Yo había calculado que la tía Mame tendría el sentido común de buscar un arbusto lo bastante mullido y saltar sobre él, pero no lo hizo. En lugar de eso, ella y
Pararrayos
salieron al galope detrás del primo Van Buren.
—¡Dios mío, qué estilo tiene la señora Beau! —gritó alguien.
Me volví para ver quién podía haber hecho una observación semejante y capté una expresión en el rostro de Sally Cato que era terrible contemplar.
Galopamos dejando a la pobre y anciana señorita Fan gritando cosas incomprensibles. El jamelgo que yo montaba estaba casi para el arrastre pero al menos siguió lo bastante de cerca a la jauría para permitirme ver a la tía Mame y a
Pararrayos
saltar una pared de piedra donde cayeron otros dos jinetes. La tía Mame perdió su sombrero de seda y el cabello le quedó suelto al viento, pero siguió adelante.
—¿La habéis visto saltar esa pared? —gritó alguien—. Esa condenada chica yanqui tiene clase. Es una amazona soberbia. ¡Realmente soberbia!
Cabalgamos cerca de una hora atronando la hierba mullida, arañándonos con las ramas bajas, y salpicándonos al atravesar los fangosos riachuelos. La tía Mame fue por delante casi todo el tiempo y ni siquiera el tío Beau y Sally Cato pudieron seguirla. En cierto momento ella y
Pararrayos
tomaron una especie de desvío por un campo de maíz, pero aun así no tuvieron dificultades para volver a alcanzar al montero mayor. En otra ocasión, el caballo cargó contra un viejo cobertizo y salió por el otro lado con la tía Mame todavía en sus lomos. Se oyeron muchos cloqueos y graznidos, y los pollos salieron revoloteando en todas las direcciones. Incluso me pareció vislumbrar a una gallina vieja, más aguerrida que las demás, subida al hombro de la tía Mame, pero la inercia acabó por enviarla aleteando al suelo.
Una vez más, volví a perderla de vista cuando
Pararrayos
se internó en un bosquecillo, pero la tía Mame apareció de nuevo, llevando algo que parecía una corona de laurel y sin sujetar siquiera las riendas.
—¡Caramba! —gritó uno de los primos más cultivados—, ¡si parece una auténtica diosa griega!
—¡Demonios! —rugió otro—, ni siquiera utiliza las riendas. ¡Eso no hay quien lo supere!
Luego volvió a galopar tan deprisa que la perdimos de vista.
Por fin fuimos a parar a una enorme meseta y a una vasta extensión de prados verdes que terminaban bruscamente en un dique que corría a lo largo de la orilla del río Savannah. Ahí era donde debía terminar la caza, a menos que el pobre zorro se las arreglase para escalar el muro de dos metros de altura.
Para entonces, el zorro, los sabuesos, Van Buren Clay-Pickett y la tía Mame estaban tan lejos que no había esperanza de alcanzarlos, aunque Beau y Sally Cato McDougall los perseguían a eso de medio kilómetro. De pronto,
Pararrayos
empezó a galopar más deprisa, como si quisiera adelantar al primo Van Buren.
—No entiendo el estilo de caza yanqui —gritó uno de los hombres—. A santo de qué adelanta ahora al montero.
—No es culpa suya —chilló otro jinete—. Es ese caballo loco de los McDougall, que se ha desbocado.
—Dios todopoderoso, tienes razón.
Quise cerrar los ojos, pero la terrible fascinación de la escena que tenía ante mí era demasiado fuerte. Cuando volví a abrirlos,
Pararrayos
no sólo había adelantado al montero, sino a los sabuesos y también al zorro. Se encontraba a pocos metros del dique y aun así seguía galopando.
—¡Dios! Va a estrellar a esa condenada yanqui contra el dique, ¡se matarán!
—¡Moultrie, no puedo verlo! —gritó la mujer que cabalgaba a mi lado, y se desmayó en la silla.
Con la tía Mame todavía a cuestas,
Pararrayos
cargó contra el dique. De pronto sus cascos se despegaron del suelo y trató de saltarlo, pero era demasiado alto. Su pecho colosal chocó contra la parte superior y cayó de espaldas con un golpe que debió de oírse en todo el condado de Richmond. La tía Mame, no obstante, siguió adelante. Salvó limpiamente la pared y desapareció detrás de ella. Se oyó un terrible chapoteo y luego reinó el silencio. Otra mujer se desmayó, pero nadie le prestó la menor atención. Los demás galopamos sin orden ni concierto hacia el prado, justo a tiempo de ver a la tía Mame emerger de las aguas del río Savannah.
En ese preciso momento, un desvencijado Chevrolet llegó traqueteando por el prado y se detuvo. Un indignado hombrecillo se apeó de él y corrió al encuentro del grupo de jadeantes caballos. Era el veterinario del condado.
—Buenos días —gritó—, llevo siguiendo a esta pobre joven más de media hora. Esta es la mayor proeza ecuestre que he visto jamás. Nunca entenderé por qué no se ha matado. Me pareció reconocer al caballo, pero ahora estoy seguro. Es ese desquiciado
Pararrayos
, propiedad de Sally Cato McDougall. —Sus airados ojillos azules buscaron a Sally Cato—. Sally Cato —gritó el veterinario—, hace dos años te dije que ese caballo estaba loco. ¡Y te aconsejé que le pegaras un tiro! —Miró a
Pararrayos
, que yacía agonizante en el suelo—. Supongo que ahora tendré que hacerlo yo mismo. —Sacó una automática del cuarenta y cinco de su cartuchera—. Sally Cato, debería dispararte a ti. Permitir que cualquiera, aunque sea una amazona tan soberbia como esta joven, montara ese caballo es un intento de asesinato. Sí, asesinato con premeditación. Deberían expulsarte de todos los clubes de caza del condado.
De un disparo, acabó con el sufrimiento del patológico
Pararrayos
y la tía Mame rompió a llorar.
El tío Beau subió a la tía Mame a su silla y, a pesar de lo sucia, embarrada y arañada que estaba, la abrazó, la besó y la llamó su «pequeña valquiria yanqui».
El resto del grupo quedó embargado por el triunfo de la tía Mame, y noté que parecían no querer ponerse al lado de Sally Cato mientras trotábamos hacia el campo donde habían instalado el pabellón para el almuerzo de caza. En una ocasión, Sally Cato espoleó su caballo para acercarse al tío Beau.
—Beau —dijo apresuradamente—, deja que te explique…
Pero él le echó una mirada terrible y se alejó trotando y abrazando con ternura a la tía Mame.
El almuerzo fue sensacional. Nadie habló de otra cosa que de las magníficas dotes ecuestres de la tía Mame. La bautizaron «Mame cazadora», y le dedicaron un brindis tras otro como la mejor amazona que jamás honrara el condado de Richmond. La tía Mame tomó demasiado
bourbon
, pero cuando por fin tuve oportunidad de acercarme a ella, me cogió del brazo y susurró:
—Patrick, cariño, dime, ¿sigo con vida? Apreté los muslos con tanta fuerza a la silla que pensé que no me caería nunca.
El primo Van Buren Clay-Pickett acababa de subirse a la mesa para proponer que celebrasen otra cacería el domingo siguiente, cuando entró arrastrando los pies un joven de la Western Union, que traía un telegrama para la tía Mame. El telegrama decía:
FERVIENTE ADMIRADOR INSISTE STOP INAPLAZABLE REGRESO A NUEVA YORK PARA PRESIDIR EXHIBICIÓN ECUESTRE INTERNACIONAL
EL COMITÉ ORGANIZADOR
—¡Vaya, hombre! —gritó con petulancia la tía Mame, apurando a grandes tragos un vaso lleno de
bourbon
—. Qué contratiempo. Pero me temo que habrá que volver al Norte. ¡Siempre de la Ceca a la Meca en pos de nuevos triunfos hípicos!
El personaje inolvidable tampoco carecía de talento literario. El artículo indica que, para entretenerse, escribía piezas breves sobre sí misma y su vida cotidiana. Luego se las leía a sus amigas y, de vez en cuando, permitía que el semanario local publicara alguna. Al parecer, dichos artículos eran auténticas obras maestras. De hecho, eran tan buenos que los editores neoyorquinos acudían a visitarla en masa suplicando una oportunidad para publicar alguna de las obras de la anciana señorita.
Personalmente, no me parece para tanto, sobre todo si pienso que la tía Mame tuvo un editor, un agente literario y una secretaria antes de haber escrito una palabra.
La carrera literaria de la tía Mame se inició a modo de terapia para salir de la terrible depresión en que se sumió al enviudar. Su felicidad nupcial, como señora de Beauregard Burnside, habría podido durar eternamente, si lo hubiera hecho también el tío Beau.
Beau era encantador, viril, rico y apuesto. Y también extremadamente generoso. En su primer aniversario, el tío Beau compró a la tía Mame varios recuerdos para celebrar la ocasión: un enorme Rolls–Royce, un abrigo de piel de marta, un anillo de esmeraldas sin tallar y una antigua mansión en Washington Square para guardar todos los muebles que había comprado últimamente. Pero el día de la inauguración de su nueva casa —trece meses después de casarse—, el tío Beau tuvo un final poético: un caballo le dio una coz en la cabeza en Central Park. Al cabo de una hora estaba muerto.
La tía Mame enloqueció de dolor. Se pasó el funeral, y todo el invierno siguiente, llorando y desmayándose. Luego dejó de desmayarse y se limitó a llorar. No le interesaba nada —ni siquiera el hecho de haberse convertido en la novena viuda más rica de Nueva York— aparte de su enorme tristeza. Por fin, su vieja amiga, Vera Charles, se apiadó de ella.
Vera había tenido un golpe de suerte matrimonial en Inglaterra al casarse con el honorable Basil Fitz–Hugh. El honorable Basil no sólo era rico, sino hombre de letras. Incluso conocía a Virginia Woolf. Además, Vera decidió que lo que necesitaba la tía Mame era un cambio de aires. La envió a Europa y la tuvo allí más de dos años, mientras el señor Babcock me arrastraba de la San Bonifacio a un sórdido campamento de verano.
Pero nadie puede lamentarse eternamente, y menos que nadie la tía Mame. Por fin regresó a casa con varios trajes de luto elegantes, un montón de fotografías dedicadas por autores europeos —que la habían ayudado a consolarse— y unas ganas terribles de renovar el vestuario.
Yo había cumplido dieciséis años y descubrí que había dado un estirón y medía casi un metro ochenta. No me valía ninguno de mis uniformes de la San Bonifacio y pasé los últimos días de libertad estival subido al taburete del sastre mientras me alargaban los pantalones y las chaquetas para, en lo posible, ahorrarle a mi público la visión de mis pantorrillas y antebrazos. Cuando concluyeron los arreglos, faltaba menos de una semana para que las campanas de la San Bonifacio me llamaran a pasar otro año de macarrones y malas notas y tuve la esperanza de que la tía Mame aprovechara la ocasión para llevarme al teatro y hacer cosas divertidas. Me equivoqué.
En cuanto entré en su enorme casa de Washington Square, oí una voz decidida que decía: «
El Ladies'Home Journal
[5]
no publicaría un episodio así ni en un millón de años, señora Burnside».
Pasé de puntillas al salón y vi a la tía Mame sentada con un sobrio traje negro, un martini en una mano y unas enormes gafas de concha en la otra. Tenía muchos papeles en el regazo y estaba hablando con dos mujeres a quienes yo no había visto nunca.
—Por supuesto, es ideal para Hollywood —decía—. Me pareció apropiado para Claudette o Irene, pero ahora he decidido interpretarlo yo. Después de todo, ¿quién mejor para interpretarme a mí misma?
—No sé, señora Burnside, si fuese usted, creo que no haría planes tan a largo plazo —dijo con nerviosismo la pelirroja bajita.
—No, Mame —coincidió la otra—, Elizabeth tiene razón. Antes de nada deberías escribir algo para enseñárselo a los editores. La venta de los derechos cinematográficos, los seriales radiofónicos y demás tendrán que esperar.
—¡Oh, no os preocupéis por eso! —canturreó la tía Mame—. Mi secretaria está arriba mecanografiando el…
Salí de puntillas del salón.
Subí al que había sido mi cuarto. La habitación, que nunca había estado demasiado ordenada mientras la ocupé, era digna de ver: había un montón de archivadores de acero, dos enormes escritorios, tres teléfonos, varias pilas de libros de consulta y papeles por todas partes. Un dictáfono chirriaba y una mujer aporreaba con aire agobiado una máquina de escribir. Me escabullí hasta la habitación de la tía Mame. El panorama no era mucho más alentador. Había antiguos programas de baile, pilas de fotos y números atrasados del
Evening News
de Buffalo amontonados por doquier. Cuartillas con anotaciones que decían cosas como «Hablar de la redada del club nocturno» y «aludir al doctor Cornell y la gota de papá». Encendí uno de los cigarrillos de la tía Mame y me senté totalmente perplejo. Luego oí abrir la puerta principal. La tía Mame decía:
—Adiós, queridas. Vuelvo a mi
écritoire
, ¡estaré trabajando hasta las tantas! Te llamaré por la mañana, Mary. Las chicas de Buffalo debemos apoyarnos unas a otras, ¿no?
A bientót!
La puerta se cerró y vi a las dos mujeres meterse en un taxi.
Al cabo de un momento, se produjo cierta conmoción en lo que había sido mi dormitorio.
—Bueno, Agnes —preguntó la tía Mame—, ¿cómo te ha ido?
—¡Oh, muy bien, señora Burnside! Nunca había trabajado en un ambiente tan agradable y lo que hago es interesantísimo. Dios mío, cuando nos contrataron en la compañía de seguros Prudential no mecanografiábamos más que largos formularios legales, y la señorita Montgomery, la supervisora, se pasaba el día espiándonos por encima del hombro, y además nadie te ayudaba, y…
—Eso está muy bien, Agnes —la interrumpió la tía Mame—. ¿Te ha ofrecido la cocinera un almuerzo decente?
—Dios mío, sí, señora Burnside. Un consomé, pierna de cordero asada, guisantes y…
—¡Qué divino, querida! Ahora pediré a Ito que te lleve a casa.
—¡Oh, pero señora…!
—Ni una palabra más, Agnes. Ponle la funda a la máquina, Ito te llevará a Kew Gardens en un santiamén. ¡Vamos, ponte un poco de carmín y vete!
—Dios mío, señora Burnside, si me maquillo, a mi madre le da un ataque.
—Bueno, como quieras. Hoy has trabajado mucho. Ahora corre a casa.
La tía Mame irrumpió en la habitación y me abrazó.
—¡Aquí está mi niño! ¡Oh, no imaginas lo emocionante que es dedicarse a una carrera creativa! Me exijo demasiado, claro, pero me encanta.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Pues a mi libro, cariño, ¿a qué iba a ser si no?
—¿Qué libro? ¿Quiénes son esas señoras tan raras?
En ese momento la joven a quien había visto escribiendo a máquina apareció tímidamente detrás de la puerta.