La tabla de Flandes (19 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La tabla de Flandes
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Se acercó más al cuadro. Junto a la ventana ojival, con la mirada baja, absorta en el libro que tenía en el regazo, Beatriz de Ostenburgo le recordaba a Julia las vírgenes flamencas de los primitivos maestros de Flandes: cabello rubio peinado hacia atrás muy tirante, recogido bajo la cofia de tocas casi transparentes. Piel blanca. Solemne y lejana con aquel vestido negro tan distinto a los habituales mantos de lana carmesí, la tela de Flandes, más preciosa que la seda y el brocado. Negro —eso Julia lo comprendía ya con toda claridad— de simbólico luto. Negro de viuda con el que Pieter Van Huys, el genial aficionado a los símbolos y las paradojas, la había vestido no por el esposo, sino por el amante asesinado.

El óvalo de su rostro era delicado, perfecto, y el parecido con las vírgenes renacentistas quedaba subrayado en cada matiz, en cada detalle. No una virgen a la manera de las italianas consagradas por Giotto, amas y nodrizas, incluso amantes, o de las francesas, madres y reinas. Virgen burguesa, esposa de maestros síndicos o de nobles propietarios de onduladas llanuras con castillos, caseríos, cursos de agua y campanarios como el que despuntaba en el paisaje, al otro lado de la ventana. Algo fatua, impasible, serena y fría, encarnación de aquella belleza nórdica
a la maniera ponentina
que tanto éxito tuvo en los países del sur, España e Italia. Y los ojos azules, o que se adivinaban tales, con su mirada ajena al espectador, en apariencia sólo atenta al libro, y que, sin embargo, se desvelaba penetrante como la de todas las mujeres flamencas retratadas por Van Huys, Van der Weyden, Van Eyck. Ojos enigmáticos que no llegaban a descubrir lo que miraban o deseaban mirar, lo que pensaban. Lo que sentían.

Encendió otro cigarrillo. El sabor a tabaco y el vodka se mezclaron ásperos en su boca. Apartó el cabello de la frente y después, acercando los dedos a la superficie del cuadro, acarició la línea de los labios de Roger de Arras. En la claridad dorada que rodeaba como un aura al caballero, su gorjal de acero relucía con un tenue destello casi mate, de metal muy pulido. Con la mano derecha, tenuemente velada por aquel resplandor suave, bajo el mentón apoyado en el pulgar, fija la mirada en el tablero que simbolizaba su vida y su muerte, Roger de Arras inclinaba el perfil de medalla antigua, ajeno en apariencia a la mujer que leía a su espalda. Pero quizá su pensamiento volaba lejos del ajedrez, hacia aquella Beatriz de Borgoña a la que no miraba por orgullo, prudencia o quizá sólo por respeto a su señor. En ese caso, tan sólo sus pensamientos eran libres para consagrarse a ella, del mismo modo que, en aquel instante, los de la dama eran, tal vez, ajenos también a las páginas del libro que tenía en las manos, y sus ojos se recreaban, sin necesidad de mirar en su dirección, en la ancha espalda del caballero, en su gesto elegante y tranquilo; quizás en el recuerdo de sus manos y su piel, o sólo en el eco del contenido silencio, de la mirada melancólica e impotente que suscitaba en sus ojos enamorados.

El espejo veneciano y el espejo pintado enmarcaban a Julia en un espacio irreal, difuminando los límites entre uno y otro lado de la superficie del cuadro. La luz dorada la envolvió también a ella cuando, muy despacio, casi apoyándose con una mano sobre el tapete verde de la mesa pintada, con sumo cuidado para no derribar las piezas de ajedrez dispuestas sobre el tablero, se inclinó hacia Roger de Arras y lo besó suavemente en la comisura fría de los labios. Y al volverse, vio el brillo del Toisón de Oro sobre el terciopelo carmesí del jubón del otro jugador, Fernando Altenhoffen, duque de Ostenburgo, cuyos ojos la miraban fijamente, oscuros e insondables.

Cuando el reloj de pared dio tres campanadas, el cenicero estaba lleno de colillas; la taza y la cafetera casi vacías, entre libros y documentos. Julia se echó hacia atrás en la silla y miró el techo intentando ordenar sus ideas. Tenía encendidas todas las luces de la habitación para alejar los fantasmas que la cercaban, y los límites de la realidad retornaban lentamente, encajando poco a poco, de nuevo, en el tiempo y en el espacio.

Había, concluyó por fin, otras formas mucho más prácticas de plantear la cuestión. Otro punto de vista, sin duda el apropiado, si Julia consideraba que, más que una Alicia, podía considerarse una Wendy ya crecidita. Para enfocar así las cosas, bastaba con cerrar los ojos y abrirlos de nuevo, mirar el Van Huys como se mira un simple cuadro pintado cinco siglos antes y coger lápiz y papel. Así lo hizo, apurando el resto del café frío. A aquellas horas, pensó, sin pizca de sueño y con más miedo a deslizarse por la pendiente de lo irracional que a otra cosa, ordenar sus ideas a la luz de los últimos acontecimientos no era ninguna estupidez. No lo era en absoluto. Así que se puso a escribir:

I. Cuadro fechado en 1471. Partida de ajedrez. Misterio. ¿Qué ocurrió realmente entre Fernando Altenhoffen, Beatriz de Borgoña y Roger de Arras? ¿Quién ordena la muerte del caballero? ¿Qué tiene que ver el ajedrez con todo ello? ¿Por qué pintó Van Huys el cuadro? ¿Por qué después de pintar el
Quis necavit equitem
Van Huys lo borra? ¿Tiene miedo de que también lo asesinen a él?

II. Le cuento el descubrimiento a Menchu. Acudo a Álvaro. Él ya está al corriente; alguien le ha hecho una consulta. ¿Quién?

III. Álvaro aparece muerto. ¿Muerto o asesinado? Evidente relación con el cuadro, o tal vez con mi visita y mi investigación. ¿Hay algo que alguien no quiere que se sepa? ¿Había averiguado Álvaro algo importante que yo ignoro?

IV. Una persona desconocida (quizás asesino o asesina), me envía documentación reunida por Álvaro. ¿Qué sabe Álvaro que otros consideran peligroso? ¿Qué es lo que a ese otro (otros) le conviene que yo sepa y qué es lo que no le conviene?

V. Una mujer rubia lleva el sobre a Urbexpress. ¿Relación con la muerte de Álvaro o simple intermediaria?

VI. Muere Álvaro y no yo (de momento) aunque ambos estamos investigando el tema. Incluso parecen querer facilitarme el trabajo, o bien orientarlo hacia algo que desconozco. ¿Interesa el cuadro por su valor económico? ¿Interesa mi trabajo de restauración? ¿Interesa la inscripción? ¿Interesa el problema de la partida? ¿Interesa que se conozcan o que se ignoren determinados datos históricos? ¿Qué puede relacionar a alguien del siglo XX con un drama ocurrido en el siglo XV?

VII. Pregunta fundamental (por ahora): ¿Se vería un posible asesino beneficiado por un aumento de la cotización del cuadro en la subasta? ¿Hay algo más en esa pintura que no he descubierto?

VIII. Posibilidad de que la cuestión no resida en el valor del cuadro sino en el misterio de la partida pintada. Trabajo de Muñoz. Problema de ajedrez. ¿Cómo puede eso causar una muerte cinco siglos después? No sólo es ridículo, es estúpido. (Creo).

IX. ¿Corro peligro? Tal vez esperan que yo descubra algo más, que trabaje para ellos sin yo saberlo. Quizá sigo viva porque me necesitan todavía.

Recordó algo que oyó decir a Muñoz la primera vez, ante el Van Huys, y se puso a reconstruirlo sobre el papel. El ajedrecista había hablado de diversos niveles en el cuadro. La explicación de uno de ellos podía llevar a la comprensión del conjunto:

Nivel 1. El escenario dentro del cuadro. Suelo en forma de tablero de ajedrez que contiene a los personajes.

Nivel 2. Personajes del cuadro: Fernando, Beatriz, Roger.

Nivel 3. Tablero de ajedrez en el que dos personajes juegan la partida.

Nivel 4. Piezas que simbolizan a los tres personajes.

Nivel 5. Espejo pintado que refleja la partida y los personajes, invertidos.

Estudió el resultado, trazando líneas entre un nivel y otro, pero sólo consiguió establecer inquietantes correspondencias. El quinto nivel contenía los cuatro anteriores, el primero se correspondía con el tercero, el segundo con el cuarto… Un extraño círculo que se cerraba sobre sí mismo:

En realidad, se dijo mientras estudiaba el curioso diagrama, aquello parecía una solemne pérdida de tiempo. Establecer todas esas correspondencias no demostraba más que el retorcido ingenio del pintor que concibió el cuadro. La muerte de Álvaro jamás podría esclarecerse así; había resbalado en la bañera, o lo habían hecho resbalar, quinientos años después de pintarse
La partida de ajedrez
. Fuera cual fuere el resultado de todas las flechas y recuadros, ni Álvaro ni ella misma podían estar contenidos en el Van Huys, cuyo autor nunca pudo prever su existencia… ¿O sí lo hizo?… Una inquietante pregunta empezó a rondarle la cabeza. Ante un conjunto de símbolos, como lo era aquella pintura, ¿correspondía al espectador atribuirle significados, o esos significados ya estaban allí dentro, desde su creación?

Aún trazaba flechas y subrayaba recuadros cuando repicó el teléfono. Alzó la cabeza, sobresaltada, mirando el aparato sobre la alfombra sin decidirse a descolgarlo. ¿Quién podía llamar a las tres y media de la madrugada? Ninguna de las posibles respuestas la tranquilizaba, y el aparato aún sonó otras cuatro veces antes de que se moviera. Fue hasta él despacio, aún titubeante, y de pronto pensó que si los timbrazos se interrumpían antes de que averiguase quién llamaba, sería mucho peor. Imaginó el resto de la noche encogida en el sofá, mirando atemorizada el aparato mientras esperaba que sonara de nuevo… Ni hablar. Se lanzó sobre el teléfono, casi con rabia.

—¿Diga?

El suspiro de alivio que escapó de su garganta tuvo que ser audible incluso para Muñoz, que interrumpió sus explicaciones para preguntar si se encontraba bien. Lamentaba mucho telefonear a aquellas horas, pero creyó que valía la pena despertarla. Él mismo estaba algo excitado, por eso se tomaba la libertad. ¿Cómo? Sí, exactamente. Hacía sólo cinco minutos que el problema… ¿Oiga?… ¿Estaba aún ahí? Le decía que ya era posible saber, con toda certeza, qué pieza se comió al caballo blanco.

VII. Quién mató al caballero

«Las piezas blancas y negras parecían representar

divisiones maniqueas entre la luz y la oscuridad,

el bien y el mal, en el mismo espíritu del hombre.»

G. Kasparov

—No podía dormir, dándole vueltas… De pronto comprendí que analizaba la única jugada posible —Muñoz puso el ajedrez de bolsillo sobre la mesa; a su lado desplegó el croquis, arrugado y lleno de anotaciones—. Aún así, me resistía a creerlo. Tardé una hora en revisarlo todo otra vez, de arriba abajo.

Estaban en un
drugstore
que permanecía abierto toda la noche, junto a un ventanal por el que se podía ver la amplia avenida desierta. Apenas había gente en el local: algunos actores de un teatro cercano y media docena de noctámbulos de ambos sexos. Junto a los arcos de seguridad electrónica de la puerta, un vigilante jurado con indumentaria paramilitar bostezaba mirando el reloj.

—Fíjese bien —el ajedrecista indicó el croquis y después el pequeño tablero—. Habíamos reconstruido el último movimiento de la dama negra, que pasó de B2 a C2, pero no sabíamos qué jugada anterior de las piezas blancas la obligó a ello… ¿Recuerda? Al considerar la amenaza de las dos torres blancas, decidimos que la torre que está en B5 pudo venir de cualquiera de las casillas de la fila 5; pero eso no justificaba la huida de la dama negra, pues otra torre blanca, la de B6, ya le estaría dando jaque antes… Pudo ser, dijimos, que la torre comiera una pieza negra en B5. ¿Pero qué pieza? Eso nos detuvo.

—¿Y qué pieza fue? —Julia estudiaba el tablero; su trazado blanquinegro y geométrico ya no era un espacio desconocido, sino que podía adentrarse en él como por terreno familiar—. Usted dijo que lo averiguaría estudiando las que estaban fuera del tablero…

—Y así lo hice. Estudié una por una las piezas comidas, llegando a una conclusión sorprendente:

—… ¿Qué pieza pudo comerse esa torre en B5?… —Muñoz miró el tablero con ojos de insomnio, como si realmente aún ignorase la respuesta—. No un caballo negro, pues los dos están dentro del tablero… Tampoco un alfil, porque la casilla B5 es blanca, y el alfil negro que mueve en las casillas diagonales blancas no se ha movido de sitio. Está ahí, en C8, con sus dos vías de salida obstruidas por peones que todavía no han sido puestos en juego…

—Tal vez fue un peón negro —sugirió Julia.

Muñoz hizo un gesto negativo.

—Eso me llevó más tiempo descartarlo, porque la posición de los peones es lo más confuso de esta partida. Pero no pudo ser ningún peón negro, porque el que está en A5 procede de C7. Ya sabe que los peones comen en diagonal, y éste comió, presumiblemente, dos piezas blancas en B6 y A5… En cuanto a los otros cuatro peones negros, salta a la vista que fueron comidos lejos de ahí. Jamás pudieron hallarse en B5.

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