Julia miraba con atención el rostro del anticuario, iluminado a medias por la lámpara. En ciertos momentos parecía que sólo una mitad, la visible o la que estaba en sombra, era la que hablaba, limitándose la otra a asistir como testigo. Y se preguntó cuál de las dos era más real.
—Aquella mañana, cuando asaltamos el Ford azul, yo te amaba, César.
Instintivamente se había dirigido a la mitad iluminada; pero la respuesta vino de la parte oscurecida por las sombras:
—Lo sé. Y eso basta para justificarlo todo… Yo ignoraba qué hacía allí aquel coche; su aparición me intrigaba tanto como a ti. Incluso mucho más, por razones obvias; nadie le había dado vela en el entierro, y valga el dudoso chiste, querida —movió dulcemente la cabeza, evocador—. He de reconocer que esos pocos metros, tú con la pistola y yo con mi patético atizador de chimenea en la mano, y el asalto a aquellos dos imbéciles antes de saber que eran esbirros del inspector jefe Feijoo… —agitó las manos, como si le faltasen las palabras—. Fue algo maravilloso de verdad. Te miraba caminar en línea recta hacia el enemigo, con el ceño fruncido y los dientes apretados, valerosa y terrible como una furia vengativa, y sentía, te lo juro, junto a mi propia excitación, un orgullo soberbio. «He aquí una mujer de una pieza», pensé, admirado… Si tu carácter hubiera sido otro, inestable o frágil, jamás te habría sometido a esta prueba. Pero te he visto nacer, y te conozco. Tenía la certeza de que ibas a emerger renovada; más dura y fuerte.
—A un precio muy alto, ¿no crees? Álvaro, Menchu… Tú mismo.
—Ah, sí; Menchu —el anticuario hizo memoria, como si le costase recordar a quién se refería Julia—. La pobre Menchu, envuelta en un juego que era demasiado complejo para ella… —pareció recordar por fin y arrugó la frente—. En cierta forma, aquello fue una brillante improvisación, valga la inmodestia. Yo te había telefoneado a primera hora de la mañana, para ver en qué terminaba todo. Fue Menchu quien se puso al teléfono y dijo que no estabas. Parecía tener prisa en colgar, ahora sabemos por qué. Esperaba a Max para realizar el absurdo plan del robo del cuadro. Yo lo ignoraba, naturalmente. Pero apenas dejé el teléfono, vi mi propia jugada: Menchu, el cuadro, tu casa… Media hora después llamaba al timbre, bajo la identidad de la mujer del impermeable.
Al llegar a ese punto, César hizo un gesto divertido, como si animase a Julia a extraer insólitas facetas humorísticas de la situación que narraba.
—Siempre te dije, princesa —continuó enarcando una ceja, y parecía que se hubiera limitado a contar sin éxito un chiste malo— que a tu puerta le hace falta una de esas miras angulares, muy útiles para saber quién llama. Tal vez Menchu no habría abierto a una mujer rubia con gafas de sol. Pero sólo escuchó la voz de César diciendo que traía un mensaje urgente de tu parte. No podía menos que abrir, y así lo hizo —volvió las palmas hacia arriba, y daba la impresión de disculpar a título póstumo el error de Menchu—. Supongo que en ese momento pensó que podía echar a pique su operación con Max, pero la inquietud se convirtió en sorpresa al ver una mujer desconocida en el umbral. Tuve tiempo de observar la expresión de sus ojos, asombrados y muy abiertos, antes de darle un puñetazo en la tráquea. Estoy seguro de que murió sin saber quién la mataba… Cerré la puerta y me dispuse a prepararlo todo cuando, y eso sí que no me lo esperaba, escuché el ruido de una llave en la cerradura.
—Era Max —dijo innecesariamente Julia.
—En efecto. Era ese guapo proxeneta, que subía por segunda vez, eso lo comprendí después, cuando te lo contó todo en la comisaría, para llevarse el cuadro y preparar el incendio de tu casa. Lo que, insisto, era un plan absolutamente ridículo, muy propio, eso sí, de Menchu y de ese imbécil.
—Pude haber sido yo quien abría la puerta. ¿Pensaste en eso?
—Confieso que cuando oí la cerradura no pensé en Max, sino en ti.
—¿Y qué habrías hecho? ¿Pegarme también un puñetazo en la tráquea?
La miró otra vez con la expresión dolorida de alguien maltratado injustamente.
—Esa es una pregunta —dijo, buscando la respuesta— desproporcionada y cruel.
—No me digas.
—Pues sí te digo. Ignoro cuál habría sido mi reacción exacta, pues lo cierto es que durante un momento me sentí perdido, sin tiempo para pensar en otra cosa que no fuera esconderme… Corrí al cuarto de baño y contuve el aliento, intentando encontrar la forma de salir de allí. Pero a ti no te iba a pasar absolutamente nada. La partida habría terminado antes de tiempo, a la mitad. Eso es todo.
Julia adelantó el labio inferior, incrédula. Sentía escocerle las palabras en la boca.
—No puedo creerte, César. Ya no.
—Que me creas o no, queridísima, no cambia las cosas —hizo un gesto resignado, como si la conversación empezara a fatigarlo—. Y a estas alturas da lo mismo… Lo que cuenta es que no eras tú, sino Max. Lo oí a través de la puerta de baño, diciendo «Menchu, Menchu», aterrado pero sin atreverse a gritar, el infame. Para entonces, yo había recobrado la serenidad. Llevaba en el bolso un estilete que tú conoces, el de Cellini. Y si Max llega a husmear por las habitaciones, se lo habría encontrado de la forma más tonta en mitad del corazón, zas, de golpe y porrazo, apenas abriese la puerta del baño, sin darle tiempo a decir esta boca es mía. Por suerte para él, y también para mí, le faltó valor para fisgonear y prefirió salir corriendo escaleras abajo. Mi héroe.
Se detuvo para suspirar, sin jactancia.
—A eso le debe seguir vivo, el cretino —añadió, levantándose del sillón, y se diría que lamentaba el buen estado de salud de Max. Una vez en pie, miró a Julia y después a Muñoz, que seguían observándolo en silencio, y se movió un poco por la habitación, sobre las alfombras que amortiguaban el sonido de sus pasos:
—Yo habría debido hacer lo que Max: irme de allí a escape, pues ignoraba si estaba a punto de aparecer la policía. Pero se impuso lo que podríamos llamar mi pundonor de artista, así que arrastré a Menchu hasta el dormitorio y… Bueno, ya sabes: arreglé un poco el decorado, seguro de que la factura se la iban a pasar a Max. Apenas me llevó cinco minutos.
—¿Qué necesidad tenías de hacer lo de la botella?… Fue algo innecesario. Asqueroso y horrible.
El anticuario chasqueó la lengua. Se había detenido ante uno de los cuadros colgados en la pared, el Marte de Luca Giordano, y lo contemplaba como si el dios, enfundado en los brillantes élitros de su anacrónica armadura medieval, fuera quien debiese dar una respuesta.
—Lo de la botella —murmuró sin volverse hacia ellos— fue un detalle complementario… Una inspiración de última hora.
—Que nada tenía que ver con el ajedrez —apuntó Julia, y su voz sonaba cortante como una navaja de afeitar—. Más bien un ajuste de cuentas. Con todas nosotras.
El anticuario no dijo nada. Seguía mirando el cuadro en silencio.
—No he oído tu respuesta, César. Y solías tener respuestas para todo.
Se volvió despacio hacia ella. Esta vez su mirada no reclamaba indulgencia ni apuntaba ironía, sino que era lejana, inescrutable.
—Después —dijo por fin en tono ausente, y parecía no haber escuchado a Julia— tecleé la jugada en tu máquina de escribir, envolví el cuadro embalado por Max, y salí con él bajo el brazo. Eso es todo.
Había hablado con voz neutra, desprovista de entonación, como si la conversación ya careciese de interés para él. Pero Julia estaba lejos de considerar zanjado el asunto.
—¿Por qué matar a Menchu?… Entrabas y salías de casa con toda libertad. Hubo otras mil formas de robar el cuadro.
Aquello devolvió una chispa de animación a los ojos del anticuario.
—Te veo empeñada, princesa, en darle al robo del Van Huys una importancia desmedida… En realidad no fue sino un detalle más, porque en todo esto unas cosas se, complementan con otras. Algo así como rizar el rizo —reflexionó buscando los términos adecuados—. Menchu debía morir por varias razones: algunas no vienen ahora a cuento y otras sí. Digamos que van desde las puramente estéticas, y ahí nuestro amigo Muñoz descubrió de modo asombroso la relación entre el apellido de Menchu y la torre comida en el tablero, hasta otras causas de índole más profunda… Yo lo había organizado todo para liberarte de ataduras e influencias perniciosas, para cortar todos tus vínculos con el pasado. Menchu, para su desgracia, con su estupidez innata y su vulgaridad, era uno de esos vínculos, como también lo había sido Álvaro.
—¿Y quién te atribuyó el poder de distribuir a tu antojo la vida y la muerte?
Sonrió mefistofélico el anticuario.
—Me lo atribuí yo solo; por mi cuenta. Y disculpa si eso suena a impertinencia… —pareció recordar la presencia del ajedrecista—. En cuanto al resto de la partida, tenía poco tiempo… Muñoz olfateaba como un sabueso tras mi pista. Un par de jugadas más y me señalaría con el dedo. Pero estaba seguro de que nuestro querido amigo no iba a intervenir hasta hallarse absolutamente convencido. Por otra parte, él ya tenía la certeza de que no corrías peligro… También es un artista, a su modo. Por eso me dejó hacer, mientras buscaba pruebas que confirmasen sus conclusiones analíticas… ¿Voy bien, amigo Muñoz?
El jugador movió despacio la cabeza, como única respuesta. César se había acercado a la mesita donde estaba el ajedrez. Después de observar las piezas, cogió la reina blanca delicadamente, como si se tratase de frágil cristal, y la miró largo rato.
—Ayer por la tarde —continuó—, mientras trabajabas en el taller del Prado, llegué al museo diez minutos antes de que cerrasen. Remoloneé un poco por las salas de la planta baja, y puse la tarjeta en el cuadro de Brueghel. Después me fui a tomar un café, hice tiempo y te llamé por teléfono. Nada más. Lo único que no pude prever es que Muñoz desempolvaría esa vieja revista de ajedrez en la biblioteca del club. Ni yo mismo recordaba su existencia.
—Hay algo que no encaja —dijo de pronto Muñoz, y Julia se volvió hacia él, sorprendida. El ajedrecista miraba fijamente a César con la cabeza inclinada sobre un hombro, y en sus ojos brillaba una luz inquisitiva, como cuando se le veía concentrado sobre el tablero en pos de un movimiento que no acababa por convencerlo del todo—. Usted es un jugador brillante; en eso estamos de acuerdo. O más bien tiene condiciones para serlo. Sin embargo, no creo que haya podido jugar esa partida del modo en que lo ha hecho… Sus combinaciones fueron demasiado perfectas, inconcebibles en alguien que ha estado sin tocar un tablero durante cuarenta años. En ajedrez lo que cuenta es la práctica, la experiencia; así que estoy seguro de que nos ha mentido. O durante estos años jugó mucho, a solas, o alguien le ha ayudado en esto. Lamento atentar contra su vanidad, César. Pero usted tiene un cómplice.
Nunca, entre ellos, había surgido un silencio tan largo y denso como el que siguió a esas palabras. Julia los miraba desconcertada, incapaz de dar crédito al jugador. Pero cuando estaba a punto de abrir la boca para gritar que aquello era una gigantesca tontería, vio cómo César, cuyo rostro se había convertido en máscara impenetrable, enarcaba por fin una ceja con ironía. La sonrisa que después apareció en sus labios era una mueca de reconocimiento y admiración. Entonces el anticuario cruzó los brazos antes de suspirar profundamente, mientras hacía un gesto afirmativo con la cabeza.
—Amigo mío… —dijo despacio, arrastrando las palabras—. Usted merece algo más que ser un oscuro jugador de fin de semana en un club de barrio —hizo un movimiento de la mano derecha hacia un lado, como si indicase la presencia de alguien que hubiese estado todo el tiempo junto a ellos, en los rincones en sombras de la habitación—. Tengo un cómplice, en efecto. A decir verdad lo tengo, aunque en este caso él puede considerarse a salvo, lejos de cualquier acción de la Justicia. ¿Quiere saber su nombre?
—Espero que usted me lo diga.
—Claro que se lo diré, pues no creo que mi delación lo perjudique mucho —sonrió de nuevo, más ampliamente esta vez—. Espero que no se ofenda usted por reservarme esa pequeña satisfacción, mi respetado amigo. Constituye, créame, un placer comprobar que usted no ha sido capaz de descubrirlo
todo
. ¿No adivina de quién se trata?
—Confieso que no. Pero estoy seguro de que no es nadie a quien yo conozca.
—En eso tiene razón. Se llama
Alfa PC-1212
y es un ordenador personal que trabaja con un complejo programa de ajedrez de veinte niveles de juego… Lo compré al día siguiente de matar a Álvaro.
Por primera vez desde que lo conocía, Julia vio el asombro pintado en el rostro de Muñoz. El brillo de sus ojos se había apagado y la boca estaba entreabierta en un rictus de estupor.
—¿No dice nada? —preguntó el anticuario, observándolo con divertida curiosidad.
Muñoz le dirigió una larga mirada, sin responder, y al cabo de un instante ladeó la cabeza hacia Julia.
—Déme un cigarrillo —dijo, en tono opaco.
Ella ofreció su paquete, y el ajedrecista le dió vueltas entre los dedos antes de extraer un pitillo y llevárselo a los labios. Julia se le acercó con un fósforo encendido y él inhaló humo despacio y profundamente, llenándose los pulmones. Parecía hallarse a miles de kilómetros de allí.
—Es duro, ¿verdad? —apuntaba César, riendo suavemente—. Durante todo este tiempo, usted ha estado jugando contra un simple ordenador; una máquina desprovista de emoción y sentimientos… Convendrá conmigo en que se trata de una deliciosa paradoja, muy adecuada para simbolizar los tiempos en que vivimos. El prodigioso jugador de Maelzel tenía dentro un hombre oculto, según Allan Poe… ¿Recuerda? Pero las cosas cambian, amigo mío. Ahora es el hombre quien esconde al autómata —levantó la reina de marfil amarillento que tenía en la mano, mostrándosela, burlón—. Y todo su talento, su imaginación, su extraordinaria capacidad para el análisis matemático, querido señor Muñoz, tienen su equivalencia, como el reflejo irónico en un espejo que devolviese la caricatura de lo que somos, en un sencillo disquete de plástico que cabe en la palma de la mano… Mucho me temo que, igual que Julia, después de esto ya no volverá usted a ser el que era. Aunque en su caso —reconoció con una mueca reflexiva— dudo que salga ganando en el cambio.
Muñoz no respondió. Se limitaba a permanecer allí de pie, otra vez con las manos en los bolsillos de la gabardina y colgándole de los labios el cigarrillo, cuyo humo le hacía entornar los ojos inexpresivos; como un desaliñado detective de película en blanco y negro que se parodiase a sí mismo.