Doc, tras un rápido escrutinio del lugar replicó:
—¡No se ve ninguna huella humana alejándose de este lugar! La tierra blanda mostraría las pisadas. Renny no se alejó de aquí.
Monk se guardó lentamente el tabaco en el bolsillo; había perdido las ganas de fumar.
Sucedió un silencio triste y reverente, dedicado a la memoria del desaparecido.
Se interrumpió de una manera espantosa.
—¡Mirad allí! —gritó Ham, con voz quebrada—. ¿Qué…?
Miraron, con la esperanza de que Ham hubiese visto a Renny.
Pero no era eso.
De la vegetación fétida y putrefacta de la selva virgen, había surgido un animal asombroso. Era un monstruoso conglomerado de comadreja, gato, perro y oso.
Era extraordinario porque semejaba una combinación de varios animales conocidos en el siglo veinte.
Pero tenía el tamaño de un elefante muy corpulento.
—¿Qué demonios…? —balbuceó Monk.
—¡Un creodonte! —susurró Johnny, lleno de estupor—. ¡El antecesor de muchos de nuestros animales modernos!
—¿Sí? —murmuró Monk—. Pues, desde ahora en adelante, no me pillaréis muy lejos de un árbol.
Estas palabras recordaron a los otros que se encontraban impotentes ante el feroz animal, que no podía esquivarse como hicieron con el tiranosaurio.
Sus mandíbulas ostentaban unos dientes gigantescos; sus garras eran largas y agudas. Y no tenían cerca ningún lugar de refugio.
¡El creodonte embistió de repente!
Las pistolas ametralladoras escupieron fuego al mismo tiempo. Pero el gigantesco animal seguía avanzando con igual velocidad, con la cabeza gacha, impidiendo se le vieran los ojillos, sin presentar un blanco eficaz.
Los hombres se separaron, pero ello serviría a bien poco. El creodonte no tardaría en darles alcance, destrozándoles sin la menor esperanza de escapar.
A pocos metros de distancia, el monstruo se empinó, abriendo sus mandíbulas enormes y llenas de espuma. Luego saltó con un horripilante gruñido.
Parecía ser el fin de Doc y sus compañeros, un fin tan terrible como suponían sufrió Renny.
Renny, perseguido
Mientras Doc y sus amigos afrontaban los peligros del horroroso lugar, Renny, separado de sus compañeros, también se encontraba en un trance horrible.
Cuando su paracaídas lo descendió al suelo esponjoso del vasto cráter, aterrizó en medio de una escena que ni en sus más horrendas pesadillas acertó a vislumbrar.
Cayó en medio del combate cuyo fragor oyeran desde el aire, un combate feroz entre un tiranosaurio que persiguió a Doc y a los otros y un monstruoso rinoceronte de tres cuernos.
El paracaídas cayó sobre la repugnante cara del terrible tiranosaurio. Al instante, se tiró a la tierra esponjosa.
El repugnante monstruo, cabeceando, enfurecido, pronto se desembarazó de los pliegues de seda enredados en su cara.
Pero el hombre no tuvo tiempo de presenciarlo. El otro animal avanzó con estruendo para embestirle. Renny poseía una memoria privilegiada y reconoció que el animal era un triceratopo.
Pero ignoraba que era un herbívoro, aunque por el momento no le hubiese dado importancia, pues el animal parecía resuelto a darse un banquete con él.
El monstruoso triceratopo avanzó sobre él sin que tuviese tiempo de empuñar su pistola ametralladora, aunque de nada le hubiese servido, pues era imposible detener al animal.
El gigantesco animal poseía tres cuernos parecidos a los de los rinocerontes.
Dos de ellos hacia delante, uno sobre cada ojo, de unos dos metros de largo.
El tercer cuerno era mucho menor y lo tenía sobre la nariz, como si lo utilizase para arrancar raíces.
Lo sorprendente del animal era una especie de capota ósea, que se extendía hacia atrás, desde la cabeza. Esta especie de armadura protegía el cuello y la parte delantera del cuerpo.
La armadura ostentaba unas grandes heridas producidas por el terrible tiranosaurio, durante la apocalíptica batalla.
¡El dinosaurio de tres cuernos huía frenético, ahora! Pero Renny no podía sospecharlo. Hallábase en medio del paso del animal y no tuvo tiempo de saltar a un lado.
—¡No queda otro remedio! —pensó, y brincando, se agarró a los dos cuernos que el animal tenía sobre los ojos.
Cuando el gigantesco animal siguió corriendo, Renny continuó aferrado.
El espacio entre los cuernos era lo suficiente amplio y el cuerno menor le servía para apoyar los pies.
—Si me suelto —pensó— esta fiera me destrozará.
Pero aquel dinosaurio era pacífico, a pesar de su aspecto formidable. Sólo quería huir de su terrible enemigo y, por lo visto, no le preocupaba que una cosa tan diminuta como un hombre se agarrase a sus cuernos.
El vapor iba disipándose y Renny pudo orientarse. El asombroso animal que le servía de montura tenía una piel pelada.
Le recordó la de un elefante, aunque era mucho más dura y más gruesa.
—Una bala ni siquiera lo arañaría —comentó.
Los escasos conocimientos de Renny eran suficientes para que supiera que, con toda probabilidad, la mayor parte del cerebro de esta criatura residía en su columna vertebral. Incluso era probable que la médula espinal le sirviera de cerebro, una función de ningún modo rara en los miembros prehistóricos de la tribu de los dinosaurios.
El animal, en estampida, atravesó un charco sin moderar la marcha. Renny quedó empapado, observando que el agua estaba muy caliente, como humeante café, aunque no le escaldó.
El animal empezó a jadear y Renny se estremeció, al pensar que se pararía pronto. ¿Cómo desmontaría, sin que ello fuera un desastre?
El problema se solucionó por sí mismo.
Ciegamente, corriendo en línea recta, el triceratopo tropezó con un laberinto de lianas, helechos y arbollinos coníferos y se abrió paso a viva fuerza.
Por un verdadero milagro. Renny quedó enganchado en un tronco sarmentoso.
Escuchando, se aferró, durante un rato, a un tronco de unos siete pies de altura. Ignoraba qué otra clase de monstruos podrían rondar por los alrededores.
Giró la vista nervioso a su alrededor, temiendo ver alguno de aquellos espeluznantes reptiles voladores, semejantes a murciélagos.
Explorando, halló que aún llevaba encima su pistola ametralladora.
—¡Ojalá me hubiese provisto de un puñado de bombas, también! —murmuró.
Descendió de la liana y empezó a seguir el rastro por donde el triceratopo pasó. Halló difícil la marcha, pues las enredaderas y los helechos tupidos le entorpecían.
Había explorado las espesas junglas del Amazonas y también el centro de África pero jamás vio una selva virgen tan espesa como aquella. Sin el camino trazado por el animal le hubiera sido imposible volver sobre sus pasos.
Así y todo, avanzaba con cautela para no hundirse en los bosques que el monstruo dejó tras sí. Observó pronto el carácter inusitado de la vegetación.
Muchos de los árboles eran de un tipo que jamás viera anteriormente. Pero otros tenían un aspecto familiar.
—Los que no reconozco se extinguieron hace siglos —comentó—. Los otros, más adaptados a las condiciones cambiadas del mundo exterior, sobrevivieron.
Soltó una risita, reflejo de su constante optimismo. De pronto, se dio cuenta de que la noche se echaba encima.
Renny era hombre prudente y sabía lo que debía hacer.
—Buscaré un árbol a propósito para pasar la noche —concluyó.
Por desgracia, no se hallaba en una región de vegetación alta. Vio que trepando a cualquiera de los helechos enanos que había a su alrededor, no le ofrecía ninguna seguridad contra los dinosaurios.
Empezó a correr, con la esperanza de encontrar a Doc antes de que la oscuridad lo envolviese por completo. Corriendo, llegó al charco que el monstruo atravesara. Dispuesto a penetrar en el agua, titubeó.
Por las márgenes del charco se oyó un enorme chapoteo; luego, un cuerpo inmenso, produciendo unos ruidos de gorjeos, y envuelto en una ola, surgió de repente ante los ojos asombrados de Renny, que al principio creyó era la cabeza y el cuello de una serpiente.
—¡Una serpiente con una cabeza gigantesca!
A pesar de su tamaño fantástico, la cabeza tenía un aspecto pacífico. Poco a poco, el increíble animal surgió del agua, arrastrando su monstruoso cuerpo.
A Renny se le erizaron los cabellos. El animal era enormemente largo.
—¡Cielos! —exclamó y girando sobre sus talones, huyó.
Comprendió que acababa de ver a un ejemplar de los animales más grandes que jamás pisaron la tierra.
Hasta el feroz tiranosaurio quedaba eclipsado por el volumen de aquel coloso.
El gigantesco reptil era un «lagarto» o brontosaurio.
Renny recordó que se suponía eran gigantes pacíficos, habitando cerca del agua y alimentándose de plantas de lagos y de sus márgenes.
Los zoólogos sostenían que no eran carnívoros, pero no tenía el menor deseo de someter a prueba semejante teoría. Comparado con el tamaño del lagarto, él parecía un ratón al lado de un cerdo bien cebado. ¿Y si al lagarto se le ocurría cambiar de dieta y probar qué gusto tenía un hombre?
En consecuencia, puso pies en polvorosa. El lagarto, al parecer curioso o juguetón, le siguió. La tierra se estremecía bajo el peso del animal.
Abandonando el camino abierto por el triceratopo, se zambulló en la tupida vegetación, perdiendo de vista el juguetón perseguidor.
—¡Caspita! —murmuró, secándose la frente—. ¡Dios santo!
Siguió avanzando, pistola en mano. Reinaba una densa oscuridad y se detenía de vez en cuando a escuchar el terrible tumulto de la noche.
En una ocasión, se encontró con una refriega nocturna a pocos metros y el curso de la batalla se dirigía hacia donde él estaba. Echó a correr, espantado.
Percibía el olor fétido y sofocante de un gigantesco carnívoro. El peligro era real e inminente.
Alejóse, maravillándose de la variedad de sonidos penetrantes emitidos por los fantásticos animales del cráter.
—¡Qué lugar más delicioso para vivir! —murmuró.
Un instante después, surgió un nuevo peligro. Percibió un sonido de aleteo por encima de su cabeza.
—¿Qué diablos…? —empezó.
Y, al levantar la vista, quedó por el momento, yerto de horror. ¡Era uno de los reptiles voladores! ¡Un pterodáctilo, semejante al que inutilizó al aeroplano!
Frenético, alzó su ametralladora. ¡Pero, antes que pudiese oprimir el gatillo, el espeluznante merodeador se lanzó sobre él!
Renny recibió una de las pocas sorpresas agradables de aquella noche de pesadilla. Vio que el monstruo aéreo, especie de murciélago, era mucho menor que el asaltante del aeroplano.
Probablemente era una cría de la especie.
Esquivando el pico armado de siniestros dientes se agarró involuntariamente, a las repugnantes alas, que eran viscosas y se desprendieron como caucho. El reptil emitía un hedor insoportable.
El pico del animal le arrancó la parte trasera de la chaqueta.
Haciendo nueva presa, el ingeniero cogió esta vez la horrible cabeza. El cuerpo de aquel pterodáctilo tenía el tamaño de un avestruz.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, tiró de un lado a otro con todas sus fuerzas, logrando, al fin, lo que se proponía: retorció el cuello del reptil volador.
Pero el animal no murió al instante. Saltaba de un lado a otro, tenaz como la cola de una serpiente.
—¡Qué lugar más delicioso para vivir! —repitió Renny.
Levantó al agonizante pterodáctilo. No pesaba casi nada.
—Los huesos huecos y llenos de aire —comentó.
Arrojando al reptil volador a un lado, avanzó un paso… y quedó paralizado de espanto.
Se acercaba otro ejemplar del monstruoso dinosaurio, atraído por los estertores del reptil volador.
Renny retrocedió con rapidez, procurando no hacer ruido. Pero aquello era imposible en aquel abismo de impenetrable negrura.
Las fuertes pisadas del gigante que se acercaba, hundíanse con ruido sordo en tierra blanda y húmeda. Y se detuvieron delante del pterodáctilo agonizante.
Un espeluznante crujido de carne y huesos indicó que devoraban al reptil volador.
Renny aceleró el paso, pensando escapar mientras el monstruo estaba ocupado. Pero tuvo la desgracia de tropezar con un arbusto, haciendo bastante ruido.
¡El animal embistió!
La rapidez con que avanzaba hizo perder toda esperanza de salvación al ingeniero. Realizó entonces un acto desesperado.
Deteniéndose, se arrancó con rapidez los pedazos que le quedaban de la chaqueta después del mordisco del reptil aéreo.
Sacando un encendedor, prendió fuego a la ropa. Luego, remolineando ésta, aceleró las llamas, que, al instante, se convirtieron en una antorcha de regular tamaño.
¡Entonces la arrojó a la cara del monstruo asaltante!
Mientras la tela en rojas llamas giró por el aire, Renny divisó de una manera fugaz al repelente dinosaurio que le atacaba.
Poseía un cuerpo de lagarto, armado de grandes placas óseas. Caminaba a cuatro patas. Su cabeza tenía cierto parecido a la de una tortuga, aunque medía más de un metro de largo.
El armazón del cuerpo era delgado, era muy alto. Lo más sorprendente de sus características consistía en una doble hilera de placas córneas, montadas en filo en su lomo, que parecían dos líneas de dientes de sierra monstruosos.
—¡Un estegosaurio! —murmuró Renny—. ¿Huirá ante el fuego?
El monstruo no huyó.
Renny comprendió que el colosal reptil no poseía cerebro para reconocer el peligro del fuego. Girando sobre sus talones, echó a correr a toda velocidad, seguido del animal.
Los helechos le azotaban; los espinos de los arbustos coníferos herían sus carnes: las lianas lo sujetaban, inmovilizándolo. Tras él, avanzaba con estruendo el leviatán del mundo de los reptiles.
Iba ganando terreno a cada paso, aunque, al parecer, no corría. Las patas del monstruo se hundían en la tierra pantanosa.
Renny vio llegada su última hora. Imposible dejar atrás al animal y en la oscuridad no podía esconderse, pues su olfato lo delataría.
Estaba ya el animal a unos cuatro metros de Renny, cuanto éste tropezó y cayó. Aquella caída fue su salvación.
Se hundió en una trinchera profunda, sin duda, abierta por el hocico de algún dinosaurio en busca de alimento. El reptil pasó por encima, de largo. Renny respiró a pleno pulmón. Descansó un rato en la trinchera; luego la tierra empezó a correrse y, temiendo quedar enterrado vivo, sacó la cabeza al aire húmedo y caliente del cráter.