La tierra de las cuevas pintadas (19 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—¿Qué pasará si no puedo producir el tipo de sonido adecuado? ¿Un sonido auténtico? —preguntó Ayla, dándose cuenta en ese momento de que realmente quería llegar a ser Zelandoni algún día. Pero ¿y si no lo conseguía sólo porque era incapaz de producir un sonido correcto?

Jonokol parecía tan apenado como Ayla. Apreciaba a la forastera con la que Jondalar había vuelto de su viaje y se sentía en deuda con ella. Ayla, además de encontrar la hermosa gruta nueva, se había asegurado de que él fuera uno de los primeros en verla y, por otra parte, había accedido a convertirse en acólita de la Primera, permitiéndole así a él trasladarse a la Decimonovena Caverna, que estaba cerca de la cueva.

—Pero sí eres capaz de emitir sonidos auténticos, Ayla —recordó Jonokol—. Sabes silbar. Yo te he oído silbar como un pájaro. Y también sabes imitar otros sonidos de animales. Relinchas como un caballo, incluso ruges como un león.

—Eso sí que me gustaría oírlo —dijo el donier.

—Adelante, Ayla. Demuéstraselo —propuso Jonokol.

Ayla cerró los ojos y se concentró. Se retrotrajo a los tiempos en que vivía en su valle y criaba a un león además de un caballo, como si ambos fueran hijos suyos. Evocó la primera vez que Bebé consiguió emitir un rugido en toda regla. Ella decidió practicar también el sonido, y al cabo de unos días le contestó con su propio rugido. No era tan atronador como el del animal, pero este lo reconoció como un rugido aceptable. Al igual que Bebé, empezaba por una serie de característicos gruñidos, que iban en ascenso a cada repetición. Finalmente abrió la boca y lanzó el rugido más sonoro que le fue posible. Llenó la pequeña cueva. Después, tras un breve silencio, el rugido resonó dentro, distante y amortiguado, ante lo cual todos ellos tuvieron la escalofriante sensación de que un león auténtico había contestado desde lejos, en lo más hondo de la cueva o más allá.

—Juraría que ahí dentro hay un león si no supiese que no es así —declaró el joven acólito de la Vigésimo sexta con una sonrisa cuando el eco se apagó—. ¿Es verdad que también sabes relinchar como un caballo?

Eso era fácil. El sonido se asemejaba mucho al nombre de la yegua de Ayla, Whinney, a la que llamó así cuando era potranca, aunque ahora pronunciaba el nombre más como una palabra que como un relincho. Emitía el sonido tal como saludaba a su amiga la yegua cuando llevaba un tiempo sin verla, con un feliz uiiinnniii de bienvenida.

Esta vez el donier de la Vigésimo sexta soltó una sonora carcajada.

—E imagino que eres capaz de trinar como un pájaro.

Ayla desplegó una amplia sonrisa de satisfacción y acto seguido, mediante silbidos, imitó diversos reclamos de aves que había aprendido cuando estaba sola en su valle e intentaba atraer a los pájaros para que comieran de su mano. Los trinos y gorjeos y silbidos de los pájaros reverberaron con ese eco curiosamente amortiguado de la cueva.

—Bien, pues, si tenía alguna duda acerca de que esto era una cueva sagrada, ya no la tengo. Y podrás poner a prueba cualquier gruta por medio del sonido sin mayor problema, Ayla, aunque no sepas cantar ni tocar la flauta. Al igual que Falithan, tienes tu propio método —dijo el Zelandoni. A continuación dirigió una seña a su acólito, que se descolgó el morral y sacó cuatro pequeños cuencos con asas de piedra caliza.

El acólito extrajo también un objeto semejante a un pequeño embutido blanco. Era una porción del intestino de algún animal relleno de grasa. Desenrolló un extremo y, apretando, vertió un poco de grasa ligeramente cuajada y la distribuyó en los recipientes de los candiles; después añadió una tira de seta desecada a cada uno. Por último, se dispuso a encender una pequeña fogata. Ayla, observándolo, estuvo a punto de ofrecerse a encenderla ella con una de sus piedras de fuego. Pero la Primera había insistido el año anterior en que se requería una ceremonia para dar a conocer la piedra de fuego, y si bien muchos zelandonii sabían ya cómo usarla, Ayla no tenía muy claro si deseaba enseñársela a aquellos dos hombres, que no la habían visto aún.

Con materiales que llevaba encima, Falithan enseguida tuvo una pequeña fogata ante él. Sacando otra tira de seta desecada, la prendió y, con ella, disolvió un poco la grasa de los candiles para que las mechas la absorbieran mejor y por último las encendió.

Cuando la llama ardía bien en todos los candiles de grasa, el Zelandoni de la Vigésimo sexta dijo:

—Bien, ¿exploramos ya esta pequeña cueva? Pero tendrás que imaginar, Ayla, que eres otro animal: una serpiente. ¿Crees que podrás entrar ahí deslizándote por el suelo?

Ayla movió la cabeza en un gesto de asentimiento, pese a que tenía sus dudas.

Sujetando el asa del pequeño candil en forma de cuenco, el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna introdujo la cabeza en la pequeña abertura, se puso de rodillas, apoyó una mano en el suelo y finalmente se tendió boca abajo. A la vez que empujaba el pequeño candil de aceite ante él, avanzó con un serpenteo por el angosto espacio. Lo siguieron Ayla, Jonokol y Falithan, cada uno con su propio candil. Ayla entendió por qué el Zelandoni había disuadido a la Primera de intentar entrar allí. Si bien Ayla se había llevado más de una sorpresa al ver las cosas que la corpulenta mujer era capaz de hacer cuando se lo proponía, esa cueva era ciertamente demasiado pequeña para ella.

Las paredes de corta altura eran más o menos perpendiculares al suelo, pero se curvaban en el techo, y parecían roca cubierta de tierra húmeda. El suelo era de barro arcilloso, que se adhería a ellos, pero en realidad los ayudaba a deslizarse en los tramos más estrechos, pero pronto ese lodo pegajoso les caló la ropa. Con el frío, Ayla se dio cuenta de que tenía los pechos llenos de leche e intentó levantar el tronco apoyándose en los codos para no tener que descansar en ellos todo su peso, a pesar de que así le costaba sostener el candil. Si bien los espacios pequeños no inquietaban especialmente a Ayla, le asaltó cierto pánico cuando se quedó atascada en una curva.

—Relájate, Ayla. Lo conseguirás —oyó decir a Jonokol, y sintió que le empujaban los pies desde atrás.

Con su ayuda, Ayla logró pasar.

No toda la cueva era igual de estrecha. Cuando superaron aquella angostura, se ensanchó un poco. De hecho, podían sentarse, y si sostenían los candiles en alto, se veían. Se detuvieron y descansaron por un momento. Poco después Jonokol no pudo resistir la tentación: sacó un fragmento de sílex de una bolsa que llevaba atada a la cintura con una correa y, mediante unos cuantos trazos rápidos, dibujó un caballo en una pared y otro en la pared de enfrente.

A Ayla siempre le había asombrado su destreza. Cuando Jonokol vivía aún en la Novena Caverna, ella lo observaba a menudo mientras él se ejercitaba en la cara exterior de una pared de piedra caliza, o en una placa de piedra desprendida, o en un cuero sin curar con un tizón, o incluso en una porción de tierra alisada. Lo hacía con tal frecuencia y soltura que casi parecía malgastar su talento. Pero sabía que, del mismo modo que ella, para adquirir destreza, se había ejercitado con su honda o con el lanzavenablos de Jondalar, Jonokol había necesitado practicar para desarrollar su pericia. Para ella, la habilidad de pensar en un animal vivo y reproducir su imagen en una superficie era algo tan extraordinario que sólo podía ser un don increíble y asombroso de la Madre. Ayla no era la única que lo veía así.

Después de descansar un rato, el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna siguió adentrándose en la cueva, precediéndolos. Superaron otros varios tramos estrechos hasta llegar a un sitio donde unas placas de roca les impedían el paso: era el final de la cueva. No podían seguir.

—Veo que te has sentido impulsado a dibujar en las paredes de esta cueva —comentó el Zelandoni de la Vigésimo sexta, sonriendo a Jonokol.

Este no sabía hasta qué punto él lo habría expresado así, pero el hecho era que había dibujado dos caballos, así que asintió.

—He pensado que Vista del Sol debería celebrar una ceremonia para este espacio. Ahora estoy más seguro que nunca de que es sagrado, y me gustaría otorgarle ese reconocimiento. Podría ser un lugar para los jóvenes que quieren ponerse a prueba, incluso aquellos que son muy jóvenes.

—Tienes razón —dijo el acólito artista—. Es una cueva difícil pero recta. Aquí dentro sería difícil perderse.

—¿Te gustaría participar en la ceremonia, Jonokol?

El Zelandoni, adivinó Ayla, quería que Jonokol hiciera más dibujos en aquella cueva sagrada tan cercana a su caverna, y se preguntó si sus dibujos darían más prestigio al lugar.

—Creo que aquí convendría indicar que este es el final, poner una señal que muestre que no se puede seguir avanzando en la cueva… al menos en este mundo —sugirió Jonokol, y sonrió—. Yo diría que el león de Ayla ha hablado desde el otro mundo. Avisadme cuando se celebre la ceremonia.

El Zelandoni y su acólito, Falithan, sonrieron complacidos.

—Tú también serás bienvenida, Ayla —dijo el Vigésimo sexto.

—Tendré que ver qué tiene previsto la Primera para mí —contestó ella.

—Claro.

Se dieron la vuelta y se encaminaron hacia la salida, y Ayla sintió alivio. Tenía la ropa húmeda y embarrada, y empezaba a molestarle el frío. El camino de regreso se les hizo más corto, y se alegró de no volver a atascarse. Cuando llegaron a la boca de la cueva, dejó escapar un suspiro. El candil se le había apagado poco antes de ver la luz exterior. Aquella podía ser una auténtica cueva sagrada, pensó, pero no le parecía especialmente agradable, y menos teniendo que recorrerla a rastras la mayor parte del camino.

—¿Te gustaría venir a visitar Vista del Sol, Ayla? No queda muy lejos —ofreció Falithan.

—Lo siento. Con mucho gusto iré de visita en otro momento, pero le he prometido a Proleva que estaría de vuelta por la tarde. Le he dejado a Jonayla, y necesito volver al campamento —respondió Ayla. No añadió que le dolían los pechos; necesitaba dar de mamar y se sentía muy incómoda.

Capítulo 8

Cuando Ayla volvió, Lobo esperaba en el límite del campamento de la Reunión de Verano para saludarla. De algún modo había sabido que llegaba.

—¿Dónde está Jonayla, Lobo? Ve a buscarla.

El animal salió corriendo; luego se volvió para asegurarse de que ella lo seguía.

La llevó directamente a donde estaba Proleva, en el campamento de la Tercera Caverna, dando de mamar a Jonayla.

—¡Ayla! ¡Ya has vuelto! De haber sabido que venías, la habría hecho esperar. Me temo que ya está llena —anunció Proleva.

Ayla cogió a su hija e intentó amamantarla, pero la niña ya no tenía hambre, con lo que Ayla tuvo la sensación de que los pechos le dolían aún más.

—¿Ya le has dado el pecho a Sethona? Yo también estoy llena. Llena de leche.

—Stelona ha estado ayudándome, y ella siempre tiene leche abundante, a pesar de que su bebé ya come algún que otro alimento sólido. Se ofreció a amamantar a Sethona hace un rato cuando yo estaba hablando con la Zelandoni sobre la ceremonia matrimonial. Como sabía que también tendría que dar el pecho a Jonayla, me ha parecido una idea excelente. No tenía la menor idea de cuándo volverías, Ayla.

—Yo tampoco —dijo Ayla—. Veré si encuentro a alguien más que necesite leche, y gracias por ocuparte hoy de Jonayla.

De camino al gran alojamiento de los zelandonia, Ayla vio a Lanoga, que llevaba a Lorala apoyada en la cadera. Ganamar, de tres años, el segundo de menor edad en la familia, la seguía agarrado de su túnica y se chupaba el pulgar con fuerza. Ayla tenía la esperanza de que Lorala quisiera mamar: normalmente siempre estaba dispuesta. Cuando lo mencionó, Lanoga le dijo, para gran alivio suyo, que precisamente buscaba a alguien para amamantar a la niña.

Tomaron asiento en uno de los muchos troncos con cojines dispuestos en torno a los restos ennegrecidos de una hoguera frente a la entrada del gran alojamiento, y Ayla, agradecida, cogió a la otra niña a cambio de la suya. Lobo se sentó junto a Jonayla, y Ganamar se dejó caer junto a él. Todos los niños del hogar de Laramar se sentían cómodos cerca del animal, pero no así el propio Laramar. Él seguía tensándose y retrocediendo cuando se le acercaba el gran lobo.

Ayla tuvo que limpiarse el pecho antes de dar de mamar a la niña, pues el barro húmedo se había filtrado a través de la ropa. Mientras Ayla amamantaba a Lorala, llegó Jondalar, que volvía de pasar la tarde en unas prácticas de tiro con el lanzavenablos. Lo acompañaba Lanidar, que dirigió una sonrisa tímida a Ayla y otra más afectuosa a Lanoga. Ayla lo evaluó con la mirada. El niño tenía doce años, casi trece, y en el último año había dado un estirón. Y había crecido más aún en cuanto a aplomo, observó Ayla. Era más alto y llevaba una funda de lanzavenablos única, una especie de arnés que, como vio, se acomodaba a su brazo derecho deforme. También portaba un carcaj que contenía varias de las lanzas especiales empleadas con el lanzavenablos, más cortas y ligeras que las usadas habitualmente para lanzar a mano, semejantes a dardos largos con una afilada punta de sílex. Su brazo izquierdo, el normal, parecía casi tan robusto como el de un hombre adulto, y Ayla sospechó que había estado practicando con el arma.

Lanidar lucía asimismo un cinturón de la virilidad con un fleco rojo, una estrecha tira trenzada de diversos colores y fibras. Algunos eran colores vegetales naturales, como el blanco ebúrneo del lino, el beis del cáñamo y el marrón de ciertas ortigas. Entre las fibras había también pelo de animal, en general extraído del pelaje largo y tupido de las presas cobradas en invierno, como el muflón blanco, el íbice gris, el mamut rojo oscuro y la cola de caballo negra. Además, la mayoría de las fibras podían teñirse para alterar o intensificar los colores naturales. El cinturón no sólo anunciaba que su portador había alcanzado la madurez física, que estaba preparado para una mujer-donii y los ritos de la virilidad, sino que, por otro lado, los dibujos indicaban sus vínculos. Ayla identificó los símbolos que proclamaban su pertenencia a la Decimonovena Caverna de los zelandonii, aunque no reconocía aún los títulos y lazos primarios por sus formas características.

La primera vez que Ayla vio un cinturón de la virilidad, le pareció hermoso. Por entonces, sin embargo, le era imposible conocer su significado, y de eso se aprovechó Marona, la mujer que esperaba emparejarse con Jondalar, cuando intentó dejarla en ridículo induciéndola mediante engaños a ponerse uno, junto con la ropa interior de invierno de un muchacho. Seguía pensando que los nudos del cinturón eran hermosos, pese a que le recordaban ese desagradable incidente. Aun así, guardaba las suaves prendas de gamuza que aquella mujer le había dado. Ayla no había nacido entre los zelandonii y por tanto no poseía el arraigado sentido cultural de que esas prendas eran inadecuadas para ella por el uso al que estaban destinadas. Eran de una gamuza cómoda y suave, aterciopelada, y decidió usarlas en ciertas ocasiones, después de realizar algunos ajustes en los calzones y la túnica para adaptarlos a sus formas femeninas.

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