instante. Después, un reflejo de dureza destelló en sus ojos claros y húmedos antes de extinguirse con rapidez.

—En mis tiempos —dijo, con inesperado buen humor, y Julia sólo pudo ya encontrar en sus ojos una plácida ironía— decíamos que no se debe vender la piel de un zorro antes de cazarlo…

Julia le ofreció el paquete de tabaco.

—¿Alguna vez mencionó su sobrina algo relacionado con el misterio del cuadro, con los personajes o la partida?

—No recuerdo —el anciano aspiró profundamente el humo—. Fue usted quien trajo las primeras noticias. Para nosotros había sido, hasta entonces, una pintura especial, pero no extraordinaria… Ni misteriosa —miró el rectángulo de la pared, pensativo—. Todo parecía estar a la vista.

—¿Sabe si antes o durante la época en que Alfonso les presentó a Menchu Roch, su sobrina estaba ya en tratos con alguien?

Belmonte frunció el ceño. Aquella posibilidad parecía desagradarle profundamente.

—Espero que no. A fin de cuentas, el cuadro era mío —miró el cigarrillo que sostenía entre los dedos como un agonizante contempla los santos óleos, y esbozó una mueca astuta, cargada de sabia malicia—. Y lo sigue siendo.

—Permítame otra pregunta, don Manuel.

—A usted se lo permito todo.

—¿Alguna vez oyó hablar a sus sobrinos de consultar con un historiador de arte?

—No creo. No lo recuerdo, y pienso que me acordaría de una cosa así… —miró a Julia, intrigado. A sus ojos había vuelto el recelo—. El profesor Ortega se dedicaba a eso, ¿no? A la Historia del Arte. Espero que no trate de insinuar…

Julia recogió velas. Aquello era ir demasiado lejos, así que salió del paso con la mejor de sus sonrisas.

—No me refería a Álvaro Ortega, sino a un historiador cualquiera… No es absurdo pensar que su sobrina tuviese la curiosidad de averiguar el valor del cuadro, o sus antecedentes…

Belmonte se miró el dorso de las manos moteadas, con aire reflexivo.

—Nunca habló de eso. Pero imagino que me lo habría dicho, porque hablábamos mucho del Van Huys. Sobre todo al jugar la misma partida, la que ocupa a los personajes… La jugábamos hacia adelante, por supuesto. ¿Y sabe una cosa?… Aunque la ventaja parece de las piezas blancas, Lola siempre ganaba con negras.

Caminó casi una hora sin rumbo, entre la niebla, intentando ordenar las ideas. La humedad dejaba gotas de agua en su rostro y su cabello. Pasó frente al Palace, donde el portero, ataviado con chistera y uniforme con galones de oro, se protegía bajo la marquesina, embozado en una capa que le daba un aire decimonónico y londinense, muy a tono con la niebla. Sólo faltaba, pensó Julia, un coche de caballos con el farol amortiguado por la atmósfera gris, del que descendiese la delgada figura de Sherlock Holmes, seguido por su fiel Watson. En algún lugar, entre la bruma sucia, acecharía el siniestro profesor Moriarty. El Napoleón del crimen. El genio del mal.

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