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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (4 page)

BOOK: La tierra del terror
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Se detuvo una o dos veces, arrimando el oído a los tablones de la cubierta.

Percibió una infinidad de sonidos, entre ellos, el de las olas lamiendo el casco del barco y de ratas corriendo por la bodega.

Oyó, al fin las pisadas sigilosas de Squint.

Descendiendo con suavidad, como una sombra metálica silenciosa, puso los pies en un viejo remo de unos ochenta kilos de peso y unos cuatro metros de largo y al instante lo recogió.

El remo le salvó de la muerte o de alguna lesión grave breves instantes después.

Recordó lo que leyó en un periódico dominical. El artículo hablaba de la existencia de una trampa en un pasillo, una trampa que precipitaba al incauto sobre un lecho de espadas de punta.

Se imaginó que tal vez haría funcionar aquella trampa. No se equivocó.

Por lo tanto, cuando el suelo del pasillo se abrió, de improviso, bajo su peso, no fue un accidente el que el remo de cuatro metros le impidiera caer sobre las espadas en punta del fondo.

Es probable que algún viejo pirata ideara aquella trampa para matar a algunos de sus compañeros a quienes odiara.

Con un movimiento rápido, colocó el remo a través del boquete y después de pasar al otro lado, lo recogió de nuevo.

Squint acechaba tras una puerta situada en el extremo del pasillo y, al oír el ruido de la trampa al abrirse, pensando que Doc estaba liquidado, profirió un fuerte grito de alegría.

Doc oyó el grito y para engañarle emitió un gemido real, la clase de lamento que un hombre agonizando sobre aquellas puntas de espadas podía haber proferido.

Engañó a Squint, que abrió la puerta del pasillo.

Pero antes de que la puerta se abriera de par en par, lanzó el remo, con el propósito deliberado de no dar en el pistolero.

El pesado remo destrozó los maderos de la puerta con horrósino estruendo.

Squint giró sobre sus talones, huyendo como alma en pena, tan aterrado, que ni siquiera se detuvo a disparar su pistola.

Debió recibir una sorpresa mayúscula cuando las manos poderosas de Doc no hicieron presa mortal en su cuello.

Es probable que se considerase un maestro de estrategia, cuando llegó a cubierta sin ver señales de su perseguidor.

No sospechó que éste le dejó escapar adrede. Abandonó al instante, de manera furtiva, el barco pirata. Miró repetidas veces hacia atrás, pero no divisó al terrible Némesis de bronce.

—¡Lo burlé! —rió, casi sollozando de alivio.

Mientras se alejaba, seguía mirando atrás sin distinguir la menor señal de su terrible enemigo.

En realidad, Doc Savage se adelantó, llegando a tierra antes que el pistolero.

Esperaba que éste lo conduciría, sin sospecharlo hacia el cerebro siniestro que ordenó la muerte de Jerome Coffern.

Capítulo IV

El nido del mal

Squint subió a Riverside Drive y esquivando el tráfico, cruzó al otro lado.

Doblando hacia el Sur se dirigió con rapidez al metro de Broadway.

Doc vio como Squint esperaba en la puerta de un coche hasta que todas las demás se cerraran, impidiendo que funcionara el mecanismo automático de cierre y como luego satisfecho de su astucia, dejó que la puerta se cerrara.

El tren se puso en marcha.

Corriendo con rapidez, Doc se acercó a la ventanilla de un coche y como una flecha se zambulló en el interior. El tren penetró en el túnel entre un ensordecedor estruendo.

Squint se apeó en Times Square, confundiéndose entre el gentío.

Luego entró en un rascacielos por una puerta salió por otra. Cambió de taxi un par de veces antes de dirigirse a su destino.

Invisible, sin que Squint ni siquiera sospechase su presencia, una gran sombra bronceada le seguía los pasos. El
gángster
llegó a la callejuela desierta, donde delante de la décima casa, se amontonaba un gentío.

Hacía ya algún tiempo que una ambulancia se llevó el cadáver del hombre cuyo cuello Doc Savage se vio obligado a fracturar.

No obstante, la policía halló el escondite de las pistolas ametralladoras bajo los tablones del coche de turismo. Un enjambre de curiosos examinaba las siniestras armas.

Un policía tomaba el número del coche.

Squint soltó una risita. Los agentes no llegarían a saber nunca que ese automóvil lo condujo él, pues fue robado en un Estado del Oeste.

—¡Que intenten averiguarlo! —se mofó.

Luego fijó su mirada en el roadster de Doc Savage y su repulsiva sonrisa se heló. Vio el número que constaba de una sola cifra.

Únicamente a los personajes de mucha importancia se les otorgaban números tan bajos.

El pistolero se estremeció al pensar en el terrible gigante de bronce.

¿Quién sería aquel aterrador personaje?

Squint nunca había oído hablar de Doc Savage, porque éste no aparecía jamás en las columnas de los periódicos.

En verdad, la inteligencia de Squint no tenía un grado suficiente para poder llegar a conocer a Doc.

Pero algunos de los ciudadanos más inteligentes de Nueva York habrían podido decirle a Squint muchas cosas asombrosas sobre el gigante bronceado.

Más uno tenía contraída una deuda de gratitud con Doc Savage por servicios prestados.

El caudillo político, el hombre más influyente del gobierno de la ciudad, debía su vida a la mágica pericia de Doc como cirujano.

Una delicada operación del corazón le arrancó de las puertas de la muerte.

Squint no penetró en la décima casa, sino en otra cercana. Subiendo a tientas por unas escaleras oscuras, llegó a la puerta que daba a la azotea y la abrió.

Salió al exterior, cerrando con suavidad la puerta tras sí.

No observó que ésta se abría ni sospechó, remotamente, que un par de ojos sagaces observaban todos sus movimientos.

El pistolero, saltando de azotea en azotea, se dirigió a la décima casa y se zambulló por una especie de trampa. Apenas había desaparecido cuando la figura silenciosa de Doc Savage saltó las azoteas en su persecución y aplicando luego al oído a la trampa, percibió como Squint descendía por un pasillo situado en la parte trasera. Oyó, después el suspiro de alivio del pistolero.

—¡Es imposible que nadie me escuche! —murmuró.

La ventana chirrió. Con rapidez y sin el más leve ruido, Doc se inclinó sobre el borde de la azotea, descubriendo una pared de superficies lisas, donde hasta un murciélago encontraría dificultad en sostenerse.

Las profundas ranuras de los ladrillos eran el único medio de sostenerse en tan peligrosa posición.

Los acerados dedos de Doc se clavaron en una de las ranuras. Sus tendones infatigables lo soportarían durante horas.

Sus pies tantearon la pared y por fin hallaron una saliente que le permitiría apoyarlos, en una posición más cómoda.

Una persiana vieja y desvencijada le permitió observar el interior por una de sus grietas, al mismo tiempo que se enteraba de la conversación.

Se reunían en aquella mísera habitación más de doce hombres; unos, de cuello de toro y corpulentos; otros, flacos y con el inconfundible aspecto de cocainómanos.

Eran una docena de gangsters peligrosos y sin escrúpulos de ninguna clase.

Squint permanecía de pie ante ellos, fanfarroneando y apostillando sus palabras con maldiciones, para encubrir su nerviosidad.

—¡Ahora callaos, mientras llamo al amo! —gruñó.

Se dirigió hacia la pared, donde se veían numerosas armas y oprimiendo en cierto lugar, se abrió un entrepaño secreto disimulado por las grietas.

Sacó un teléfono que evidentemente no formaba parte de la línea telefónica del sistema corriente de la ciudad.

—¿Kar? —preguntó—. Habla Squint.

En la parte exterior de la ventana, los labios bronceados de Doc Savage formaron la palabra «Kar». El moribundo del barco pirata, al intentar nombrar el jefe de la banda que les entregaba la misteriosa substancia disolvente, llamada «Humo de la Eternidad», inició un nombre que empezaba con «K».

—¡Kar era ese nombre!

—Si— decía Squint—. Suprimimos a Jerome Coffern, como nos ordenó—. Hizo una pausa para humedecerse, nervioso, los labios, y luego añadió: —Tuvimos un… poco de mala suerte.

Squint era asombrosamente modesto. ¡Sus cuatro compañeros habían muerto violentamente y él escapó por milagro con vida e informaba que tuvieron un poco de mala suerte!

En respuesta a una pregunta brusca de Kar, explicó, de mala gana la naturaleza del insignificante contratiempo. Las palabras que oyó de Kar, fueron tan violentas, que hasta llegaron a oídos de Doc Savage.

Fueron seguidas a una larga serie de órdenes, transmitidas en voz tan baja, que los oídos extraordinariamente sensitivos de Doc, no oyeron ni una sola palabra.

Squint colgó el receptor, cerrando luego el entrepaño secreto.

Encendiendo un cigarrillo, afrontó a los pistoleros reunidos.

—Kar ordena os cuente todo lo sucedido —dijo, en tono arrogante—. Dice que trabajaréis mejor, si estáis bien enterados de todo. Asegura que eso os indicará lo que os conviene.

Hizo una pausa para exhalar una bocanada de humo que se elevó hacia el techo.

Pero, al parecer, el humo le recordó la fantástica disolución del cuerpo de Jerome Coffern y haciendo una mueca, tiró el cigarrillo al suelo.

—Es la primera vez que nos reunimos —dijo a los hombres—. Cada uno de vosotros recibió mi orden de venir aquí. Os conozco perfectamente. Sois hombres de confianza y por eso os hago partícipes del golpe más formidable que jamás se ideó.

—Bah— gruñó un pugilista de cuello de toro—. Habla de una vez y no nos vengas con tantas finuras.

Squint desdeñó el tono despectivo del interruptor.

Seguro que os hablaré claro —se mofó—. Acabáis de oírme hablar al jefe. Se llama Kar y ese teléfono comunica con su guardia secreta. Ignoro dónde está y ni siquiera le conozco.

—¿No sabes quién es el jefe? —murmuró el otro
gángster.

—No.

—Entonces ¿Cómo…?

—¿Cómo me relacioné con él? —sonrió Squint—.Pues muy sencillo; me telefoneó, diciéndome que había oído que yo era un hombre de pelo en pecho y me preguntó si quería participar en el golpe más grande que se ha concebido. Respondí que sí y os aseguro que vale la pena. Esta aventura es la más tentadora del mundo.

—¿De qué se trata? —preguntó el otro.

—¿Qué os parece un millón de dólares para cada uno de vosotros, dentro de un año? —preguntó Squint, en tono dramático.

Los
gangsters
quedaron estupefactos.

—Un millón…

—Exacto —declaró Squint—. ¡Quizá más! El millón está garantizado. Mañana cobraréis cincuenta mil dólares a cuenta. ¿Cincuenta billetes de mil dólares para cada uno? Pero antes de hablaros más, quiero saber si puedo contar con vosotros. Sé muy bien que no podéis dar el soplo a la policía, pues seríais suprimidos si lo intentaseis. Y si aceptáis recibiréis mis órdenes; yo las recibo de Kar. Soy una especie de jefe de paja, ¿comprendéis?

—¡Cuenta conmigo! —exclamó el
gángster
de cuello de toro.

Como moscas a la miel, los otros ofrecieron sus servicios con todo entusiasmo.

—Se trata de lo siguiente— explicó Squint.

—Ése Kar ha descubierto una substancia que él llama Humo de la Eternidad. Es algo desconocido de todo el mundo: unas gotas de esa substancia, son capaces de disolver el cuerpo de un hombre, convirtiéndolo en un humo muy feo. Y como a un ser humano, también disuelve el ladrillo, el metal y la madera, es decir, casi toda clase de materia imaginable.

La asamblea de los
gangsters
reflexionó unos instantes acerca de las palabras de Squint.

Era una cosa incomprensible para ellos y el pistolero de cuello de toro expresó los pensamientos de todos los reunidos.

—¡Estás loco de remate! —exclamó, lanzando una risotada.

Enrojeciendo, Squint profirió una maldición y agitó el puño.

—¡Yo no estoy loco! —rugió—. El Humo de la Eternidad es capaz de eso y mucho más. No sé qué clase de substancia es: sólo conozco su poder, porque mis ojos lo han visto. Y puede convertir en humo la puerta de la cámara acorazada más grande de un Banco.

Los otros
gangsters
continuaban escépticos.

—¿Nos comprendéis lo que significa poseer un arma como ese Humo de la Eternidad? —gruñó Squint—. Significa que podemos entrar en cualquier cámara acorazada y apoderarnos de lo que se nos antoje. ¡Escuchad, zopencos! ¡No estoy loco ni miento!

En aquel momento se oyó el grito de un vendedor de periódicos.

—¡La desaparición del cuerpo de un químico famoso! —voceaba—. ¡La desaparición misteriosa!

Squint soltó una risa maligna. Indicando con un brazo a uno de sus oyentes, ordenó:

—¡Compra un periódico a ese muchacho!— El hombre obedeció, regresando un instante después.

El periódico encabezaba con grandes titulares la historia del hallazgo de la mano y brazo derechos de Jerome Coffern en los terrenos de la compañía Mamut, de Nueva Jersey.

—Supongo que ahora me creeréis —exclamó Squint, con desdén—. Yo empleé un poco de ese Humo de la Eternidad sobre Jerome Coffern, que se evaporó por completo, a excepción de la mano, que es probable no desapareciera por falta de suficiente substancia.

La expresión de los rostros malignos de los
gangsters
mostró que cambiaban de opinión. Ya no creían que Squint estuviese loco o mintiese.

—¿Por qué suprimiste a ese Jerome Coffern? —preguntó un pistolero.

—Kar lo ordenó —declaró Squint—. Y me dijo también el motivo, pues el jefe cree necesario que sus hombres conozcan por qué se hacen las cosas. Lo único que no revela es su identidad. Nadie la sabe. Hizo matar a Jerome Coffern porque éste era el único hombre que podía decir a la policía quien es Kar.

—Jerome Coffern conocía a Kar ¿eh? —murmuró un hombre.

—Debía conocerle —Squint encendió otro cigarrillo—. Ahora escuchad mis órdenes. Mañana saldrá una expedición de oro para Chicago: unos dos millones de dólares. A un centenar de millas de Nueva York, levantaremos la vía, y utilizaremos ese Humo de la Eternidad para suprimir la escolta y entrar en el coche acorazado. De esos dos millones, cada uno de vosotros cobrará cincuenta mil dólares. El resto del oró irá a parar a los fondos de explotación de Kar.

Los ojos de los
gangsters
brillaron codiciosos.

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