Con suma delicadeza, Bubbles se prendió en la pechera de su ya de por sí llamativo vestido una larga cadena de orquídeas purpúreas. A finales de mes descubrí que habían costado cincuenta y seis dólares y que las había cargado en mi cuenta la floristería más cara de la ciudad. Bubbles se echó la chaqueta de zorro blanco por encima de los hombros y cogió un deslustrado bolso de lentejuelas.
—Lista, cariño, lo vamos a pasar en grande. ¿Dónde cenamos? ¿En la Taberna?
Esa noche no me habría acercado a un kilómetro de la Taberna ni por un millón de dólares en metálico.
—¡Oh, no, Bubbles, eso no es más que un tugurio! ¡La comida mataría a un elefante!
—¡Eres un amor! —gritó.
—Había pensado llevarte a un pequeño restaurante francés que conozco. Es muy íntimo y la carta es sencillamente exquisita.
El pequeño restaurante francés era un decrépito bar de carretera a veintitantos kilómetros de la ciudad, una distancia de seguridad aceptable. La cocina era horrible, aunque empleaban algunos términos franceses en el menú como patatas a la
lyonnaise, soupe du jour y filet mignon aux champignons
. Además, el sitio se llamaba Louie's. Por fortuna estaba vacío cuando llegamos.
Pedí seis
sidecars
nada más entrar, escogí todos los platos elaborados con vino que encontré en la carta y me aseguré de que corriera el champán durante toda la cena. Tenía la vaga esperanza de que Bubbles, cuyo aguante con el alcohol nunca había sido muy grande, se encontrase pronto en tal estado que el baile de tercero le resultase totalmente indiferente —si es que no lo había olvidado por completo—. Pero Bubbles resistió la bebida con lúgubre determinación, e incluso pidió una tercera botella de champán.
—Caramba, cariño —dijo—, esto sí que es vida, aunque, entre tú y yo, haría falta un hacha para cortar este filete. Vamos, cielo, se está haciendo tardísimo. Tenemos que llegar a tiempo para el baile.
—¡Oh, no tengas prisa! Nadie va antes de las doce.
—Pero, cariño, si son más de las diez y media y tocan Glen Gray y su Casa Loma Band. Lo he visto en el periódico.
—¡La noche es joven! —repliqué sin demasiado entusiasmo—. Cómete los
tortoni
. Es un famoso plato francés.
—¡Francés y un carajo! Da la casualidad de que conozco a dos griegos que lo preparan en Newark, y, si hubieses visto como yo lo que le meten, no se lo darías ni a un perro.
—Bueno, tómate al menos una buena copa de coñac.
Por mucho que lo intentaba, no conseguía emborracharla. El baile la tenía obnubilada.
—Vamos, cariño —repetía una y otra vez.
Eran casi las doce cuando llegamos al baile. Entré un poco por detrás de Bubbles con la esperanza de que nadie reparase en que íbamos juntos.
—Disculpa un segundo, cariño, tengo que ponerme un poco más de laca en el peinado.
Corrí al servicio de caballeros y eché un buen trago de mi petaca, luego otro, y otro, y otro. Bubbles, esplendorosa en su vulgaridad, me esperaba dando impacientes pataditas en el suelo.
—Caray, chico, pensaba que te habías colado por el váter. ¿Por qué llevas esas gafas oscuras?
—Vista cansada —murmuré.
Nada más llegar a la sala de baile, Bubbles causó una sensación inmediata. Traté de bailar lo más lejos posible de los que habían acudido sin pareja, pero daban la impresión de seguirnos todo el tiempo. Se oían algunos silbidos rijosos por lo bajini, aunque parecían más burlones que apreciativos.
—Te apuesto cinco dólares a que es Pat Dennis —oí decir a alguien, y empujé a Bubbles hacia el centro de la multitud. En comparación con los vaporosos vestidos de verano blancos y pasteles de las chicas del baile, el de Bubbles parecía un traje que alguien hubiese dejado olvidado en el guardarropa de un musical de los hermanos Minsky
[10]
.
—Menudos vestidos tan sosos —dijo con desprecio Bubbles—. Si quieres mi opinión, no hay nada como un vestido de noche verdaderamente elegante.
La sala estaba sumida en una agradable penumbra gracias a mis gafas de sol y la cabeza me daba vueltas ligeramente.
Después de un par de giros por la pista, noté que una mano me daba unos golpecitos en el hombro. Me volví y me topé con Remington el Repulsivo, el chico más rico de la facultad.
—¿Me permites? —dijo con voz meliflua.
—Es un placer —respondí.
—¡Hasta luego, cariño! —chilló Bubbles y ambos se alejaron bailando.
Nada más librarme de Bubbles, me quité las gafas de sol y eché un vistazo a la sala. Estaba abarrotada. Desde la seguridad del rincón de los que estaban sin pareja, me dediqué a observar meticulosamente el lugar. Bubbles podía parecer la puta de Babilonia, pero se estaba entendiendo a las mil maravillas con los elementos menos recomendables del estudiantado. Salvo por alguna que otra expresión lamentable y algún desagradable chillido de vez en cuando, se las estaba arreglando muy bien y, como digo, atraía la curiosidad de muchos.
Una mano me cogió por el codo. Era un mocoso de primero que llevaba un tiempo intentando por todos los medios ingresar en el grupo Fred Astaire.
—Hola —dije en tono aburrido.
—Hola —respondió—, menuda juerga, ¿eh?
—No está mal —asentí con frialdad.
—Oye —prosiguió—, tú que conoces a todo el mundo. Dime, ¿quién es esa hechicera que acapara todas las miradas?
Noté que me estaba ruborizando.
—¿Te refieres a la del vestido rojo y dorado?
—No, hombre, no, ¿qué me importa a mí esa buscona? Me refiero a esa otra mujer tan misteriosa que hay ahí, la que lleva un vestido negro y vaporoso.
Miré en dirección a un grupo de jóvenes que se arremolinaba en torno a una belleza que flirteaba con todos, sin cesar de dedicarles coquetas sonrisas.
—Dios mío —musité.
Era la tía Mame, con un vestido de fiesta palabra de honor, un abanico y todos los diamantes que tenía.
—¿Quién es? —insistió el otro—. Ha venido con ese amigo tuyo, Alex. Desde que llegó ayer ha recorrido todo el campus, y los polis dicen que, si no deja de jugar con esa pistola de agua que lleva, terminará en la comisaría. ¡Menudo bombón! ¿Cómo se llama?
—Te juro por Dios —dije sin levantar la voz— que no la había visto en toda mi vida.
La situación era cada vez más desesperada. Tenía que encontrar a Bubbles y sacarla de allí cuanto antes. Me puse las gafas de sol y atravesé la sala a trompicones. Para entonces, Bubbles se había hecho muy popular entre la pandilla del Suspensorio Viejo y el grupo de los Calcetines Sudados. La mitad de los cuerpos sin duchar del equipo universitario se habían restregado ya contra su fachada roja y dorada, y ahora querían repetir. Remington el Repulsivo estaba bailando con ella otra vez. Los interrumpí sin más miramientos.
—Vamos, Bubbles —dije—, tenemos que irnos.
—Dios, ¿por qué? —chilló.
—No hagas tantas preguntas. Vamos.
—Y un carajo. Llevo todo el fin de semana muerta de asco en este pueblo dejado de la mano de Dios y, ahora que empiezo a divertirme, quieres que me vaya. Pues, mira, no me iré. ¡No me iré y no me iré!
Estaba borracha como una cuba y gritaba con todas sus fuerzas. Un grupito de jovenzuelos empezó a arremolinarse a nuestro alrededor.
—Bubbles, o vienes ahora mismo conmigo o…
—¿O qué? Me invitas a esta gran fiesta universitaria y ¿qué pasa? En todo este tiempo no hemos hecho nada interesante. No hemos visto a ningún famoso, ni el desfile de antorchas, tampoco asistimos a la cena con baile, ni hemos estado en ningún cóctel. No he tenido ocasión de ponerme ni la mitad de los conjuntos que he traído. Pues mira, ahora empiezo a divertirme y no me vas a sacar de aquí ni a rastras. Si quieres irte, por mí estupendo. Yo me quedo. El señor Remington cuidará de mí como un auténtico caballero, ¿a que sí, guapo?
—Puedes apostar lo que quieras, encanto —respondió abrazándola por la cadera.
—¿Lo dices en serio, Bubbles? ¿Esto es definitivo? —insistí mientras trataba de reprimir una mirada de alivio.
—¡Desde luego que sí!
—Entonces ¿esto es un adiós?
—Adiós para siempre, aguafiestas.
Se alejó dando vueltas por la pista de baile con Remington el Repulsivo.
Me fui del baile con la sensación de alguien a quien acaban de indultar de la silla eléctrica.
Era un hombre libre. Bubbles me había dicho adiós para siempre. Nadie me había visto con ella y mi reputación de joven Astaire, refinado y cortés, seguía a salvo. Con el corazón desbordado de felicidad, decidí volver a mi habitación y pasar un buen rato en mi cama. La ropa que tenía en la cabaña para turistas podía esperar. Por supuesto, quedaba la cuestión de por qué la tía Mame había asistido al baile, pero me dije que sin duda la explicación debía de ser muy sencilla. Probablemente, hubiera asistido invitada por algún profesor y su mujer. Lo principal era que no nos hubiese visto a mí y a Bubbles.
Todavía un poco achispado, volví a mi habitación, cerré la puerta con llave y me desvestí. Morgan House estaba muy silenciosa. Apagué la luz y, con la voz de nuestro ídolo cantando
The Way You Look Tonight
, y pensando en mi recién recobrada libertad ahora que Bubbles tenía a Remington el Repulsivo para que le pagara las facturas, me sumergí en el sueño de los justos.
A las cuatro y media me despertó de mis sueños un apremiante golpeteo en la puerta.
—¿Quién es? —balbucí.
—¡Déjame entrar! ¡Deprisa, déjame entrar! —susurró desesperada una voz de mujer a través del fino panel.
—Tú y yo hemos terminado, Bubbles —dije con una voz espesa y dominada por el sueño.
—¡Por Dios, abre la puerta! ¡Soy tu tía Mame! ¡Déjame entrar! —Me levanté de un salto, derribando una silla, encendí la luz y corrí a trompicones hacia la puerta, pestañeando como un búho. Abrí la puerta y la tía Mame entró como un torbellino; llevaba todavía el vestido de noche y una capa de armiño echada de cualquier manera sobre los hombros—. ¡Gracias a Dios! —suspiró, y se apoyó contra la puerta cerrada—. Echa la llave, por favor —jadeó—. ¿No tendrás nada de beber?
—Pero, tía Mame —respondí con la lengua pastosa—, ¿qué demonios haces aquí?
—No me pidas que te explique nada hasta que haya tomado un trago. Deprisa. Cualquier cosa me vale. —Le serví un gran vaso de whisky escocés mientras ella se desplomaba en el sofá—. Gracias, cariño, qué consuelo haberte encontrado. No pensé que hubieses vuelto de Filadelfia tan pronto, era Filadelfia, ¿no? Pensé que la puerta no estaría cerrada y que podría esconderme aquí un rato.
—¿Esconderte? —repetí apartándome el pelo de los ojos—, ¿esconderte de qué? —Estaba empezando a recobrar la conciencia. La observé largo y tendido y me pareció notar que evitaba mi mirada—. Dime, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Has venido a leer a Marcel Proust?
Por primera vez en todos los años que hacía que la conocía, la tía Mame parecía sentirse avergonzada.
—Qué habitación tan bonita para un universitario, cariño. Parece muy tranquila.
—Has estado aquí más de cien veces. Supongo que no habrás venido hasta aquí vestida así por las virtudes terapéuticas del color de las paredes. Te he preguntado qué demonios haces aquí, ahora, y así vestida.
La tía Mame se encogió incómoda y evitó mi mirada, aunque todavía conservaba una chispa de carácter.
—Bueno, pues ya que estamos con las preguntitas, yo podría decir que esta sórdida habitación de residencia estudiantil no parece precisamente Filadelfia. ¿O es que esa planta mustia de ahí es Rittenhouse Square?
—He vuelto antes de lo que suponía —respondí con total sinceridad—. Y ahora, aun a riesgo de ser reiterativo, ¿puedo preguntar, una vez más, qué estás haciendo aquí?
—Bueno, si éste es el recibimiento que me ofrece mi único pariente, quizá sea mejor que me vaya.
—Muy bien —dije avanzando hacia la puerta—, buenas noches.
—¡Ay, no, por favor! —gimoteó, acurrucándose en el sofá.
En el pasillo se produjo una terrible confusión y me pareció oír unas pisadas que subían y bajaban las escaleras y el sonido de una llave maestra que abría las puertas de las habitaciones más alejadas.
La miré con frialdad. Me había despertado del todo y estaba casi totalmente sobrio. Empecé a reconstruir los pequeños fragmentos del mosaico de los tres últimos días: la misteriosa llamada telefónica de la tía Mame, la voz que oí entre chorros de pistolas de agua en el coche de Alex, la «mujer misteriosa del vestido negro y vaporoso, que acaparaba todas las miradas».
—Ahora —dije en voz baja—, tal vez tengas la bondad de responder, cuando te pregunte, por cuarta vez, qué haces vestida con traje de campaña, en una residencia estudiantil masculina, a las cuatro de la mañana, el día del baile de fin de curso de tercero, en el año de nuestro señor de mil novecientos cuarenta.
—Yo…, yo…, sírveme otra copa, cariño.
—En cuanto te hayas explicado —respondí—. Vamos, suéltalo ya. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Bueno, si de verdad quieres saberlo —balbució—, estaba en el cuarto de Alex oyendo unos discos, cuando se produjo ese terrible bullicio y la patrulla de vigilantes nocturnos en pleno empezó a registrar la residencia…
—Pero ¿qué es lo que están buscando? ¿El eslabón perdido?
—Si dejas que te explique, estoy segura de que podré hacerlo a tu entera satisfacción.
—No me cabe la menor duda. Continúa.
—Por lo visto, esa horrible buscona, no imaginas qué mujer tan vulgar, con un vestido dorado y rojo que parecía comprado en Woolsworth's, se ha colado en la residencia con un chico repugnante. —El corazón me dio un vuelco—. En fin, sólo Dios sabe lo que estarían haciendo, pero ya puedes imaginártelo. Así que empezaron a oírse esos gritos tan terribles y un montón de palabrotas y luego oí a todos los vigilantes nocturnos registrando el lugar.
—¿Y?
—Y, claro, no quería que me sorprendieran en el cuarto de Alex a esta hora de…
—Pues claro que no —respondí gélido.
—De modo que me escabullí aquí hasta que pasara todo. Sabía, o al menos pensaba, que la habitación estaría vacía. Y, ahora, sé buen chico y sírveme una copa.
—Todavía no te has explicado a mi entera satisfacción. ¿Qué estás haciendo aquí, con ese vestido, en esta facultad, en esta ciudad, en este estado? Tú, que ibas a pasar sola el fin de semana con un buen libro.
—Pero…, pero, cariño, en el último momento el profesor Townsend y su mujer me invitaron a venir y…