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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (49 page)

BOOK: La tierra en llamas
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En lo alto de las murallas del viejo fuerte ondeaba el estandarte del dragón; a su lado, la cruz de Ælfwold. Aquellas banderas proclamaban una victoria que bien podría quedar en nada, si no tomábamos el nuevo fortín que, por vez primera, tuve ocasión de contemplar a mis anchas.

Solté una maldición.

C
APÍTULO
XIV

Etelfleda se acercó a mí en lo alto de la muralla. Nada más llegar, sin mediar palabra ni preocuparse de que pudieran vernos, me echó los brazos alrededor del cuello. Sentí cómo temblaba. Llevaba mi maltrecho escudo todavía colgado del brazo izquierdo, que la ocultaba a los ojos de todos cuando la estreché contra mí.

—Pensé que habíais muerto —me comentó al cabo de un rato.

—¿Quién os dijo semejante cosa?

—Nadie. Veía lo que estaba pasando —añadió.

—¿Desde dónde?

—Desde la linde del campamento —repuso tranquila.

—¿Acaso habéis perdido el juicio? —le increpé enojado, al tiempo que me apartaba de ella y la miraba de arriba abajo—: ¿Qué pretendíais, acaso que los daneses os hicieran prisionera?

—Tenéis la cara cubierta de sangre —contestó, pasándome un dedo por la mejilla—. Está reseca. ¿Ha sido muy duro?

—Pues sí, pero lo que nos queda por delante será mucho peor —respondí, moviendo la cabeza en dirección al nuevo fortín.

Se alzaba a los pies de la colina, donde el escarpado desnivel cubierto de hierba se convertía en un suave desmonte que finalizaba en una sucinta hilera de collados que llegaba hasta los cañaverales que bordeaban la ensenada. La marea, casi baja del todo a esa hora, me permitió hacerme una idea de los intrincados bancos de arena que acechaban allí donde marisma y ensenada se confundían, y entendí por qué Haesten había levantado el nuevo fortín en aquella inhóspita lengua de tierra firme y había excavado el profundo foso, que defendía el ancho muro que miraba al este de posibles ataques: había convertido la fortaleza, tres veces más larga que ancha, en una isla. El muro que discurría por el lado sur se prolongaba a lo largo de la ensenada, con el hondo canal a sus pies como defensa; las murallas que miraban al norte y al oeste daban a calas amplias, a interminables marismas siempre a merced de la marea, mientras que la defensa del lado más estrecho, la que miraba al este, donde se alzaba el portón, frente a nosotros, quedaba protegida por el nuevo foso. Un puente de madera permitía salvarlo. Una vez que los últimos en llegar estuvieron a salvo, los daneses procedieron a retirarlo llevándose los anchos tablones al interior del fuerte. Algunos lo hacían desde el agua que, en el centro del foso, no les llegaba más arriba de la cintura. De modo que era posible cruzarlo con marea baja; pobre consuelo porque la diferencia del nivel del agua entre marea alta y marea baja alcanzaba el doble de la altura de un hombre de buena estatura, lo que indicaba que, cuando era posible vadearlo, la orilla del otro lado no sería sino una empinada pendiente de lodo traicionero y viscoso.

El interior del recinto estaba atestado de cabañas, algunas con techos de madera, otras cubiertas con lonas; todas carentes de techumbres. Tal era, pues, la solución que Haesten había encontrado para protegerse de un posible lanzamiento de flechas incendiarias que prendieran fuego al fuerte. Me imaginé que la mayoría de las vigas y pilares de aquellas construcciones procedían del pueblo que habían arrasado e incendiado, cuyas ruinas aún eran visibles al este del nuevo fortín, donde la falda de la colina alcanzaba su máxima amplitud.

Aunque montones de daneses deambulaban por el interior del recinto, eran muchos más los que vivían en los barcos: más de doscientos navíos de guerra de enhiesta proa, encallados en la otra orilla de la ensenada. La mayoría estaban desmantelados; sujetos a las horquillas donde reposaban los mástiles, en algunos habían colocado unos toldos en los que se veía ropa tendida, en tanto que, a la sombra de los cascos, unos cuantos niños jugaban o nos miraban embobados. Conté, además, otros veintitrés barcos, con los mástiles enarbolados y las velas aferradas en sus correspondientes vergas. En todos había hombres a bordo, lo que me llevó a pensar que estaban preparados para hacerse a la mar en cualquier momento. Le había dado vueltas a la idea de traer unos cuantos barcos río abajo, desde Lundene pero, al contemplar aquellos navíos varados y ya dispuestos, pensé que de poca ayuda sería cualquier flotilla que pudiésemos llevar hasta allí.

Arrastrando los pies, Steapa se acercó a nosotros. Su rostro, que tanto terror inspiraba gracias a la tensa y feroz expresión de su mirada, parecía inquieto cuando, postrado ante Etelfleda, se quitó el yelmo, dejando al aire su cabello enmarañado.

—Mi señora —acertó a decir, vacilante.

—Poneos en pie, Steapa —le ordenó Etelfleda.

Había que verlo: un hombre capaz de llevarse por delante a una docena de daneses, un guerrero cuya espada era temida en los tres reinos, en presencia de Etelfleda, se sentía acobardado, porque ella era una princesa de sangre real y él, el hijo de un esclavo.

—Lady Etelfleda os ordena que os dirijáis a los pies de la colina, crucéis el foso, echéis abajo las puertas y obliguéis a salir a los daneses —le dije con voz autoritaria.

Por un momento, creyó que hablaba en serio. Me miró asustado, luego arrugó el entrecejo y no supo qué decir.

—Gracias, Steapa —le dijo Etelfleda con afecto, despejando todas sus dudas—. ¡Una magnífica victoria! Yo misma me encargaré de decírselo a mi padre.

Encantado al escuchar semejante elogio, acertó a balbucir:

—Fue cuestión de suerte, mi señora.

—De vuestra mano, la suerte siempre nos sonríe. ¿Cómo está Hedda?

—¡Muy bien, señora! —sonrió, sorprendido al oír la pregunta de la dama. Nunca había sido capaz de recordar el nombre de la esposa de Steapa, una mujer menuda, pero Etelfleda claro que se acordaba, y también del nombre de su hijo.

—¿Anda mi hermano cerca? —se interesó Etelfleda.

—Participó en la refriega —repuso Steapa—, así que debe de estarlo, mi señora.

—Voy a buscarlo —dijo.

—No sin una guardia que os acompañe —refunfuñé, temiéndome que aún merodeasen daneses fugitivos por los bosques.

—Lord Uhtred piensa que soy una niña que necesita que la protejan —se quejó la dama a Steapa.

—Debéis hacerle caso, señora —dijo el leal Steapa.

Trajeron el caballo de Etelfleda; tendí las manos para que montase. Le dije a Weohstan y a los suyos que la acompañasen hasta la humareda que aún salía de la vieja mansión en llamas. Le di a Steapa una buena palmada en la espalda: fue como darle un puñetazo a un roble.

—Gracias —le dije.

—¿Por qué?

—Por haberme salvado la vida.

—Parecíais defenderos bastante bien vos solo —musitó.

—Hasta que aparecisteis, nos estaban haciendo trizas —repuse.

Rezongó algo y se volvió a mirar el fuerte.

—Eso sí que es una cabronada. ¿Cómo vamos a tomarlo?

—Ojalá lo supiera.

—Pues algo habrá que hacer —repuso, casi urgiéndome.

—Y rápido —recalqué.

Teníamos que hacer algo y cuanto antes porque, si bien el enemigo estaba con el agua al cuello, aún contaba con los dos brazos para salir a flote, que no eran otros que las hordas salvajes que devastaban Mercia y que habían dejado barcos y familias en Beamfleot, sin olvidar que aquellos guerreros anteponían incluso sus barcos a sus familias. Los daneses eran mercenarios. Atacaban allí donde detectaban indefensión pero, tan pronto como la lucha tomaba otro cariz, volvían a sus barcos y se hacían a la mar en busca de presas más fáciles. Si destruía aquella enorme flota, las tripulaciones tendrían que quedarse en Britania y, si Wessex salía adelante, podríamos darles caza y acabar con ellos. Por seguro que estuviera Haesten de que el nuevo fortín era inexpugnable, sus hombres no tardarían en urgirle a que nos obligase a ahuecar el ala. En pocas palabras: una vez que los daneses que devastaban Mercia se dieran cuenta de que representábamos una amenaza real y que no menos reales eran las fuerzas con que contábamos, buscarían el modo de regresar para proteger sus barcos y sus familias.

—Cuanto antes —añadí.

—O sea, que tendremos que salvar ese foso —dijo Steapa, señalando a la hondonada—, y colgar unas cuantas escalas de esos muros.

Dicho así, parecía pan comido.

—Me temo que sí —contesté.

—¡Señor Jesús! —susurró, y se santiguó.

Sonaron unas trompas desde el norte, y me volví a mirar hacia el collado donde tantos hombres y caballos muertos yacían y de donde llegaban más jinetes que salían de los bosques lejanos. Uno de ellos portaba un enorme estandarte con un dragón, lo que me dio a entender que Eduardo el Heredero había llegado. Sin bajarse de su montura, el hijo de Alfredo se detuvo a la entrada del fuerte y allí se quedó al sol, mientras criados y caballos de carga cruzaban la puerta y se dirigían a la mansión de mayores dimensiones de las dos que allí había. Ambas se encontraban en mal estado. Finan, que había ido a echarles un vistazo, se acercó a donde estábamos y nos dijo que los daneses las habían utilizado como caballerizas.

—Será como vivir en un pozo negro —comentó.

Con Etelfleda a su lado, Eduardo seguía sin decidirse a cruzar las puertas.

—¿Por qué no entra en el fuerte? —pregunté.

—Porque tienen que prepararle el trono —repuso Finan, para añadir al ver la cara que ponía—: ¡De verdad! Han venido con una alfombra, un trono y sabe Dios qué más. ¡Ah, y un altar!

—Será nuestro próximo rey —dijo el leal Steapa.

—A menos que vea la forma de acabar con ese cabrón cuando nos dispongamos a tomar esa muralla —repliqué, señalando al fortín danés. Steapa pareció sorprenderse, pero se le alegró la cara en cuanto le pregunté cómo seguía Alfredo.

—¡Tan bien como antes! —exclamó—. ¡Pensamos que se nos moría! Ahora está mucho mejor. ¡Ya ha vuelto a montar, incluso puede caminar!

—Me dijeron que había muerto.

—A punto estuvo. Le administraron los últimos sacramentos, y se recuperó. Se ha ido a Exanceaster.

—¿Qué pasa allí?

—Que los daneses han levantado un campamento y no parece que tengan intención de marcharse —dijo Steapa, encogiéndose de hombros.

—Quieren que Alfredo les dé plata a cambio de que se vayan —apunté.

Pensé en Ragnar, y me imaginé lo desdichado que debía de sentirse, con Brida apremiándolo para que se apoderase de la ciudad, una de las ciudadelas más difíciles de tomar. Situada en lo alto de una colina, a la que sólo se llegaba por escarpadas laderas, sus sólidas murallas las defendía el ejército bien entrenado de Alfredo. Por eso, al menos mientras Steapa había estado allí, los daneses no habían hecho ni ademán de tomarla.

—Haesten actuó de forma inteligente —dije.

—¿Por qué lo decís? —se interesó Steapa.

—Porque convenció a
los jarls
de Northumbria para que atacasen, con la promesa de que él se encargaría de mantener ocupado al ejército de Alfredo —le aclaré—, y luego, le contó al rey los planes de los hombres del norte para no tener que hacer frente a los sajones.

—Pues va a tener que vérselas con nosotros —dijo Steapa.

—Porque Alfredo es tan listo como él.

Alfredo sabía que Haesten era la amenaza más seria. Si conseguía derrotarlo, los de Northumbria se lo pensarían dos veces y, muy probablemente, se harían a la mar de nuevo. Pero había que mantener a raya a los hombres de Ragnar y, por esa razón, gran parte del ejército sajón se encontraba en las proximidades de Defnascir. Al mismo tiempo, el rey había enviado a su hijo y a mil doscientos de sus mejores hombres a Beamfleot. Pretendía que yo desgastase a Haesten, pero también aspiraba a mucho más.

Quería que una victoria afianzase el prestigio como guerrero de Eduardo el Heredero. Alfredo no tenía necesidad de enviar a su hijo. Así como Steapa y sus hombres me eran imprescindibles, la presencia de Eduardo me ponía en un brete. Pero Alfredo sabía que la muerte le rondaba de cerca, quería estar seguro de que su hijo le sucedería y, para conseguirlo, Eduardo tenía que labrarse un nombre como guerrero.

Por fin, las trompas anunciaron que el Heredero había entrado en el fuerte. Camino de la casona, los hombres se arrodillaban a su paso; reparé en cómo agradecía el homenaje que le rendían alzando con elegancia la mano derecha. Parecía tan joven, tan frágil. Me acordé de aquella ocasión en que Ragnar me había preguntado si quería ser rey de Wessex, y no pude evitar una inoportuna y amarga carcajada. Finan se me quedó mirando con curiosidad.

—Quiere vernos en la casona —me informó Steapa.

El edificio en cuestión olía que apestaba. Los criados habían recogido a paletadas el estiércol de caballo, lo habían amontonado a un lado y rastrillado a fondo la hedionda paja que recubría el suelo. Una nube de moscones revoloteaba en el recinto que, a pesar de todo, olía como una letrina. En cierta ocasión, al calor de una buena fogata y en ruidosa compañía, había asistido a un banquete en aquel mismo sitio; aquel recuerdo me llevó a preguntarme si todos los grandes salones de banquetes estaban condenados al deterioro.

Como no había estrado, el trono que ocupaba Eduardo se alzaba sobre una ancha alfombra; a su lado, Etelfleda, sentada en un taburete. Tras los dos hermanos, una negra bandada de curas. No conocía a ninguno de ellos, pero estaba claro que ellos sí que sabían quién era yo, porque cuatro de los seis clérigos se hicieron la señal de la cruz en cuanto me acerqué al improvisado trono.

Steapa se arrodilló ante el Heredero, Finan hizo una reverencia y yo incliné la cabeza. Aunque en vano esperó un gesto de sumisión más ampuloso por mi parte, cuando cayó en la cuenta de que no iba a arrancar de mí otro ademán, Eduardo esbozó una sonrisa forzada.

—Buen trabajo —dijo alzando su voz chillona en un cumplido tan carente de afecto como falto de convicción.

—Buen trabajo el de Steapa, señor —repuse, dándole una palmada en el hombro.

—Guerrero leal y buen cristiano —replicó Eduardo, dando a entender que yo no era ninguna de las dos cosas.

—Y también un animal, más feo que Picio, que hace que los daneses se caguen encima en cuanto lo ven —contesté.

Eduardo y los curas se sobresaltaron al oír lo que acababa de decir. El Heredero ya se disponía a echarme en cara el comentario, cuando las risas de Etelfleda resonaron en la estancia. Eduardo pareció molestarse al oírla, pero se contuvo.

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