Read La tabla de Flandes Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (34 page)

BOOK: La tabla de Flandes
5.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Julia removió el contenido de su taza de café con la cucharilla. Estaba frío, y se preguntó si la sobrina lo había servido así a propósito. Se habían presentado de improviso, a última hora de la mañana, con el pretexto de informar a la familia sobre los acontecimientos.

—¿Creen que aparecerá el cuadro? —preguntó el anciano. Los había recibido en jersey y zapatillas, con una amabilidad que compensó el adusto ceño de la sobrina. Ahora los miraba desconsolado, su taza entre las manos. La noticia del robo y el asesinato de Menchu habían supuesto para él una conmoción.

—El asunto está en manos de la policía —dijo Julia—. Estoy segura de que darán con él.

—Tengo entendido que existe un mercado negro para las obras de arte. Y que pueden venderlo en el extranjero.

—Sí. Pero la policía tiene la descripción del cuadro; yo misma les di varias fotografías. No resultará fácil sacarlo del país.

—No me explico cómo pudieron entrar en su casa… La policía me contó que hay cerradura de seguridad y alarma electrónica.

—Pudo ser Menchu quien abrió la puerta. El principal sospechoso es Max, su novio. Hay testigos que lo vieron salir del portal.

—Conocemos al novio —dijo Lola Belmonte—. Estuvo aquí un día con ella. Un chico alto, bien parecido. Demasiado bien parecido, pensé yo… Espero que lo detengan pronto y le den lo que merece. Para nosotros —miró el espacio vacío en la pared— la pérdida es irreparable.

—Al menos podrá cobrarse el seguro —dijo el marido, sonriéndole a Julia como el zorro que ronda un gallinero—. Gracias a la previsión de esta guapa joven —pareció recordar algo y ensombreció adecuadamente el gesto—. Aunque eso, claro, no le devuelve la vida a su amiga.

Lola Belmonte miró a Julia con despecho.

—Estaría bueno, que encima no lo hubiesen asegurado —al hablar adelantaba, desdeñosa, el labio inferior—. Pero el señor Montegrifo dice que, comparado con el precio que habría conseguido, lo del seguro es una miseria.

—¿Ya han hablado con Paco Montegrifo? —se interesó Julia.

—Sí. Telefoneó muy temprano. Prácticamente nos ha sacado de la cama con la noticia. Por eso cuando vino la policía ya estábamos al corriente… Todo un caballero —la sobrina miró a su marido con mal disimulado rencor—. Ya dije que este asunto se planteó mal desde un principio.

Alfonso hizo gesto de lavarse las manos.

—La oferta de la pobre Menchu era buena… —dijo—. No es culpa mía si después se complicaron las cosas. Además, la última palabra siempre la ha tenido el tío Manolo —miró al inválido con una mueca de exagerado respeto—. ¿No es verdad?

—De eso —dijo la sobrina— también habría mucho que hablar.

Belmonte la observó por encima del borde de la taza, que en ese momento se llevaba a los labios, y Julia alcanzó a distinguir en sus ojos aquel brillo contenido que ya le resultaba familiar.

—El cuadro todavía está a mi nombre, Lolita —dijo el anciano, tras secarse cuidadosamente los labios con un arrugado pañuelo que extrajo del bolsillo—. Bien o mal, robado o no, eso me incumbe a mí —se quedó un rato en silencio, como si reflexionara sobre aquello, y cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Julia, reflejaban sincera simpatía—. En cuanto a esta joven —sonrió alentador, como si fuese ella la que necesitara ánimos—, estoy seguro de que su actuación ha sido irreprochable… —se volvió hacia Muñoz, que aún no había abierto la boca—. ¿No le parece?

El jugador de ajedrez estaba hundido en un sillón, con las piernas estiradas y los dedos enlazados ante la barbilla. Al oír la pregunta ladeó un poco la cabeza tras breve parpadeo, como si lo hubieran interrumpido en mitad de una compleja meditación.

—Indudablemente —dijo.

—¿Todavía cree usted que cualquier misterio es descifrable según leyes matemáticas?

—Todavía.

El breve diálogo hizo que Julia recordase algo.

—Hoy no suena Bach —dijo.

—Después de lo de su amiga, y la desaparición del cuadro, no está el día para músicas —Belmonte pareció abstraerse y luego sonrió, enigmático—. De todas formas, el silencio tiene la misma importancia que los sonidos organizados… ¿No le parece, señor Muñoz?

Por una vez, el ajedrecista se mostró de acuerdo.

—Eso es cierto —observaba a su interlocutor con nuevo interés—. Es como en los negativos fotográficos, supongo. El fondo, lo que en apariencia no está impresionado, también contiene información… ¿Pasa eso con Bach?

—Claro que sí. Bach tiene espacios negativos, silencios tan elocuentes como las notas, tiempos y contra-tiempos… ¿Cultiva usted también el estudio de los espacios en blanco dentro de sus sistemas lógicos?

—Naturalmente. Es como cambiar un punto de vista. A veces se parece a observar un huerto, que desde un lugar determinado no tiene orden aparente, pero que, desde otra perspectiva, se ve trazado con regularidad geométrica.

—Me temo —dijo Alfonso, mirándolos con sorna— que a estas horas la conversación es demasiado científica para mí —se levantó, acercándose al mueble bar—. ¿Alguien quiere una copa?

Nadie respondió, así que, encogiéndose de hombros, se entretuvo en preparar un whisky con hielo. Después fue a apoyarse en el aparador e hizo un brindis en dirección a Julia.

—Tiene su enjundia eso del huerto —dijo, llevándose el vaso a los labios.

Muñoz, que no pareció escuchar el comentario, miraba ahora a Lola Belmonte. En la inmovilidad del ajedrecista, muy parecida a la de un cazador al acecho, sólo los ojos parecían animados por esa expresión que Julia había llegado a conocer bien, penetrante y reflexiva; el único signo que, bajo la aparente indiferencia de aquel hombre, delataba un espíritu alerta, interesado por los acontecimientos del mundo exterior. Ahora está a punto de mover, se dijo Julia, satisfecha, sintiéndose en buenas manos, y bebió un sorbo del café frío para disimular la sonrisa cómplice que le afloraba a los labios.

—Imagino —dijo Muñoz lentamente, dirigiéndose a la sobrinaque también ha sido un duro golpe para usted.

—Por supuesto —Lola Belmonte miró a su tío con renovado reproche—. Ese cuadro vale una fortuna.

—No me refería sólo al aspecto económico del asunto. Creo que solía jugar esa partida… ¿Es aficionada?

—Un poco.

El marido levantó el vaso de whisky.

—La verdad es que juega muy bien. Yo no he podido ganarle nunca —reflexionó sobre ello antes de hacer un guiño e ingerir un largo trago—. Aunque eso no signifique gran cosa.

Lola Belmonte miraba a Muñoz, suspicaz. Tenía, pensó Julia, un aire a un tiempo mojigato y rapaz, con aquellas faldas excesivamente largas, las manos finas y huesudas, como garras, y la mirada firme bajo la nariz ganchuda, reforzada por el agresivo mentón. Observó que los tendones del dorso de las manos se le tensaban como si anudasen energía contenida. Una arpía de cuidado, se dijo: agriada y arrogante. No costaba trabajo imaginarla saboreando la maledicencia, proyectando sobre los otros sus complejos y frustraciones. Personalidad coartada, oprimida por las circunstancias. Ataque al rey como actitud crítica frente a cualquier autoridad que no fuese ella misma, crueldad y cálculo, ajuste de cuentas con algo, o con alguien… Con su tío, con su marido… Tal vez con el mundo entero. El cuadro como obsesión de una mente enfermiza, intolerante. Y aquellas manos delgadas y nerviosas poseían la fuerza suficiente para matar de un golpe en la nuca, para estrangular con un pañuelo de seda… La imaginó sin esfuerzo con gafas de sol e impermeable. Sin embargo, no lograba establecer ningún tipo de vínculo entre ella y Max. Aquello era adentrarse en los límites de lo absurdo.

—No es corriente —estaba diciendo Muñoz— encontrar mujeres que jueguen al ajedrez.

—Yo sí juego —Lola Belmonte parecía alerta, a la defensiva—. ¿Le parece mal?

—Todo lo contrario. Me parece muy bien… Sobre un tablero se pueden realizar cosas que en la práctica, me refiero a la vida real, resultan imposibles… ¿No cree?

Ella hizo un gesto ambiguo, como si no se hubiera planteado nunca la cuestión.

—Puede ser. Para mí fue siempre un juego más. Un pasatiempo.

—Para el que está dotada, creo. Insisto en que no es corriente que una mujer juegue bien al ajedrez…

—Una mujer es capaz de hacer cualquier cosa. Otro cantar es que nos lo permitan.

Muñoz tenía una pequeña sonrisa de aliento en el extremo de la boca.

—¿Le gusta jugar con negras? Por lo general deben limitarse a asumir un juego defensivo… La iniciativa la llevan las blancas.

—Eso es una tontería. No veo por qué tienen las negras que quedarse viéndolas venir. Es como la mujer, en casa —le dirigió una desdeñosa mirada al marido—. Todo el mundo da por sentado que es el hombre quien lleva los pantalones.

—¿Y no es así? —indagó Muñoz, con la media sonrisa fija en los labios—… Por ejemplo, en la partida del cuadro. Allí, la posición inicial parece ventajosa para las piezas blancas. El rey negro está amenazado. Y la dama negra es, al principio, inútil.

—En esa partida, el rey negro no pinta nada; es la dama quien corre con la responsabilidad. Dama y peones. Es una partida que se gana a base de dama y peones.

Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel.

—¿Ha jugado esta variante?

Lola Belmonte miró a su interlocutor con visible desconcierto, y luego el papel que éste le puso en la mano. Muñoz dejó vagar los ojos por la habitación hasta que, de modo en apariencia casual, los posó en Julia. Bien jugado, decía la mirada que la joven le devolvió, pero la expresión del ajedrecista se mantuvo inescrutable.

—Creo que sí —dijo Lola Belmonte, al cabo de un rato—. Las blancas juegan peón por peón, o dama junto al rey, preparando un jaque en la siguiente… —miró a Muñoz con aire satisfecho—. Aquí las blancas han escogido jugar dama, lo que parece correcto.

Muñoz hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Estoy de acuerdo. Pero me interesa más el siguiente movimiento de las negras. ¿Usted qué haría?

Lola Belmonte entornó los ojos, suspicaz. Parecía buscar segundas intenciones en todo aquello.

Después le devolvió el papel a Muñoz.

—Hace tiempo que no juego esa partida, pero recuerdo al menos cuatro variantes: torre negra come caballo, que lleva a una aburrida victoria de las blancas a base de peones y dama… Otra posibilidad es, me parece, caballo por peón. También dama negra come torre, o alfil come peón… Las posibilidades son infinitas —miró a Julia y después otra vez a Muñoz—. Pero no veo qué relación puede tener esto…

—¿Cómo se las arregla usted —preguntó Muñoz, impasible, sin hacer caso de la objeción— para ganar con negras?… Me gustaría saber, de jugador a jugador, en qué momento logra la ventaja.

Lola Belmonte hizo un gesto de suficiencia.

—Cuando quiera, jugamos. Así podrá saberlo.

—Me encantaría, y le tomo la palabra. Pero hay una variante que no ha mencionado, tal vez porque no la recuerda. Una variante que implica el cambio de damas —hizo un breve gesto con la mano, como si barriese un tablero imaginario—. ¿Sabe a qué me refiero?

—Claro que sí. Cuando la dama negra se come el peón que está en D5, el cambio de damas es decisivo —al confirmar esto, Lola Belmonte esbozó una cruel mueca de triunfo—. Y las negras ganan —sus ojos de ave rapaz miraron con desprecio a su marido antes de volverse hacia Julia—… Es una lástima que usted no juegue al ajedrez, señorita.

—¿Qué opina? —preguntó Julia apenas salieron a la calle.

Muñoz inclinó un poco la cabeza hacia un lado. Caminaba a su derecha por el exterior de la acera, con los labios apretados, y su mirada se detenía, ausente, sobre los rostros de quienes se cruzaban con ellos. La joven observó que parecía reacio a dar una respuesta.

—Técnicamente —apuntó el ajedrecista, con desgana— puede haber sido ella. Conoce todas las posibilidades de la partida y, además juega bien. Yo diría que bastante bien.

—No parece muy convencido…

—Es que hay detalles que no encajan.

—Pero se aproxima a la idea que tenemos de
él
. Conoce al dedillo la partida del cuadro. Tiene la fuerza suficiente para matar a un hombre, o a una mujer, y hay en ella algo turbio, que hace sentirse incómoda en su presencia —frunció el ceño, en busca del término que completase la descripción—. Parece mala persona. Además, me demuestra una antipatía que no consigo comprender… Y eso que, si hemos de hacer caso a lo que dice, yo soy lo que debería ser una mujer: independiente, sin ataduras familiares, con cierta seguridad en mí misma… Moderna, como diría don Manuel.

—Quizá la deteste exactamente por eso. Por ser lo que ella habría querido ser y no pudo… No tengo mucha memoria para esos cuentos que tanto le gustan a usted y a César, pero creo recordar que la bruja terminó odiando al espejo.

A pesar de las circunstancias, Julia se echó a reír.

—Es posible… Nunca se me hubiera ocurrido.

—Pues ya sabe —Muñoz también había iniciado media sonrisa—. Procure no comer manzanas en los próximos días.

—Tengo mis príncipes. Usted y César. Alfil y caballo, ¿no es eso?

Muñoz ya no sonreía.

—Esto no es un juego, Julia —dijo al cabo de un instante—. No lo olvide.

—No lo olvido —lo cogió del brazo, y Muñoz se puso casi imperceptiblemente tenso. Parecía incómodo, pero ella continuó caminando de esa forma. En realidad había llegado a apreciar a aquel tipo extraño, desgarbado y taciturno. Sherlock Muñoz y Julia Watson, pensó, riendo para sus adentros, sintiéndose llena de un inmoderado optimismo que sólo cedió ante el recuerdo súbito de Menchu.

—¿En qué piensa? —preguntó al ajedrecista.

—Sigo con la sobrina.

—Yo también. La verdad es que responde punto por punto a lo que buscamos… Aunque usted no parezca muy convencido.

—Yo no he dicho que no sea la mujer del impermeable. Sólo que no reconozco en ella al jugador misterioso…

—Pero hay cosas que sí concuerdan. ¿No le parece extraño que, siendo una mujer tan interesada, y a las pocas horas de haberle sido robado un cuadro que vale una fortuna, olvide de pronto su indignación para ponerse a hablar tranquilamente de ajedrez?… —Julia soltó el brazo de Muñoz y se le quedó mirando—. O es una hipócrita o el ajedrez significa para ella mucho más de lo que parece. Y en ambos casos, eso la hace sospechosa. Podría estar fingiendo todo el rato. Desde que telefoneó Montegrifo ha tenido tiempo de sobra para, imaginando que la policía iría a su casa, preparar lo que usted llama una línea de defensa.

BOOK: La tabla de Flandes
5.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Murder Offstage by Hathaway, L. B.
I Am Your Judge: A Novel by Nele Neuhaus
The Holiday by Erica James
Tainted Blood by Sowles, Joann I. Martin
Truly Madly Deeply by Faraaz Kazi, Faraaz
A Wolf's Obsession by Jennifer T. Alli
Deadly Relations by Alexa Grace
You and Me and Him by Kris Dinnison
Kiss of Darkness by Loribelle Hunt