La tierra del terror (21 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: La tierra del terror
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El lugar era demasiado estrecho y había grandes rocas a ambos lados, donde era fácil inutilizar el aparato con una falsa maniobra.

No obstante, por un momento pareció que el avión escaparía del gigante bronceado.

Pero dando un salto formidable, Doc cogió el timón.

La violencia del tirón habría hecho soltar la presa de unas manos menos fuertes, pero el gigante siguió agarrado tenazmente.

Kar empezó a disparar con una pistola automática. Estaba excitado y debía tirar desde una posición difícil. Erró todos los tiros y luego se vio obligado a dedicar su atención a despegar el aeroplano del suelo del cráter antes de llegar al final de aquella especie de aeródromo natural.

¡El avión se bamboleó y, emitiendo una especie de gemido, se remontó!

Capítulo XXII

La destrucción de una Tierra Perdida

El aeroplano se remontó sobre los gigantescos peñascos y sobre los altos helechos. Voló en círculo una vez. Luego Kar esgrimió su pistola para disparar de nuevo sobre Doc Savage. El aparato podía volar sólo durante un rato.

Doc aprovechó este momento de respiro. Subió a los principales tirantes de la cola, que se extendían hasta el ala superior.

Se balanceaban con la facilidad de un simio a lo largo de ellos.

El primer tiro de Kar erró. Su segundo también, pues Doc se retorció de una manera increíble y se encaramó a lo alto del ala.

De pronto el arma de Kar emitió un chirrido hueco. Examinando el arma, comprobó que se le habían agotado los cartuchos.

Frenético, empezó a cargarla de nuevo.

El techo de la cabina se abrió, desgarrado con violencia. Una figura gigantesca saltó al interior, hacia Kar.

Aterrado, el criminal intentó meter una bala en su inútil arma. Pero ésta fue arrancada de sus manos y lanzada por la ventanilla del aeroplano.

La voz de Kar se elevó en un chillido:

—Perdone… ignoraba…

—El hablar no le servirá de nada —replicó Doc Savage—. ¡No hay nada que le pueda salvar!

Kar contempló las ventanillas del aeroplano. Se había colocado un paracaídas antes de despegar. Después, el criminal miró la maleta de cuero que había en la parte trasera de la cabina.

Pero no se atrevía a moverse, a saltar del aeroplano o a coger la maleta.

Temía aquellas manos de bronce que eran más terribles que el acero.

—Fui engañado una vez —declaró Doc—. Su método de decepción fue hábil y audaz. Le dio resultado porque me tocó uno de mis puntos flacos.

Kar empezó:

—Se equivoca usted. Yo…

—¡Silencio! —cortó Doc—. Sus mentiras no le servirán de nada. Tengo demasiadas pruebas. Anoche sospeché quién era usted, cuando le vi señalar la copa de un árbol con un cigarrillo encendido. Estaba usted ordenando a sus hombres que atrayesen a los castores prehistóricos hacia nuestro refugio, donde nos atacarían. Escogió usted un helecho donde estaba seguro.

Los ojos de Doc Savage centelleaban.

—Sospeché antes de eso —continuó—. Cuando dispararon sobre mí! ¡Cuando usted fingió un desmayo! En realidad, esperaba usted que yo me acercase a su cuerpo inmóvil para servir de blanco a las pistolas de sus secuaces.

—Yo no…

—Sí. Después que los castores prehistóricos huyeron asustados, trepé a su árbol y le substraje el escalpelo que llevaba en la cadena de su reloj. Sospeché que el instrumento estaba envenenado. Lo apliqué a la punta de la lanza improvisada y lo probé en un puercoespín. El animal murió de un solo rasguño. Tenía usted el propósito de usar esa arma contra mí, pero le faltó el valor.

Kar temblaba de pies a cabeza. Se estremecía a cada palabra como si fuese una cuchillada.

El aeroplano, sin que nadie lo pilotase, iba volando solo, zumbando por el cráter.

—Tuvo muchas ocasiones de asesinarme —continuó Doc—. Pero no tuvo el valor de hacerlo con sus propias manos. Como todos los criminales, por listos que sean, es usted cobarde. Permaneció a mi lado contrarrestando con astucia todos mis movimientos, procurando que sus hombres me matasen. Pero no se atrevió a cometer el crimen por el mismo. Su cobardía quedó de manifiesto cuando aterrizamos en el cráter.

Kar seguía temblando cobardemente, probablemente en mayor grado que nunca antes.

—Sus mentiras fueron ingeniosas —continuó Doc, implacable—. Jerome Coffern no fue el único que vino con Gabe Yuder a la isla del Trueno. Usted y Gabe Yuder encontraron este cráter. Jerome Coffern desconocía su existencia.

—Se equivoca —gimió el criminal—. Kar es Gabe Yuder…

—¡Gabe Yuder está muerto! Él halló el elemento desconocido con el cual se fabrica el Humo de la Eternidad; y es probable que el infeliz lo perfeccionase. Usted vislumbró las posibilidades de ese elemento para fines criminales y en consecuencia asesinó a Gabe Yuder y le robó su fórmula química. ¡Hallé su tumba!

—No puede probar…

—Conforme. No hago más que suponer lo sucedido en su primera visita a la isla del Trueno. Pero no me alejo de la verdad. Jerome Coffern observó alguno cosa sospechosa en sus acciones. La primera vez, intentó usted matarlo de un tiro pero fracasó. Pero él intentó confirmar sus sospechas y escribió una declaración que usted halló en sus habitaciones, pero yo descubrí unas líneas del relato en una cinta nueva de la máquina de escribir, en las habitaciones de Jerome Coffern. ¡Pero la parte más importante estaba ilegible, la parte donde le nombraba a usted, la parte que decía que usted, Oliver Wording Bittman, era Kar!

Kar tembló como un azogado.

—¡Sí, usted es Kar, Bittman! —continuó Doc—. Es usted un consumado actor, uno de los más hábiles que he conocido. Y ganó mi confianza mostrándome la carta de mi padre, indicando que usted le salvó la vida. Escuchó mi conversación telefónica con Monk y sin pérdida de tiempo mandó a sus hombres a matarlo. También dio órdenes a un aviador, para asesinarme, durante mi paseo por el Parque. Ordenó a sus hombres que substrajesen los ejemplares de rocas de la isla del Trueno. Ordenó la trampa mortal del ascensor, que casi destruyó a mis compañeros.; no hizo el menor movimiento para entrar en el ascensor, donde había hecho colocar una bomba. Avisó a sus hombres que abandonaran el , y que probablemente alquiló el yate que los recogió, telegrafiando a Nueva York. Desapareció en la jungla en aquella isla de coral lo bastante para ordenarle a su hombre que estaba oculto allí, que arrojara una bomba a nuestro aeroplano. Podría citar otros incidentes en que desbarató nuestros planes. Nos engañó miserablemente, aprovechándose de mi afecto por mi difunto padre.

—¡Salvé a su padre! —gimió Bittman.

—¿Sí? ¿No fue esa carta una falsificación?

—Es una carta válida —exclamó Kar—. ¡Salvé la vida de su padre! Yo no soy un criminal. Lea esa carta. Yo no…

—No creo que mi padre se equivocase.

Quizás era usted el hombre que él creyó… entonces. Pero ha cambiado usted mucho… Quizás alguna enfermedad mental le perturbó, dando rienda suelta a sus criminales instintos. Pero no discutiremos esto. Ordenó usted la muerte de mi amigo Jerome Coffern. ¡Y para eso, sólo hay una pena!

Delante mismo del aeroplano, se producía una erupción en el lago de barro hirviente.

Kar o Bittman, dio de repente un salto frenético, intentando alcanzar la maleta de cuero situada en la parte trasera de la cabina.

Topó con el brazo de Doc como si fuera una pared de piedra. Golpeó a Doc varias veces.

Un terror pánico se apoderó del hombre.

—¡No me matará usted nunca! —rugió.

—Tiene razón —asintió Doc—. No podría matar con mis propias manos a un hombre que salvó la vida a mi padre. Pero no crea que por eso escapará del castigo de sus crímenes.

¡De repente, Kar se lanzó de cabeza por la ventanilla del aparato!

El hombre abrió el paracaídas doscientos pies más abajo. Parecía una bombilla blanca y reluciente, en el gris siniestro de la atmósfera del cráter.

Doc Savage dirigió una mirada al paredón del cráter. Cogió la maleta de cuero que Oliver Wording Bittman miró con tanto interés.

No la abrió. A juzgar por sus acciones, el contenido no le interesaba. La tiró por la borda. Cayó debajo mismo del dique de lava que limitaba el lago de barro hirviente. Estalló.

¡Contenía el Humo de la Eternidad que Kar acababa de fabricar!

El paredón del cráter debajo del dique de lava, empezó a disgregarse con rapidez.

Se elevó un humo gris y repulsivo, una nube parecida a la producida cuando la destrucción del barco pirata, el Alegre Bucanero, en el río Hudson.

El humo ocultaba lo que sucedía abajo. Las chispas eléctricas producían un brillo fantástico dentro de la masa que se disgregaba.

De repente, de debajo de la nube surgió un torrente oscuro y humeante. El dique de lava había quedado destruido.

¡El líquido derretido penetraba impetuoso en el cráter!

El aeroplano se mantuvo apartado de la peligrosa nube del Humo de la Eternidad. Doc buscaba a Kar y no lo encontró.

El río de barro hirviente alcanzó al criminal. El hombre intentó correr.

Pero, de pronto, uno de los monstruos del cráter, uno de los gigantes prehistóricos, la mayor máquina de matar inventada por la Naturaleza, le cerró el paso. El tiranosaurio se dirigió a grandes brincos hacia Kar.

Éste escogió la menos cruel de las dos muertes: dejó que el horripilante reptil lo aniquilara de un solo mordisco.

Pero un instante después, el paredón de barro hirviente se precipitó sobre el monstruo prehistórico. El animal estúpido dio un salto gigantesco, hundiéndose más en el torrente de barro hirviente.

Rodando, dando vueltas lentamente, paleteando en vano con sus enormes patas de tres dedos.

Así perecieron Kar, u Oliver Wording Bittman, el famoso taxidermista, y el coloso de los reptiles que le devoró.

Doc Savage maniobró con habilidad y aterrizó entre los grandes bloque de piedra que, siglos antes, formaban la cueva.

Renny, Ham, Monk, Johnny, Long Tom… los cinco compañeros se acercaron, corriendo, al aparato y subieron.

Doc volvió a remontarse.

—¡Mirad! —murmuró Johnny.

El lago parecía contener una cantidad inagotable de barro hirviente.

Inundaba el suelo del espantoso cráter, envolviendo a los monstruos que allí perduraban.

El pistolero que quedaba perecería con ellos.

El vapor se elevaba a torrentes por la boca del cráter. La creciente oscuridad, la inundación de barro, las agonías de los gigantescos reptiles, daban a la escena el aspecto de otro Día del Juicio.

—¡Caspita! —murmuró Monk.

—¡Cielos! —exclamó Renny.

Luego quedaron silenciosos.

Al cabo de un rato, Monk preguntó de repente:

—¿Y qué del Humo de la Eternidad?

En respuesta, Doc Savage señaló son el brazo. Siguieron el ademán con la mirada.

La región de rocas extrañas, donde Kar debió extraer el elemento desconocido, iba quedando enterrada bajo la inundación de barro caliente.

¡Jamás se volvería a extraer más de allí!

—¿Sabes en qué consistía el Humo de la Eternidad? —inquirió.

Doc no respondió en el acto. Pero, al fin dijo:

—Tengo la hipótesis resultante de mi análisis del metal que no disolvió esa substancia. Creo que me acerco a la verdad. Por esa razón, deliberadamente provoqué la inundación del barro.

—¿Eh? —murmuró Monk.

—El Humo de la Eternidad no podrá fabricarse jamás sin esa substancia que extrajo Kar de ese cráter. Y el depósito está enterrado para siempre. En cuanto a la substancia, nadie sabrá jamás en que consistía.

Monk asintió con la cabeza:

—De acuerdo.

—El mundo puede subsistir perfectamente sin el Humo de la Eternidad —dijo Doc.

Sus ojos divisaron la isla del coral, a unas cuantas millas de distancia.

—No es necesario aterrizar allí —continuó.

Enfiló el aeroplano rumbo a Nueva Zelanda.

—De Nueva Zelanda a San Francisco de California por barco —dijo Monk—. Eso nos dará tiempo de olvidar esta pesadilla de los reptiles prehistóricos. Y quizás se presente alguna otra aventura muy pronto.

«En efecto, algo se presentó, aunque Monk ni soñaba cuán pronto sería.

»Les esperaban otros peligros y dificultades tan grandes como las que acababan de experimentar.

»Estaban entusiasmados. El porvenir se les presentaba de color de rosa.

»Pero no podían prever la aventura terrible que correrían.

»Pues este extraordinario hombre de bronce y sus cinco compañeros, iban a entrar pronto en otro remolino de peligros y aventuras… ¡en el corazón mismo de los Estados Unidos!»

— FIN —

Lester Dent
nació en la casa de sus abuelos maternos en La Plata, Missouri, el 12 de octubre de 1904. Era el único hijo de una pareja de granjeros que vivía en Pumpkin Buttes, Wyoming. Allí vivieron hasta que su familia dejó el rancho y el aislamiento de Wyoming y se mudó de nuevo a La Plata, cuando Lester estaba en octavo grado.

A los diecinueve años entró en un «business college» con la intención de hacerse banquero. Se enteró, por entonces, de que los telegrafistas ganaban más dinero, así que cambió su vocación. En el otoño del 24 había acabado sus estudios y obtenido un trabajo en la Western Union.

En Mayo de 1925 se mudó a Ponca City, Oklahoma, y comenzó a trabajar como telegrafista para la Empire Oil&Gas Co. Conoció a Norma Gerling, y se casó con ella el 9 de agosto de ese mismo año. En el año 26, Dent entró a trabajar para Associated Press en Chickasha, mudándose posteriormente a Tulsa. Allí conoció a un compañero que había vendido una historia a una revista de Pulps.

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