La tabla de Flandes (42 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La tabla de Flandes
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Julia cerró los ojos. César había dejado la última frase flotando en el aire y guardaba un silencio que la joven, avergonzada y confusa, no se atrevía a romper. Cuando ella reunió el suficiente valor para mirarlo de nuevo, el anticuario hizo un gesto evasivo con los hombros, como si lo que pudiera seguir contando ya no fuese responsabilidad suya.

—Con esas palabras, princesa, Álvaro firmó su sentencia de muerte… Seguía fumando allí tranquilamente, ante mí, pero en realidad ya estaba muerto. No por lo que había dicho, a fin de cuentas una opinión tan respetable como cualquier otra, sino por lo que su juicio me revelaba a mí mismo, como si acabara de descorrer una cortina que, durante años, me hubiese mantenido ausente de la realidad. Quizá porque confirmaba ideas que yo mantenía alejadas en el rincón más oscuro de mi cabeza, negándome siempre a proyectar sobre ellas la luz de la razón y de la lógica…

Se interrumpió, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo, y miró a Julia y después a Muñoz con aire indeciso. Por fin sonrió de un modo equívoco, tímido y algo perverso a un tiempo, antes de llevarse de nuevo el vaso a los labios en busca de un corto sorbo.

—Entonces sentí una súbita inspiración —Julia comprobó que el gesto de beber había borrado de sus labios la extraña sonrisa—… Y ante mis ojos, oh prodigio, como en los cuentos de hadas, apareció todo un plan. Cada pieza de las que se habían estado agitando en desorden encontraba su lugar exacto, el matiz preciso. Álvaro, tú, yo, el cuadro… Enlazaba también con la parte oscura de mí mismo, con los ecos lejanos, las sensaciones olvidadas, las pasiones adormecidas… Todo se definió en pocos segundos como un gigantesco tablero de ajedrez en el que cada persona, cada idea, cada situación, tenía su correspondiente símbolo en cada pieza, su lugar exacto en el tiempo y en el espacio… Aquella era la Partida con mayúscula, el gran juego de mi vida. Y de la tuya. Porque todo estaba allí, princesa: el ajedrez, la aventura, el amor, la vida y la muerte. Y al final de todo te erguías tú, libre de todo y de todos, bella y perfecta, reflejada en el más puro espejo de la madurez. Tenías que jugar al ajedrez, Julia; eso era inevitable. Tenías que matarnos a todos para, por fin, ser libre.

—Santo Dios…

El anticuario hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Dios no tiene nada que ver con esto… Te aseguro que cuando me acerqué a Álvaro y le di en la nuca con el cenicero de obsidiana que tenía sobre la mesa, ya no lo odiaba. Aquello no fue otra cosa que un desagradable trámite. Enojoso, pero necesario.

Estudió su mano derecha detenidamente, con curiosidad. Parecía evaluar la capacidad de infligir la muerte que se encerraba en aquellos dedos largos y pálidos, de cuidadas uñas, que con tan elegante indolencia sostenían en ese momento el vaso de ginebra.

—Cayó como un fardo —concluyó en tono objetivo, al terminar su examen—. Se vino abajo sin un gemido, plaf, todavía con la pipa entre los dientes. Luego, en el suelo… Bueno. Me aseguré de que estaba debidamente muerto, con otro golpe mejor calculado. Al fin y al cabo, las cosas se hacen bien, o no se hacen… El resto ya lo conoces: la ducha y todo lo demás fueron simples toques artísticos.
Brouillez les pistes
, decía Arsenio Lupin… Aunque Menchu, que en paz descanse, lo habría atribuido, sin duda, a Coco Chanel. La pobre —bebió un corto sorbo a la memoria de Menchu antes de quedarse mirando al vacío—. El caso es que borré mis huellas con un pañuelo y me llevé el cenicero por si acaso, arrojándolo a un cubo de basura lejos de allí… Está feo que yo lo diga, princesa, pero para ser primeriza, mi mente funcionó de una forma admirablemente criminal. Antes de irme recogí el informe sobre el cuadro, que Álvaro pensaba haberte entregado en tu casa, y escribí a máquina la dirección en un sobre.

—También cogiste un puñado de sus tarjetas de cartulina blanca…

—No. Ese detalle fue ingenioso, pero se me ocurrió más tarde. Ya no era cosa de volver a por ellas; así que compré otras iguales en una papelería. Pero eso fue días después. Antes tenía que planificar la partida; cada movimiento debía ser perfecto. Lo que sí hice, porque estaba citado en tu casa a última hora del día siguiente, fue asegurarme de que recibías el resto del informe. Era imprescindible que conocieras todos los detalles del cuadro.

—Entonces recurriste a la mujer del impermeable…

—Sí. Y en ese punto debo confesarte una cosa. No ejerzo de travestí, ni maldita la gracia que me hace… Alguna vez, sobre todo cuando era joven, llegué a disfrazarme por pura diversión. Como si se tratara de Carnaval o algo así. Siempre solo y ante un espejo… —en este punto, César hizo un mohín de complacida evocación, malicioso e indulgente consigo mismo—. A la hora de hacerte llegar el sobre, repetir la experiencia me pareció divertido. Era como un viejo capricho, ¿comprendes? Una especie de desafío, si queremos verlo desde un punto de vista… heroico. Ver si era capaz de engañar a la gente jugando a decir, en cierto modo, la verdad o parte de ella… Así que fui de compras. Un caballero de aire distinguido que adquiere un impermeable, un bolso, zapatos de tacón bajo, una peluca rubia, medias y un vestido, no despierta sospechas si lo hace con los modales adecuados, en unos grandes almacenes llenos de gente, indudablemente para su esposa. El resto lo hizo un buen afeitado y maquillaje que, lo confieso sin rubor alguno a estas alturas, de eso sí tenía en casa. Nada exagerado, ya me conoces. Sólo un toque discreto. En la agencia de mensajeros nadie sospechó lo más mínimo. Y reconozco que fue una experiencia divertida… e instructiva.

Suspiró largamente el anticuario, con estudiada melancolía. Después ensombreció el gesto.

—En realidad —añadió, y su tono se había hecho ahora menos frívolo— todo eso era la parte que podemos considerar lúdica del asunto… —miró a Julia con ensimismada fijeza, como si escogiera las palabras ante un auditorio más solemne e invisible, en el que creyese necesario causar buena impresión—. Lo
realmente
difícil venía ahora. Yo tenía que orientarte del modo adecuado, tanto hacia la resolución del misterio, primera parte del juego, como hacia la segunda, mucho más peligrosa y complicada… El problema residía en que, oficialmente, yo no jugaba al ajedrez; teníamos que progresar juntos en la investigación del cuadro, pero me encontraba atado de manos para ayudarte. Era horrible. Tampoco podía jugar contra mí mismo; necesitaba un adversario. Alguien de talla. Así que no tuve más remedio que buscar un Virgilio que te guiase en la aventura. Era la última pieza que me faltaba disponer sobre el tablero.

Apuró el resto de la bebida, depositando el vaso sobre la mesa. Después extrajo un pañuelo de seda de la manga de su batín para secarse con esmero los labios. Por fin miró a Muñoz, dirigiéndole una sonrisa amistosa.

—Ahí fue donde, previa consulta con mi vecino el señor Cifuentes, director del Club Capablanca, decidí escogerlo a usted, amigo mío.

Muñoz movió la cabeza de arriba abajo, una sola vez. Si meditaba sobre lo dudoso de aquel honor, se abstuvo de comentarlo. Sus ojos, a los que las sombras creadas por la escasa iluminación de la pantalla parecían hundir aún más en sus cuencas, miraban con curiosidad al anticuario.

—Usted nunca dudó que yo ganaría —apuntó en voz baja.

César le dirigió un irónico saludo, quitándose un sombrero imaginario.

—Nunca, en efecto —confirmó—. Además de su talento como ajedrecista, que resultó evidente apenas lo vi situarse ante el Van Huys, yo estaba dispuesto a suministrarle, queridísimo, una serie de jugosas claves que, correctamente interpretadas, lo llevarían a desvelar el segundo enigma: el del jugador misterioso —chasqueó la lengua complacido, como si paladease un manjar exquisito—. Reconozco que usted me impresionó. A decir verdad, me impresiona todavía. Esa forma tan deliciosamente suya de analizar todos y cada uno de los movimientos, el método de aproximación a base de ir descartando todas las hipótesis improbables, sólo puede calificarse de magistral.

—Usted me abruma —comentó Muñoz, inexpresivo, y Julia fue incapaz de averiguar si el comentario encerraba sinceridad o ironía. César había echado hacia atrás la cabeza y modulaba una teatral y silenciosa carcajada de placer.

—Debo decirle —apuntó con mueca equívoca, casi coqueta— que sentirme poco a poco acorralado por usted llegó a convertirse en una genuina excitación, se lo aseguro. Algo… casi físico, si me permite el término. Aunque usted no sea exactamente mi tipo —estuvo absorto unos instantes, como si intentase situar a Muñoz en una categoría determinada, y después pareció desistir del intento—. Ya en las últimas jugadas comprendí que me estaba convirtiendo en el único sospechoso posible. Y usted sabía que yo lo sabía… No creo errar si digo que fue a partir de ese momento cuando empezamos a sentirnos más próximos, ¿verdad?… La noche que pasamos sentados en un banco frente a la casa de Julia, velando con ayuda de mi petaca de coñac, mantuvimos una larga conversación sobre los rasgos psicológicos del asesino. Usted ya estaba casi seguro de que su adversario era yo. Lo escuché con suma atención mientras desarrollaba, como respuesta a mis preguntas, la relación de todas las hipótesis conocidas sobre la patología del ajedrez… Salvo una, la correcta. Una que usted no mencionó jamás hasta hoy, y que sin embargo conocía perfectamente. Ya sabe a qué me refiero.

Muñoz movió otra vez la cabeza de arriba abajo, con tranquilo gesto afirmativo. César señaló a Julia.

—Usted y yo lo sabemos, pero ella no. O al menos no del todo. Habría que explicárselo.

La joven miró al jugador de ajedrez.

—Sí —dijo, sintiéndose cansada y llena de una irritación que incluía a Muñoz—. Tal vez debiera usted explicarme de qué están hablando, porque empiezo a estar harta de este maldito compadreo.

El ajedrecista mantenía los ojos fijos en César.

—La índole matemática del ajedrez —respondió, sin inmutarse por el malhumor de Julia— le da a este juego un carácter peculiar. Algo que los especialistas definirían como sádico-anal… Ya sabe a qué me refiero: el ajedrez como lucha cerrada entre dos hombres, donde intervienen palabras como agresión, narcisismo, masturbación… Homosexualidad. Ganar es vencer al padre o a la madre dominantes, situarse arriba. Perder es caer derrotado, someterse.

César levantó un dedo, reclamando atención.

—Salvo que la victoria —apuntó, cortés— suponga exactamente eso.

—Sí —convino Muñoz—. Salvo que la victoria consista precisamente en demostrar la paradoja, infligiéndose a sí mismo la derrota —miró un momento a Julia—. Belmonte tenía razón, después de todo. La partida, como el cuadro, se acusaba a sí misma.

El anticuario le dirigió una sonrisa admirada, casi feliz.

—Bravo —dijo—. Inmortalizarse en la propia derrota, ¿no es cierto?… Como el viejo Sócrates al beber la cicuta —se volvió hacia Julia con aire triunfal—. Nuestro querido Muñoz, princesa, sabía todo esto hace días, y sin embargo no dijo una palabra a nadie; ni a ti, ni a mí. Y yo, modestamente, comprendí que mi adversario estaba en el buen camino al verme aludido por omisión. En realidad, cuando se entrevistó con los Belmonte y pudo por fin descartarlos como sospechosos, ya no le cupo duda sobre la identidad del enemigo. ¿Me equivoco?

—No se equivoca.

—¿Me permite una pregunta algo personal?

—Hágala, y sabrá si la contesto o no.

—¿Qué sintió al dar con la jugada correcta?… ¿Cuándo supo que era yo?

Muñoz reflexionó un momento.

—Alivio —dijo—. Me habría decepcionado que fuera otro.

—¿Decepcionado por equivocarse respecto a la identidad del jugador misterioso?… No quisiera exagerar mis propios méritos, pero eso tampoco era tan evidente, mi querido amigo. Incluso para usted era muy difícil. A varios de los personajes de esta historia ni siquiera los conocía, y sólo hemos estado juntos un par de semanas. Contaba únicamente con su tablero de ajedrez como instrumento de trabajo…

—No me ha entendido —respondió Muñoz—. Yo deseaba que fuera usted. Me caía bien.

Julia los miraba con la incredulidad pintada en el rostro.

—Celebro veros hacer tan buenas migas —dijo, sarcástica—. Luego, si os apetece, podemos irnos a tomar una copa mientras nos damos palmaditas en el hombro unos a otros, contándonos lo mucho que nos hemos reído con todo esto —movió bruscamente la cabeza, intentando recobrar el sentido de la realidad—. Es increíble, pero tengo la sensación de estar de más aquí.

César le dirigió una mirada de desolado afecto.

—Hay cosas que tú no puedes entender, princesa.

—¡No me llames princesa!… Y te equivocas del todo. Lo entiendo perfectamente. Y ahora soy yo quien va a hacerte una pregunta: ¿Qué habrías hecho aquella mañana, en el Rastro, si yo me hubiera subido al coche para ponerlo en marcha, sin fijarme en el
spray
y en la tarjeta, con aquel neumático convertido en una bomba?

—Eso es ridículo —César parecía ofendido—. Yo jamás hubiera dejado que tú…

—¿Aún a riesgo de delatarte?

—Sabes que sí. Muñoz lo dijo hace un momento: Jamás corriste peligro… Esa mañana todo estaba calculado: el disfraz listo en un pequeño cuartucho con doble salida que tengo alquilado como almacén, mi cita previa con el proveedor, una cita real, pero que solventé en pocos minutos… Me vestí a toda prisa, anduve hasta el callejón, arreglé el neumático y puse la tarjeta y el envase vacío. Después me detuve ante la vendedora de imágenes para que se fijara en mí, regresé al almacén y, hop, tras el cambio de indumentaria y maquillaje, acudí a mi cita contigo en el café… Convendrás en que todo fue impecable.

—Asquerosamente impecable, en efecto.

El anticuario hizo un gesto de reprobación.

—No seas vulgar, princesa —la miró con una ingenuidad insólita de puro sincera—. Esos horribles adverbios no llevan a ninguna parte.

—¿Por qué tanto trabajo para atemorizarme?

—Se trataba de una aventura, ¿no?… Era necesario que flotara la amenaza. ¿Imaginas una aventura de la que el miedo esté ausente?… Yo no podía ofrecerte ya las historias que te emocionaban cuando niña. Así que inventé para ti la más extraordinaria que pude imaginar. Una aventura que no olvidarás en lo que te queda de vida.

—De eso no te quepa duda.

—Misión cumplida, entonces. Lucha de la razón frente al misterio, destrucción de fantasmas que te encadenaban… ¿Te parece poco? Y a eso añádele el descubrimiento de que el Bien y el Mal no están delimitados como en los cuadros blancos y negros de un tablero —miró a Muñoz antes de sonreír de soslayo, como si se estuviera refiriendo a un secreto que ambos compartían—. Todos los escaques son grises, hija mía, matizados por la conciencia del Mal como resultado de la experiencia; del conocimiento de lo estéril y a menudo pasivamente injusto que puede llegar a ser lo que llamamos Bien. ¿Recuerdas a mi admirado Settembrini, el de
La montaña mágica
?… La maldad, decía, es el arma resplandeciente de la razón contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.

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