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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (7 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—Si fuera tan fácil acabar con Harald —dijo Etelredo—, ya lo habríamos hecho, ¿no os parece?

—¿Cómo, contemplando sus idas y venidas desde estas colinas? —repliqué.

Incómodo, Etelredo no pudo evitar un gesto de desagrado. En circunstancias normales, como hombre beligerante y orgulloso que era, se habría enzarzado conmigo en una discusión, pero observé que estaba pálido. Aunque nadie sabía qué lo aquejaba, padecía una enfermedad que lo dejaba exhausto y muy debilitado durante largos períodos. Debía de tener unos cuarenta años por entonces y, a la altura de las sienes, sus cabellos pelirrojos empezaban a clarear. Me imaginé, pues, que no era uno de sus mejores días.

—Hace semanas que tendríais que haber acabado con Harald y los suyos —le reproché con desdén.

—¡Ya basta! —exclamó Alfredo, dando un manotazo en el brazo del sitial que ocupaba, y sobresaltando al hacerlo a un halcón encapuchado que estaba encaramado a uno de los atriles del altar: el ave extendió las alas, aunque las correas que lo mantenían atado le impidieron alzar el vuelo. Alfredo hizo una mueca, un gesto que me aclaraba algo que ya sabía: que necesitaba de mí y la poca gracia que le hacía verse en semejante situación—. No podíamos atacar a Harald —me explicó, echando mano de toda su paciencia—, con la amenaza de Haesten pendiente sobre nuestro flanco norte.

—Haesten no es capaz de meter miedo ni a un cachorro aterido —repuse—. Nadie teme la derrota tanto como él.

Me sentía desafiante aquel día, desafiante y muy seguro de mí mismo, porque era una de esas ocasiones en que los seres humanos necesitamos que alguien nos dé un empujón. Aquellos hombres se habían pasado días discutiendo cómo actuar y, al final, no sólo no habían adelantado nada, sino que, y como fruto de tales devaneos, se habían hecho una idea descabellada de las fuerzas con que contaba Harald, hasta el punto de llegar al convencimiento de que era invencible. Por su parte, Alfredo, obstinado en que su hijo y su yerno fueran quienes llevasen la voz cantante en Wessex y Mercia, que demostrasen que tenían madera de caudillos, se había mostrado renuente a la hora de solicitar mi ayuda. Pero los suyos le habían fallado, y a Alfredo no le había quedado otra que recurrir a mí. Sabedor de cuánto necesitaban de mis servicios, planté cara a sus aprensiones con arrogante firmeza.

—Harald dispone de cinco mil hombres —afirmó con voz queda Etelhelmo,
ealdorman
de Wiltunscir. Era un hombre valeroso, pero también parecía haberse contagiado de los temores que atenazaban a quienes acompañaban a Alfredo—. ¡Ha traído doscientos barcos! —añadió.

—No creo que cuente con dos mil hombres siquiera —repuse—. ¿De cuántos caballos dispone?

Ninguno de ellos parecía saberlo o, cuando menos, nadie me dio una respuesta. Harald bien podía haber trasladado cinco mil hombres en sus barcos pero, en realidad, su ejército lo constituían sólo aquellos que disponían de un caballo.

—Sean cuantos sean los hombres con que cuente, el caso es que, si pretende adentrarse en Wessex, tendrá que atacar esta fortaleza —remachó Alfredo con toda intención.

Tal afirmación era una necedad. Harald podía invadir Wessex por el norte o por el sur de Æscengum, pero no merecía la pena discutir con Alfredo, que sentía un cariño especial por aquella fortaleza. De modo que opté por preguntarle:

—¿Vuestros planes pasan por derrotarlo aquí, mi señor?

—Aparte de la guarnición del fuerte y sin contar con los trescientos que vos habéis traído, dispongo de novecientos hombres. Harald se estrellará contra estos muros.

Observé cómo Etelredo, Etelhelmo y Etelnoth,
ealdorman
de Sumorsæte, hacían gestos de asentimiento.

—Por otra parte, cuento con quinientos hombres más en Silcestre —añadió Etelredo, como si tal apoyo fuera decisivo.

—¿Y qué van a hacer allí, mear en el Temes mientras nosotros peleamos? —apostillé.

Etelfleda esbozó una sonrisa; su hermano Eduardo se revolvió incómodo. Mi querido padre Beocca, mi tutor durante la niñez, me dedicó una resignada mirada de reconvención. Alfredo se limitó a emitir un suspiro.

—Si se deciden por el asedio, los hombres de lord Etelredo pueden hostigar al enemigo —me explicó el rey.

—Según eso, mi señor, ¿depende nuestra victoria de que Harald se decida a atacarnos aquí, de que acceda a que acabemos con los suyos cuando traten de traspasar estos muros?

Alfredo guardó silencio. Dos gorriones alborotaban entre los cabrios. A espaldas de Alfredo, los mocos de un grueso y humeante velón de cera de abeja resbalaban hasta el altar; un monje se apresuró a despabilar la mecha: la llama se avivó de nuevo con fuerza y el resplandor se reflejó en un relicario dorado situado más arriba que parecía contener una mano amojamada.

—Harald hará lo que sea con tal de derrotarnos —apuntó Eduardo; era la primera vez que intervenía en la conversación.

—¿Por qué habría de hacerlo —repliqué—, si nosotros solos nos bastamos? —pregunta que provocó un murmullo de disconformidad por parte de los cortesanos allí presentes, comentarios que preferí pasar por alto—. Permitidme que os diga lo que Harald tiene pensado, mi señor —continué, mirando a Alfredo—: llevará a los suyos al norte y se dispondrá a avanzar sobre Wintanceaster, donde hay un montón de plata, convenientemente amontonada según vuestras órdenes en vuestra nueva catedral y, mientras vuestro ejército no se mueva de aquí, poco habrá de esforzarse para echar abajo los muros de la ciudad. Si, por el contrario, tomase la decisión de atacarnos aquí —añadí, alzando la voz para acallar las airadas protestas del obispo Asser—, bastará con que nos ponga cerco y, de brazos cruzados, espere a que muramos de hambre. ¿De cuánta comida disponemos?

El rey le hizo una seña a Asser para que dejase de farfullar.

—¿Qué haríais vos, lord Uhtred? —me preguntó Alfredo, no sin cierto pesar. Se sentía viejo, cansado y enfermo; la invasión de Harald podía poner en peligro todo lo que hasta entonces había conseguido.

—Os aconsejaría, mi señor, que lord Etelredo diese las órdenes oportunas para que sus quinientos hombres cruzasen el Temes y se dirigiesen a Fearnhamme.

Aparte del lastimero aullido de un podenco en algún rincón de la iglesia, no se oía una mosca. Todos tenían los ojos puestos en mí. Noté cómo el color volvía de nuevo a alguno de aquellos rostros. Llevaban tanto tiempo sin saber qué hacer que estaban pidiendo a gritos un buen mandoble de firmeza.

Alfredo rompió el silencio.

—¿Fearnhamme? —preguntó, cauteloso.

—Así es, mi señor —respondí, mirando a Etelredo; ni su macilento rostro traslucía nada, ni ninguno de los presentes hizo comentario alguno.

Más de una vez me había parado a pensar en la región que se extendía al norte de Æscengum. En la guerra no basta sólo con tener en cuenta los efectivos y suministros de que disponemos; tampoco hay que olvidar colinas y valles, ríos y pantanos, lugares donde la tierra y el agua pueden servirnos de ayuda para derrotar al enemigo. Durante mis innumerables idas y venidas entre Lundene y Wintanceaster, muchas eran las veces que había pasado por aquellas tierras de Fearnhamme, y por dondequiera que fuese siempre había reparado en la configuración del terreno y en cómo sacarle provecho si los enemigos andaban al acecho.

—En Fearnhamme, hay una colina al norte del río… —apunté.

—¡Sí, señor! Sé dónde está; hay un terraplén —dijo uno de los monjes que estaban de pie, a la derecha de Alfredo.

Volví la vista y descubrí a un hombre de rostro rubicundo y nariz ganchuda.

—¿Y vos quién sois? —le pregunté.

—Oslac, señor —contestó—, el abad del monasterio.

—Y esa elevación, ¿está en buenas condiciones? —le pregunté.

—La excavaron nuestros antepasados —respondió el abad Oslac—; ahora está cubierta de hierba casi por completo, pero el desmonte es profundo y la loma está bien asentada.

Había muchos de esos terraplenes en Britania, mudos testigos de las contiendas que habían asolado aquellas tierras antes de que apareciésemos nosotros, los sajones, para librar nuestras propias batallas.

—¿La cima es lo bastante elevada como para llevar a cabo una buena defensa? —pregunté al abad.

—Si contáis con los hombres necesarios, nadie estaría en condiciones de arrebataros la posición —afirmó Oslac, muy seguro. Me fijé mejor en él, y reparé en la cicatriz que le surcaba el puente de la nariz. El abad Oslac había sido guerrero antes que fraile, no me cabía duda.

—Pero, ¿por qué tentar a Harald para que nos ataque allí, cuando tenemos Æscengum, con sus murallas y sus almacenes repletos de víveres? —insistió Alfredo.

—¿Cuánto nos durarían las provisiones, mi señor? Disponemos de suficientes hombres detrás de estos muros como para contener al enemigo hasta el día del juicio final, pero nos quedaríamos sin víveres mucho antes de Navidad.

Las fortalezas no disponían de provisiones para abastecer a un ejército numeroso. Estaban concebidas para entretener al enemigo hasta que un ejército en condiciones, tropas realmente preparadas, atacase a los sitiadores en campo abierto.

—Pero, ¿por qué en Fearnhamme? —insistió Alfredo.

—Porque allí acabaremos con Harald —fue lo primero que se me vino a la cabeza, al tiempo que le decía a Etelredo—: Ordenad a los vuestros que se dirijan a Fearnhamme, primo, y daremos buena cuenta de los daneses.

Tiempo atrás, Alfredo habría manifestado sus dudas y rebatido mis argumentos pero, para entonces, estaba demasiado fatigado y enfermo como para llevarme la contraria y, por si fuera poco, no estaba de humor para que el resto de los presentes pusiera en duda mis planes. Por otra parte, había llegado al convencimiento de que, si de presentar batalla se trataba, podía fiarse de mí. Cuando ya daba por hecho que contaría con su beneplácito, me sorprendió con un gesto insólito. Se volvió hacia los curas y le hizo señas a uno de ellos para que se acercase; el obispo Asser tomó por el codo a un fraile joven y achaparrado, y lo condujo hasta el sitial que ocupaba el rey. El monje en cuestión tenía un rostro anguloso y duro y, a pesar de la tonsura, unos cabellos negros tan tiesos y recios como el pelo de un tejón. De no haber sido por aquellos ojos blanquecinos, cualquiera lo habría tenido por un hombre bien parecido. Me imaginé que era ciego de nacimiento. Se acercó a tientas hasta el sitial que ocupaba el rey y, cuando lo encontró, se arrodilló a los pies de Alfredo, quien, con gesto afectuoso, acarició la reclinada cabeza del fraile.

—¿Qué tal, hermano Godwin? —le preguntó con mucho miramiento.

—Aquí estoy, mi señor, aquí me tenéis —contestó el monje, con una voz que más bien parecía un ronco susurro.

—¿Habéis escuchado la propuesta de lord Uhtred?

—Por supuesto, mi señor; claro que sí —repuso el hermano Godwin, alzando sus ciegos ojos hacia el rey. No dijo nada más durante un rato; al cabo, su rostro comenzó a esbozar guiños, a gesticular y a desencajarse, emitiendo sonidos inarticulados, como si estuviera poseído por un espíritu maligno. Lo que más me sorprendió fue que Alfredo, lejos de manifestar asombro, aguardase pacientemente hasta que, por fin, el joven monje recuperó su expresión habitual—. Todo saldrá bien, mi rey, todo saldrá bien —dijo muy convencido el hermano Godwin.

Alfredo pasó de nuevo la mano por la cabeza del hermano Godwin y, sonriente, me miró.

—Lo haremos tal como habéis apuntado, lord Uhtred —dijo con determinación—. Llevaréis a vuestros hombres a Fearnhamme —añadió mirando a Etelredo, antes de volverse hacia donde yo estaba—; mi hijo se pondrá al frente de las tropas sajonas.

—Como dispongáis, mi señor —contesté con respeto. Azorado y nervioso, Eduardo, el más joven de cuantos estábamos en la iglesia, no dejaba de mirarnos a su padre y a mí.

—Y vos —añadió el rey, mirando a su hijo—, estaréis a lo que tenga a bien disponer lord Uhtred.

Etelredo, en cambio, incapaz de contenerse por más tiempo, preguntó con altivez:

—¿Quién nos garantiza que los paganos acudirán a Fearnhamme?

—Yo —contesté con aspereza.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —insistió Etelredo.

—Os digo que Harald acudirá a Fearnhamme, y que allí se dejará la vida —repuse.

En cuanto a eso, me equivocaba.

* * *

Unos correos se encargaron de llevar las órdenes para que los hombres de Etelredo estacionados en Silcestre se pusieran en camino hacia Fearnhamme al amanecer del día siguiente. Una vez llegados al lugar, tenían que ocupar la colina que se alzaba al norte del río. Aquellas tropas serían el yunque sobre el que los soldados concentrados en Æscengum harían las veces de martillo. Si queríamos atraer a Harald hasta el yunque, teníamos que dividir nuestras fuerzas, quebrantando una de las normas elementales por las que se rige la guerra. Según los cálculos más optimistas que manejaba, contábamos con quinientos hombres menos que los daneses. Dividir nuestro ejército era, pues, como invitar a Harald a que acabara con nosotros por separado. —Confío en lo que me han dicho, mi señor —le aseguré al rey aquella noche—: que Harald es un necio, que no se aviene a razones.

El rey me había citado en la muralla de la fortaleza que miraba al este. Había llegado con su habitual séquito de curas, pero los había despedido para conversar a solas conmigo. Durante un rato, se quedó mirando el mortecino resplandor de los incendios que, en lontananza, indicaban los lugares que los hombres de Harald habían saqueado, y me di cuenta de que, en realidad, lo que le apenaba eran las iglesias que hubieran ardido.

—¿Estáis seguro de que es un necio, que no se aviene a razones? —me preguntó en voz baja.

—Eso me dijisteis, mi señor —contesté.

—Es salvaje, impredecible y se deja llevar por repentinos accesos de cólera —me explicó el rey. Alfredo recompensaba con generosidad toda información que le proporcionasen sobre los hombres del norte y disponía de datos precisos sobre sus caudillos. Harald se había dedicado a saquear Frankia antes de que sus habitantes se avinieran a darle cuanto pedía a cambio de que los dejase tranquilos. Estaba seguro de que los espías de Alfredo le habían contado al rey todo lo que necesitaba saber sobre Harald el Pelirrojo—. Por cierto, ¿sabéis la razón del apodo? —me preguntó.

—Según me han contado, mi señor, antes de cada batalla sacrifica un caballo a Thor y se empapa los cabellos en la sangre del animal.

—Así es —me confirmó Alfredo, reclinándose en una de las estacas—. ¿Qué os hace pensar que acudirá a Fearnhamme?

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