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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (47 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—No pensaréis hacernos esto todas las mañanas —rezongó Ælfwold
.

—Si piensan atacarnos, ahora es el momento —repuse—. Mañana, ya habremos ocupado el fuerte de allí arriba.

—¿Mañana? —se sorprendió.

—Siempre y cuando Eduardo llegue hoy —repliqué.

Pensaba atacar la vieja fortaleza tan pronto como me fuera posible; sólo necesitaba contar con los guerreros necesarios para llevar a cabo ocho o nueve ataques simultáneos.

Llegamos al pueblo, y nos quedamos a la espera de acontecimientos. Éramos cuatrocientos hombres en condiciones de presentar batalla. Como sabía que era posible que los daneses se hubiesen dado cuenta de nuestra estratagema, insistí en que nadie echase pie a tierra. Los aldeanos, a quienes habíamos despertado, nos llevaron cerveza amarga; el padre Heahberht, nervioso como siempre, me ofreció un cuenco de un tan inesperado como excelente hidromiel. Le pedí que les llevara un poco a Etelfleda y a sus dos doncellas, las únicas mujeres que venían con nosotros.

—Si los daneses se deciden a atacarnos —le dije—, quedaos aquí con los hombres de la guardia.

Puso cara de ya veremos, pero por una vez no me llevó la contraria.

Todavía era de noche. Sólo se oía el tintineo de las bridas y el ruido sordo de las desasosegadas pezuñas de los caballos. De vez en cuando, alguien decía algo, pero la mayoría de los hombres cabeceaba a lomos de sus monturas. Salía humo por los agujeros de las techumbres de las cabañas; se escuchaba el lúgubre ulular de una lechuza en los bosques; sentí cómo un desangelado escalofrío se apoderaba de mi espíritu. No era capaz de quitarme de encima esa sensación. Acaricié el martillo de Thor y elevé una plegaria a los dioses para que me enviasen una señal, pero la única respuesta fue el lastimero canto de la lechuza. ¿Cómo iba a tomar los dos fuertes? Por un momento temí que los dioses me hubieran dejado de lado, que hubiera caído en desgracia a sus ojos por haber desertado de Northumbria para volver al sur. ¿Qué era lo que, en cierta ocasión, le había dicho a Alfredo? Que estábamos en este mundo para diversión de los dioses, pero ¿qué disfrute podían depararles mis desplantes? Pensé en la decepción que se había llevado Ragnar; al recordarlo, sentí que algo se rompía en mi interior. Recordé el desdén de Brida, y comprendí que me lo había ganado a pulso. Aquel amanecer, mientras, a mis espaldas, el cielo se teñía de gris, me vi como un ser despreciable, sin ningún porvenir, una sensación tan dolorosa que rayaba en la desesperación. Me revolví en la silla y busqué a Pyrlig. El cura galés era de los pocos a quienes me atrevía a abrir mi alma sin reservas y quería saber su opinión. Antes de que llegase a dar con él, alguien gritó:

—¡Se acerca un jinete, mi señor!

Había dejado a Finan al frente de un puñado de hombres como únicos centinelas. Se habían apostado en las lindes de los campos de cultivo, a medio camino entre el pueblo y la antigua mansión. El irlandés acababa de enviarme a uno de los suyos para avisarme de que los daneses se habían puesto en marcha.

—Se acercan por los bosques, mi señor —me dijo—; andan rondando por nuestro campamento.

—¿Cuántos son?

—No sabría deciros. Más bien parecen una horda.

Lo que bien podía interpretarse como que eran doscientos, o dos mil. La prudencia me aconsejaba esperar hasta que Finan hiciera un recuento más preciso, pero me sentía tan desanimado, tan hundido, tan desesperado por atisbar una señal de los dioses que me acerqué a Etelfleda y le dije:

—Quedaos aquí con los hombres de la guardia —y, sin esperar respuesta, desenvainé a
Hálito-de-serpiente;
me sentí más tranquilo al escuchar el siseo de la larga hoja de acero que se deslizaba por la garganta de la vaina—. ¡Los daneses atacan el campamento! ¡A por ellos! —grité, al tiempo que espoleaba mi caballo, el mismo que había montado Aldelmo, un buen animal, bien adiestrado, al que todavía no estaba demasiado hecho, sin embargo.

Ælfwold azuzó el suyo y se puso a mi altura.

—¿Cuántos son? —preguntó.

—¡Muchos! —le dije.

Me sentía temerario, imprudente; sabía que estaba cometiendo una locura. Me imaginé que, en cuanto cayesen sobre el campamento, los daneses se darían cuenta de que nos habíamos largado y se pondrían en guardia. Como no quería que llegaran a darse cuenta siquiera, puse mi caballo al trote. Los míos, más de trescientos, me seguían al galope, cuando ya las primeras luces del día se reflejaban en los surcos arados y los pájaros alzaban el vuelo en los bosques que teníamos delante.

Me volví en la silla, y contemplé lanzas y espadas, hachas y escudos. Guerreros sajones, cotas grises de malla en aquel gris amanecer, gestos fieros bajo los yelmos, y noté cómo crecían en mi interior las ansias de luchar. Quería matar. Me sentía tan desmoralizado que me dejé llevar por la idea de que tenía que ponerme en manos de los dioses. Si querían que siguiera con vida, si las hilanderas habían decidido que el hilo de mi existencia volviese a discurrir por su dorada trama, sobreviviría a aquel amanecer. Entre presagios y señales, así nos pasamos la vida. Me puse al galope para descubrir cuál era la voluntad de los dioses. Una locura.

Me sobresalté al ver que unos jinetes se nos acercaban por la izquierda. No eran otros que Finan y los siete hombres que se habían quedado con él, que se unían a nosotros.

—¡Deben de ser trescientos o cuatrocientos! —me gritó.

Asentí con la cabeza, y espoleé mi caballo de nuevo. La senda que llevaba a la antigua mansión era lo bastante ancha para permitir el paso de cuatro o cinco jinetes de frente. Probablemente, Finan esperaba que diera la orden de detenernos al llegar a la explanada que habíamos despejado alrededor de la antigua mansión y que los hombres formasen en hilera entre los árboles, pero ya todo me daba igual.

Vimos luz más adelante. El alba era todavía gris; por el oeste, las sombras de la noche ennegrecían el horizonte. Una luz inesperada, roja y brillante. Fuego. Pensé que los daneses habían incendiado la techumbre de la mansión, igual que nosotros nos disponíamos a avivar su propia destrucción. Vi los linderos del bosque, los troncos caídos que habíamos abatido el día anterior, el tenue resplandor de los rescoldos de las fogatas del campamento, oscuras siluetas de hombres y caballos, los destellos que las llamas arrancaban de sus cascos, cotas de malla y armas. Espoleé mi montura de nuevo y lancé un grito de guerra:

—¡A por ellos!

Nos abalanzamos sobre ellos en desorden, salimos de entre los árboles, con espadas y lanzas, inflamados de odio y coraje. En cuanto llegamos al claro, comprendí que nos superaban en número. Ante nuestras narices, una hueste de daneses, no menos de cuatrocientos, la mayoría todavía a caballo. Casi todos andaban merodeando por el campamento, y sólo unos pocos se percataron de nuestra llegada tras atisbar nuestros caballos y espadas a la luz del amanecer. El grupo más numeroso se encontraba en el extremo occidental del claro que habíamos despejado; miraban la tierra oscura que se alargaba hasta los pálidos destellos de las hogueras de Lundene. Quizá se imaginaban que habíamos renunciado a tomar los fuertes, que al amparo de la noche habíamos emprendido la huida hacia la ciudad a lo lejos. Nada de eso; llegamos por el este, con la luz del día cada vez más intensa a nuestras espaldas. Se volvieron al oír los primeros gritos, los primeros alaridos.

Rojos parecíamos bajo el resplandor de las llamas de la techumbre ardiente de la antigua mansión. Rojos eran los destellos que el fuego arrancaba de los dientes al descubierto de nuestros caballos, de nuestras cotas de malla, de nuestras armas, cuando, sin dejar de gritar, descargué la espada contra el primero que me salió al paso. Iba a pie; blandía una lanza de hoja ancha con la que trató de arremeter contra mi montura, pero
Hálito-de-serpiente
lo alcanzó en la sien. Volví a levantarla y la dejé caer sobre otro danés, sin pararme a mirar qué le había hecho, picando espuelas para que cundiese el pánico. Los habíamos pillado por sorpresa y, durante un rato, nos erigimos en señores de la barbarie. Habíamos abandonado el sendero y asestábamos tajos a diestro y siniestro contra los hombres que, a pie, trataban de apoderarse de cuanto encontraban alrededor de los rescoldos de las fogatas que habíamos encendido. Vi cómo Osferth le destrozaba la cabeza a uno con el canto de la hoja de un hacha, arrancándole el yelmo y arrojándolo después a una de las hogueras. El danés debía de tener la costumbre de limpiarse las manos en los cabellos después de comer, porque las llamas prendieron de inmediato en su pelo grasiento que, al instante, comenzó a arder con viveza. Con la cabeza en llamas como una almenara, gritó y se retorció dando tumbos hasta que un tropel de jinetes se lo llevó por delante. La pezuña de una caballería levantó una nube de chispas, y los caballos, sin jinete que los montase, se desbocaron y huyeron presas de terror. A mi lado, Finan, y también Cerdic y Sihtric. Juntos, cabalgamos al galope hacia el grupo más numeroso de jinetes montados, que seguían mirando a la tierra aún sumida en sombras que se extendía hacia el oeste. Sin dejar de vociferar, cargué contra ellos; descargué la espada sobre un hombre de barba rubia que levantó el escudo y desvió el golpe, para encontrarse con que la punta de una lanza le había entrado por debajo del escudo, le desgarraba la cota de malla y se le clavaba en la barriga. Sentí un topetazo en el escudo, pero no pude volver la vista a la izquierda porque un hombre desdentado trataba de hundir su espada en el pescuezo de mi montura.
Hálito-de-serpiente
desvió la estocada y arremetí contra su brazo, pero la cota de malla frenó el golpe. Aunque muchos de los míos acudían en nuestra ayuda, rodeados de enemigos por todas partes, no podíamos seguir adelante. Arremetí contra el danés desdentado, pero era rápido: mi espada chocó contra su escudo, su caballo dio un traspié, Sihtric blandió el hacha, y me pareció vislumbrar unos trozos de metal entremezclados con sangre que salían volando.

Por todos los medios, trataba de que mi caballo no dejara de moverse. Entre los jinetes, daneses a pie; un tajo a las patas de mi montura bien podía hacerme caer de bruces al suelo, y un hombre nunca es tan vulnerable como cuando lo derriban de la silla de su cabalgadura. Por mi derecha, una lanza me pasó rozando la barriga para ir a estrellarse contra el extremo inferior de mi escudo, y arremetí con
Hálito-de-serpiente
contra un rostro barbudo: noté cómo le destrozaba los dientes; la retiré y embestí de nuevo para asestar un corte más profundo. Un caballo daba alaridos. Los hombres de Ælfwold se habían metido de lleno en la refriega. Habíamos conseguido dividir a los daneses. Algunos se retiraron a los pies de la colina; la mayoría se marchó por el norte o por el sur hasta el altozano, donde se reagruparon antes de abalanzarse sobre nosotros desde ambos lados, lanzando sus propios gritos de guerra. Deslumbrante y cegador, el sol ya se alzaba en el cielo, la mansión era una tea, y el aire más parecía un violento torbellino de chispas bajo aquel resplandor.

Confusión. Durante un rato nos habíamos aprovechado de la ventaja de nuestro ataque por sorpresa, pero los daneses no tardaron en reaccionar y nos rodearon. Entre caballos que patullaban, hombres que gritaban y el rudo entrechocar de aceros, todo era confusión al pie de la colina. Me dirigí hacia el norte y traté de alejar a los daneses del altozano, ya tan dispuestos como nosotros a tomarse cumplida revancha. Esquivé una estocada, sin apartar los ojos de los dientes rechinantes de un hombre que trataba de cortarme la cabeza. Fue tal la violencia del choque de las dos espadas que me dejó el brazo temblando, pero conseguí pararlo, y le golpeé en la cara con la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.
Arremetió de nuevo y me acertó en el yelmo; a pesar de que la cabeza me zumbaba por el testarazo recibido, le golpeé por segunda vez. Estábamos demasiado cerca para echar mano de mi espada, y él, con el borde de su escudo, me golpeó el brazo con que la sujetaba.

—¡Sois un mierda! —bramó.

A modo de adorno, unos cordones de lana amarilla realzaban su yelmo. Lucía unos brazaletes por encima de la cota de malla, señal inequívoca de que era un guerrero que había arrebatado más de un botín. Sus ojos encendidos me miraban con rabia. Quería acabar conmigo a toda costa. Al ver los adornos de plata de mi yelmo y que llevaba más brazaletes que él, cayó en la cuenta de que debía de ser un guerrero de renombre. Hasta era posible que supiera quién era yo, y soñase con jactarse de que había acabado con Uhtred de Bebbanburg. Los dientes le rechinaron de nuevo cuando trató de rebanarme la cara con su espada; de repente, aquella feroz mueca se convirtió en un gesto de sorpresa, abrió los ojos con desmesura, los puso en blanco y emitió una especie de gorgoteo. Sacudió la cabeza con desesperación tratando de sujetar la espada, que se le fue de las manos en el momento en que la hoja de un hacha le cercenaba el espinazo. Sihtric enarbolaba el hacha; con un gemido, el hombre se vino al suelo en el preciso instante en que mi caballo, entre alaridos, comenzó a andar de lado; reparé en un danés que, desde el suelo, le clavaba una lanza en la panza. Finan se llevó a aquel hombre por delante, mientras yo espoleaba mi montura con los pies fuera de los estribos.

Entre relinchos, retorciéndose y lanzando coces al aire, el animal cayó al suelo, atrapándome la pierna derecha al hacerlo. Otro caballo pasó rozándome la cara. Protegiéndome el cuerpo con el escudo, traté de salir a rastras. Una estocada vino a estrellarse contra mi escudo. Un caballo pisoteó a
Hálito-de-serpiente,
y casi me quedo sin espada. De repente, me vi sumido en una vorágine de cascos de caballerías, gritos y confusión. Traté de librarme del caballo de nuevo cuando algo, no sé si pezuña o espada, me golpeó en la parte de atrás del yelmo, y el desbarajuste que me rodeaba se volvió negro por completo. Aturdido en la oscuridad en que me vi inmerso, me pareció oír que alguien profería lamentos desgarradores. Eran los míos. Un hombre trataba de arrebatarme el yelmo y, al darse cuenta de que aún seguía con vida, me había puesto un cuchillo en la boca; recuerdo que pensé en Gisela y que, a la desesperada, traté de hacerme con la empuñadura de
Hálito-de-serpiente,
pero no la encontré y, pensando que me vería privado de los goces del Valhalla, comencé a dar alaridos. De repente, todo se puso rojo. Sentí calor en la cara y noté que algo rojo me resbalaba por los ojos; en ese instante, volví en mí y me di cuenta de que el hombre que con tanto ahínco había intentado matarme se moría y su sangre me corría por la cara. Con esfuerzo, Cerdic me lo quitó de encima y tiró de mí hasta sacarme de debajo del caballo muerto.

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