—Te la ha leído de otra manera porque no quería disgustarte. Yo te he leído lo que está escrito. Creo que tienes derecho a saber la verdad.
Él decía:
—Tengo derecho, pero la verdad no me gusta. La carta era mejor antes. Ha hecho bien la enfermera leyéndomela de otra manera.
Y se echaba a llorar.
Muchos también recibían paquetes: pasteles, galletas, jamón, salchichones, confitura, miel. La directora había dicho que había que distribuir entre todos el contenido de los paquetes. Pese a ello había niños que escondían cosas en la cama o en el armario.
Yo me acercaba a uno de ésos y le preguntaba:
—¿No tienes miedo de que esté envenenado?
—¿Envenenado? ¿Por qué?
—Los padres prefieren un hijo muerto que un hijo tullido. ¿No lo habías pensado?
—No, nunca. Eres un mentiroso. ¡Vete!
Más tarde veía al niño en cuestión tirando el paquete al cubo de la basura del Centro.
Algunos padres venían a visitar a su hijo. Yo los esperaba en la puerta del Centro. Les preguntaba cuál era el objeto de su visita, el nombre de su hijo. Después de oír sus respuestas, les decía:
—Lo siento mucho. Su hijo murió hace dos días. ¿No han recibido la carta?
Después me marchaba corriendo y me escondía.
La directora me llamó y me preguntó:
—¿Por qué eres tan malo?
—¿Malo, yo? No sé de qué me habla.
—Sí, lo sabes muy bien. Has dicho a unos señores que su hijo había muerto.
—¿Y qué pasa? ¿No había muerto?
—No. Y tú lo sabías.
—Pues me habré equivocado de nombre. Se parecen tanto los nombres...
—Salvo el tuyo, claro. Ocurre, sin embargo, que esta mañana no se ha muerto ningún niño.
—¿Ah, no? Entonces me he confundido con la semana pasada.
—Naturalmente, pero te aconsejo que no te confundas de nombres ni de semanas. Y te prohíbo que hables con los padres y con la gente que viene de visita. Te prohíbo igualmente que leas cartas a los niños que no saben leer.
Yo dije:
—Lo único que quería era hacerles un favor.
Ella dijo:
—Te prohíbo hacer favores. ¿Lo has entendido?
—Sí, señora directora, lo he entendido. Pero que no se lamente nadie si no le ayudo a subir la escalera, si no lo levanto cuando se caiga, si no le explico la aritmética ni le corrijo la ortografía de las cartas. Si me prohíbe hacer favores, prohíba también que nadie me pida ningún favor.
Se quedó mirándome un buen rato y dijo:
—Está bien. Vete.
Al salir de su despacho vi a un niño llorando porque se le había caído una manzana y no alcanzaba a cogerla. Pasé por su lado diciendo:
—Ya puedes llorar, manazas, que no por eso vas a conseguir la manzana.
Desde la silla en la que estaba sentado me preguntó:
—¿No quieres dármela, por favor?
Yo dije:
—Apáñatelas solo, imbécil.
Por la noche la directora entró en el comedor, hizo un discurso y, al final, dijo que nadie me pidiera ningún favor, que únicamente había que pedir favores a las enfermeras, a la maestra y, en caso de fuerza mayor, a ella.
Después de todo esto me ordenaron que permaneciera dos veces por semana en la habitacioncita situada al lado de la enfermería, donde había una vieja sentada en un gran sillón con una gruesa manta echada sobre las rodillas. Me habían hablado de ella. Los otros niños que ya habían estado en aquel cuarto contaban que la vieja era muy simpática, que era como una abuelita y que se estaba bien con ella, que podías echarte en una litera o sentarte a una mesa y ponerte a dibujar todo lo que se te antojara. También se podían mirar libros ilustrados y hablar de lo que uno quisiera.
La primera vez que me tocó ir a aquel cuarto no nos dijimos nada, apenas nos dimos los buenos días y me aburrí como una ostra. Los libros de la vieja no me interesaban, no tenía ganas de dibujar y me dediqué a pasear de la puerta a la ventana y de la ventana a la puerta.
Al cabo de un ratito, me preguntó:
—¿Por qué caminas sin parar?
Paré para responderle:
—Tengo que hacer ejercicio con la pierna lisiada. Siempre que puedo y no tengo nada mejor que hacer procuro andar.
La vieja esbozó una sonrisa llena de arrugas.
—A mí me parece que tu pierna va muy bien.
—No mucho.
Eché el bastón sobre la cama, di unos pasos y me caí al llegar a la ventana.
—Ya ve usted si va bien o no.
Me arrastré para coger de nuevo el bastón.
—Cuando pueda prescindir de esto querrá decir que va bien.
No volví a hacerle compañía las otras veces que tenía que ir. Me buscaron por todas partes, pero no me encontraron. Estaba sentado entre las ramas del nogal en el otro extremo del jardín. La maestra era la única que conocía el escondrijo.
La última vez fue la propia directora la que me condujo al cuartito, inmediatamente después de la comida de mediodía. Me empujó dentro y me tumbé en la cama. Me quedé allí tumbado. La vieja comenzó a hacerme preguntas:
—¿Te acuerdas de tus padres?
Le respondí:
—No, nada. ¿Y usted?
Ella siguió preguntando:
—¿En qué piensas por la noche antes de dormirte?
—En dormir. ¿Usted no?
Me preguntó:
—Dijiste a unos señores que su hijo había muerto. ¿Por qué?
—Para darles una alegría.
—¿Por qué?
—Porque es una alegría saber que tu hijo está muerto en lugar de estar tullido.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo sé y basta.
La vieja todavía me preguntó:
—¿Lo haces porque tus padres no vienen nunca?
Yo le dije:
—¿Y a usted qué le importa?
Ella continuó:
—No te escriben nunca. No te mandan paquetes. Por esto te vengas con los otros niños.
Me levanté de la cama y le dije:
—Sí, y también con usted.
La golpeé con el bastón y me caí.
La mujer lanzó un alarido.
Siguió gritando todo el tiempo que continué golpeándola desde el suelo, donde había caído. Con los golpes sólo le llegaba a las piernas, a las rodillas.
Advertidas por los gritos, entraron unas enfermeras. Me inmovilizaron y me condujeron a otro cuartito, parecido al anterior, salvo que en éste no había ninguna mesa, ni tampoco biblioteca, sólo una cama y nada más. También había barrotes en las ventanas y la puerta estaba cerrada por fuera.
Me quedé dormido un momento.
Cuando me desperté llamé a la puerta, di unos golpes con el pie ante la puerta, grité. Pedí que me trajeran mis cosas, los deberes, mis libros.
Nadie me respondió.
En plena noche entró mi maestra en la habitación y se acostó a mi lado en la estrecha cama. Escondí la cara entre sus cabellos y, de pronto, me dieron unos grandes temblores. Sentía todo el cuerpo sacudido, me salía hipo por la boca, los ojos se me llenaron de agua, la nariz me goteaba. Sollocé y ya no pude parar.
En el Centro cada vez había menos comida, hubo que transformar el jardín en huerto. Todos los que podían trabajar lo hacían a las órdenes del viejo jardinero. Plantábamos patatas, judías, zanahorias. Lamentaba no estar en la silla de ruedas.
Cada vez había que bajar con más frecuencia al sótano a causa de las alarmas, casi siempre por la noche. Las enfermeras llevaban en brazos a los que no podían andar. Entre los montones de patatas y los sacos de carbón encontraba a la maestra, me apretaba contra ella y le decía que no tuviera miedo.
Cuando cayó la bomba en el Centro estábamos en clase y no sonó la alarma. Comenzaron a caer bombas a nuestro alrededor, los chicos se escondían debajo de las mesas, yo me quedé de pie, precisamente estaba recitando un poema en aquel momento. La maestra se precipitó sobre mí, me empujó al suelo, yo no veía nada, el cuerpo de ella me ahogaba. Intenté apartarla, pero su cuerpo era cada vez más pesado. Un líquido espeso, tibio, salado se me introdujo por los ojos, por la boca, me bajó por el cuello, perdí el conocimiento.
Me desperté en una sala de gimnasia. Una monja estaba limpiándome la cara con un trapo húmedo, decía a alguien:
—Éste no está herido, me parece.
Me puse a vomitar.
En la sala de gimnasia había gente tumbada en jergones por todas partes. Niños y adultos. Algunos gritaban, otros no se movían, no se podía saber si estaban muertos o vivos. Busqué entre ellos a la maestra, pero no la encontré. Tampoco estaba el rubito paralítico.
Al día siguiente me interrogaron, me preguntaron cómo me llamaba, quiénes eran mis padres, dónde vivían, pero cerré los oídos a las preguntas y no respondí, no hablé. Se figuraron entonces que era sordomudo y me dejaron en paz.
Me dieron otro bastón y, una mañana, una monja me cogió de la mano. Fuimos a la estación, subimos a un tren, llegamos a otra ciudad. La atravesamos a pie hasta la última casa, cerca del bosque. La monja me dejó allí, en casa de una vieja campesina a la que más tarde aprendí a llamar «abuela».
Ella a mí me llamaba «hijo de perra».
Estoy sentado en un banco de la estación. Espero el tren. He venido con casi una hora de antelación.
Desde aquí veo toda la ciudad. La ciudad donde viví cerca de cuarenta años.
Cuando, en otro tiempo, llegué aquí, era una ciudad encantadora, con su lago, su bosque, sus casas bajas, sus numerosos parques. Ahora ha quedado separada del lago por una autopista, el bosque está hecho polvo, los parques han desaparecido, hay edificios nuevos y altos que lo afean todo. Las calles viejas y estrechas están abarrotadas de coches, incluso las aceras. Donde antes había tabernas ahora hay restaurantes sin estilo alguno o self-services donde se come deprisa y corriendo, a veces incluso de pie.
Miro esta ciudad por última vez. No volveré, no quiero morir aquí.
No he dicho adiós ni hasta la vista a nadie. No tengo amigos aquí y menos amigas. Mis numerosas amantes ya deben de estar casadas, ser madres de familia y, a esas horas, ya no deben de ser jóvenes. Hace mucho tiempo que no las reconozco cuando las encuentro por la calle.
Mi mejor amigo, Peter, que había sido mi maestro en mi juventud, murió hace dos años de un infarto. Su mujer, Clara, que fue mi amante y mi iniciadora, hace mucho tiempo que buscó el encuentro con la muerte porque no soportaba la proximidad de la vejez.
Me voy sin dejar nadie ni nada detrás de mí. Lo he vendido todo. Todo no era mucho. Los muebles no valían nada, los libros menos aún. Del viejo piano y de los pocos cuadros he podido sacar algún dinero y aquí se acaba la historia.
Llega el tren y me subo a él. Sólo llevo una maleta. Apenas llevo más cosas al marcharme de aquí que cuando llegué. En ese país rico y libre no he hecho fortuna.
Tengo un visado de turista para mi país natal, un visado válido únicamente por un mes, pero renovable. Espero que el dinero que llevo me bastará para vivir unos meses, tal vez un año. También me he provisto de medicamentos.
Dos horas más tarde llego a una gran estación internacional. Más espera, después un tren nocturno en el que he reservado una litera. La de abajo, porque sé que no voy a dormir y que saldré a menudo para fumar un cigarrillo.
De momento estoy solo.
Lentamente el vagón va llenándose. Una vieja, dos muchachas, un hombre que tiene más o menos mi edad. Salgo al pasillo, fumo, contemplo la noche. Hacia las dos me acuesto y me parece que duermo un poco.
Por la mañana temprano, llegada a otra gran estación. Tres horas de espera que paso en el bar tomando unos cafés.
El tren que tomo esta vez es de mi país natal. Hay muy pocos viajeros. Los asientos son incómodos, las ventanas sucias, los ceniceros están llenos, el suelo es negro y pegajoso, los retretes son prácticamente inutilizables. No hay vagón restaurante ni tampoco bar. Los viajeros sacan el desayuno, comen, dejan los papeles manchados de grasa, las botellas vacías en la mesilla de la ventana o los echan al suelo, debajo de los asientos.
Dos de los viajeros sólo hablan la lengua de mi país. Los escucho, pero no les hablo.
Miro por la ventana. El paisaje cambia. Salimos de una región montañosa, llegamos a una llanura.
Se han reanudado mis dolores.
Me trago los medicamentos sin agua. No se me ha ocurrido comprar bebida y me resisto a pedir agua a los viajeros.
Cierro los ojos. Sé que nos acercamos a la frontera.
Ya estamos en ella. El tren se para, suben guardias, aduaneros, policías. Me piden los papeles, me los devuelven con una sonrisa. En cambio, los dos viajeros que sólo hablan la lengua del país son sometidos a un largo interrogatorio y su equipaje es objeto de registro.
El tren vuelve a arrancar y ahora, en las paradas, sólo sube gente del país.
A mi ciudad no van trenes procedentes del extranjero. Me bajo en la localidad vecina, situada más hacia el interior, más grande además. Podría tomar inmediatamente el tren de enlace, me indican el trenecito rojo de tres vagones que sale del andén número uno cada hora en dirección a mi ciudad. Veo cómo sale.
Salgo de la estación, tomo un taxi, me hago conducir a un hotel. Subo a la habitación, me acuesto y me duermo inmediatamente.
Al despertarme, corro las cortinas de la ventana. Da a poniente. A lo lejos, detrás de la montaña de mi ciudad, veo ocultarse el sol.
Voy cada día a la estación, veo el trenecito rojo que llega y que vuelve a marchar. Después, me paseo por la ciudad. Por la noche tomo unas copas en el bar del hotel o en una taberna de la localidad, junto a gente desconocida.
Mi habitación tiene un balcón. Me siento en él a menudo, ahora que empieza a hacer calor. Desde allí veo un cielo inmenso, como no lo veía desde hace cuarenta años.
Voy cada vez más lejos en mis paseos por la ciudad, incluso salgo de ella y me paseo por el campo.
Sigo una pared de piedra y metal. Detrás de esa pared oigo cantar un pájaro y descubro las ramas desnudas de los castaños.
El portalón de hierro forjado está abierto. Entro, me siento en la gran piedra cubierta de musgo cerca de la entrada. A esa piedra grande la llamábamos «la roca negra», aunque no fue nunca negra, sino más bien gris o azul y ahora completamente verde.
Contemplo el parque, lo reconozco. También reconozco el gran edificio situado en el fondo del parque. Tal vez los árboles sean los mismos, pero no indudablemente los pájaros. Han pasado muchos años. ¿Cuánto tiempo vive un árbol? ¿Cuánto tiempo vive un pájaro? No tengo ni la menor idea.