Al cabo de un rato, un cuarto de hora quizás, advirtió que la perra había vuelto sin hacer ruido. Se había echado en el suelo y jadeaba con la lengua afuera. Ish se sintió furioso. Pensó en los vagos peligros a que podían exponerlo aquellas tonterías. Dejarla morir de sed en el desierto hubiera sido cruel, pero podía librarse de ella rápidamente y sin hacerla sufrir. Bajó del auto con el fusil en la mano.
Vio entonces a la perra, echada a sus pies, con la cabeza entre las patas, jadeando aún. No se levantó para recibirlo, pero Ish alcanzó a ver que lo miraba. Después de una buena caza de conejos, volvía junto a su amo, el hombre que había adoptado y que cumplía tan bien sus funciones sirviéndole sabrosas conservas y llevándola a lugares donde había auténticos conejos. Ish cedió de pronto y se echó a reír.
Con la risa, algo se rompió en su interior. Sintió como si se hubiera desembarazado de un terrible peso. Después de todo, pensó, ¿qué temo? Nada puede ocurrirme peor que la muerte. Y en esto casi todos se me han adelantado. ¿Por qué asustarse? Es la suerte común.
Se sintió increíblemente aliviado. Dio algunos pasos por la carretera para que su cuerpo se asociara a la alegría de su alma.
No se contentó con dejar caer un fardo que en cualquier momento podía sentir otra vez sobre los hombros. Pronunció, podría decirse, su Declaración de Independencia. Avanzó audazmente hacia el destino, le abofeteó la cara y le desafió a que respondiese al golpe. Juró que si vivía, viviría libre de todo temor. ¿No había escapado a un desastre casi universal?
En dos zancadas llegó a la parte trasera del auto, deshizo los nudos y dejó caer la motocicleta. Al diablo con aquellas excesivas precauciones. Quizás el destino sólo atacaba a los demasiado prudentes. Desde ahora aceptaría su suerte, y, por lo menos, disfrutaría de la vida hasta el último día. ¿No vivía acaso un simple aplazamiento?
—Bueno, vamos, Princesa —dijo con un tono irónico—. En marcha.
Y advirtió en seguida que al fin había dado un nombre a la perra. Era un buen nombre; su vulgaridad evocaba la serena existencia de otros tiempos. La perra sería la Princesa, una bestia que esperaría siempre los más atentos cuidados; y como recompensa lo ayudaría a pensar en otra cosa que sus propias desgracias.
Sin embargo, pensándolo bien, no viajaría más esa noche. Orgulloso de su reconquistada libertad, le complacía exponerse a nuevos peligros. Sacó del auto el saco de dormir y lo instaló al precario abrigo de un mezquite. Princesa se echó a su lado y se durmió en seguida profundamente, fatigada por la caza.
Ish despertó en medio de la noche, pero no sintió ningún miedo. Después de tantas pruebas había alcanzado al fin un puerto de paz. Princesa gemía en sueños y agitaba las patas como si cazase aún el conejo. Al fin se tranquilizó. Ish se durmió también.
Cuando despertó de nuevo, el alba coloreaba de un amarillo limón las lomas desérticas. Hacía frío, y Princesa se había recostado contra el saco de dormir. Ish se incorporó, y vio la salida del sol.
Esto es el desierto, la soledad que empezó con los primeros días del mundo. Más tarde aparecieron los hombres. Acamparon a orillas de los arroyos, y dejaron aquí y allá unos bloques de piedra, y sus caminos atravesaron las apretadas filas de mezquites, pero uno no podía asegurar realmente que hubiesen estado allí. Más tarde aún, pusieron vías de ferrocarril, tendieron líneas eléctricas y trazaron largas y rectas carreteras. Sin embargo, en la inmensidad del desierto, el espacio conquistado se veía apenas, y a diez metros de las vías o el asfalto reinaba aún la naturaleza salvaje. Luego, la raza humana se extinguió dejando atrás su obra.
No hay tiempo en el desierto. Mil años son un día. La arena vuela, los vientos desplazan los guijarros; pero los cambios son imperceptibles. De cuando en cuando, quizás una vez por siglo, el cielo deja escapar una tromba de agua, y el agua bulle en los cauces de los falsos arroyos, y los cantos rodados se entrechocan en la corriente. Diez siglos más, y quizá las grietas de la tierra se abran otra vez y vuelva a surgir la lava.
Con la misma lentitud con que cedió a los hombres, el desierto borrará las huellas humanas. Pasarán los años y se verán aún los bloques de piedra en la arena, y la larga carretera se extenderá hasta las lomas acuchilladas del horizonte. Los rieles estarán en su sitio, con un poco de herrumbre. Tal es el desierto, la soledad; da lentamente, quita lentamente
.
La aguja del velocímetro quedó un rato en los ciento diez. Ish disfrutó de su libertad, sin pensar en accidentes. Más tarde, aminoró un poco la marcha y miró alrededor con nuevo interés. Su ojo experimentado de geógrafo intentó reconstruir el drama de la desaparición del hombre. Allí nada había cambiado.
En Needles, el indicador de gasolina señalaba casi el cero. No había electricidad, y las bombas no funcionaban. Después de algunas búsquedas, Ish descubrió un depósito de gasolina en un barrio apartado, y llenó el depósito. Luego volvió al camino.
Cruzó el río Colorado, entró en Arizona, y la carretera subió entre rocosos y afilados desfiladeros. Una media docena de bueyes y dos vacas con sus terneros pastaban en una cañada. Ish detuvo el auto y los animales alzaron perezosamente la cabeza. Aquellas bestias del desierto, cuando no se acercaban a la ruta, pasaban meses sin ver a un hombre. Los vaqueros venían a juntarlas sólo dos veces por año. La desaparición de la especie humana pasaría aquí casi inadvertida; los rebaños se reproducirían quizá más rápidamente. Después de algún tiempo, las praderas devastadas no podrían alimentar a todos, y pronto el lobo aullaría en las hondonadas y limitaría el número de los rebaños. Al fin, sin embargo, Ish no lo dudaba, vacunos y lobos llegarían a un acuerdo inconsciente, y el rebaño, libre de amos, crecería y engordaría como antes.
Más lejos, cerca de la villa minera de Oatman, Ish vio dos burros. No podía saber si en los días de la catástrofe estaban ya en los alrededores del pueblo, o eran burros salvajes. De todos modos, parecían contentos con su suerte. Descendió del coche e intentó acercarse, pero los animales escaparon manteniéndose a distancia. Ish permitió entonces que Princesa dejara el auto y arremetiera contra los extraños animales. El macho, con las orejas bajas y mostrando los dientes, la enfrentó alzando las patas. Princesa dio media vuelta y corrió a buscar la protección de su amo. El burro, pensó Ish, podría medirse favorablemente con un lobo, y hasta el puma podía lamentar el ataque.
Atravesó la cumbre de Oatman, y del otro lado se encontró por vez primera con el camino parcialmente bloqueado. Hacía uno o dos días una violenta tormenta debía de haber devastado la región. Torrentes de agua habían descendido sin duda por la pendiente arrastrando arena al camino. Ish bajó a examinar los daños. En tiempos normales, una cuadrilla de peones camineros hubieran sacado rápidamente los detritus, abriendo las zanjas de desagüe y poniendo todo en orden. Ahora una capa de arena cubría la carretera. Más abajo, el agua había roto el asfalto en los bordes. Pasarían unos años y el asfalto se agrietaría, y la arena y los pedruscos formarían una barrera infranqueable. El obstáculo era por ahora poco serio, e Ish pasó sin dificultades.
Basta que se rompa un eslabón, y toda una carretera es inservible, pensó Ish, preguntándose durante cuánto tiempo sería posible pasar. Aquella noche durmió otra vez en cama, en el mejor hotel de Kingman.
Los vacunos, los caballos, los asnos han vivido libremente miles de siglos errando por bosques, estepas y desiertos. Luego el hombre conquistó el poder y empleó para sus propios fines a vacunos, caballos y asnos. Ahora, acabado el reino del hombre, los animales recuperaban la libertad.
Encerradas en los establos, las vacas, torturadas por la sed, mugieron un tiempo y al fin callaron. Los caballos murieron en las cuadras, lentamente.
Los asnos recorren ahora los desiertos, como en los viejos días. Huelen el viento del este, trotan por los lechos de los lagos secos, suben las lomas pedregosas y se alimentan de espinos, acompañados por los borregos de largos cuernos.
Pero los Hereford de cara blanca encontraron cómo subsistir en las praderas, y aun en las granjas el ganado rompió los cercados y recobró la libertad, uniéndose a caballos y asnos...
Los caballos prefirieron la extensión ilimitada de las llanuras. Comen el pasto verde de la primavera, y el pasto seco del otoño, y en invierno buscan bajo la nieve algunas briznas marchitas, acompañados por rebaños de cuernos afilados.
Las vacas buscan las tierras más verdes y los bosques. Ocultan en los matorrales a los recién nacidos, hasta que éstos pueden seguir a las madres. Los bisontes son sus compañeros y sus rivales. Entre los machos estallan sangrientas peleas. Vencen los más fuertes, y los bisontes recuperan sus antiguos dominios. Entonces el ganado se refugia en las profundidades de los bosques.
En Kingman no había electricidad, pero el agua corría aún. Un depósito de gas líquido alimentaba la cocina del hotel y la presión era normal. La falta de refrigeración eléctrica privó a Ish de huevos, manteca y leche. Pero después de asaltar un almacén pudo prepararse un excelente desayuno: pomelos en su jugo, salchichas en lata, mermeladas. Preparó una buena cantidad de café y le añadió leche condensada y azúcar. Princesa se hartó de carne de caballo en conserva. Después del desayuno, y con la ayuda del martillo y un cincel, Ish agujereó el tanque de un camión, recogió la gasolina en una lata y pasó el combustible a su coche. En la ciudad había algunos cadáveres, pero el calor seco de Arizona los había momificado.
Más allá de Kingman, unos densos pinares se perdían a lo lejos. La carretera era casi el único testimonio de la actividad del hombre. No había hilos telefónicos; las cercas eran raras. Las praderas se extendían a derecha e izquierda, verdes por las lluvias del verano y salpicadas de arbustos. El pastoreo había cambiado el aspecto de los campos, y la desaparición del hombre traería otras modificaciones. Libres de la amenaza de los mataderos, los rebaños se multiplicarían, y antes que sus enemigos pudieran diezmarlos habrían devorado las hierbas hasta las raíces, cambiando la faz de la tierra. O era posible también que la fiebre aftosa cruzase la frontera de México acabando con los vacunos. Y quizá los lobos y pumas se propagarían muy rápidamente. De todos modos, al cabo de veinticinco o cincuenta años, la situación se estabilizaría, y el mundo sería otra vez como antes de la llegada del hombre blanco.
Los dos primeros días, Ish había sentido miedo; el tercero había reaccionado lanzándose por los caminos a toda velocidad. Hoy no había en él más que serenidad y calma. Se sentía penetrado por el silencio que había caído sobre el mundo. En el tiempo que había pasado en las montañas, había gustado del silencio sin analizarlo, y no había advertido que el ruido era una invención humana. Había muchas definiciones del hombre, y él añadiría otra: «El animal que creó el ruido». No oía ahora sino el ronroneo casi imperceptible del motor, y no necesitaba recurrir a la bocina. No había camiones con ruidosos tubos de escape, silbidos de trenes, rugidos de aviones en el cielo. Todo había callado. Los pueblos habían enmudecido también, sin sirenas, campanas, vociferantes aparatos de radio, voces de seres humanos. Aquella era quizá la paz de la muerte, pero de todos modos era la paz.
Ish conducía lentamente, pero no por miedo. Cuando tenía ganas, se detenía a mirar algo, y a veces se entretenía tratando de oír algún sonido. A menudo, callado el motor, reinaba un silencio total, aun en las ciudades. Otras veces oía sólo el aleteo de un pájaro, o el débil zumbido de un insecto, o el murmullo del viento en las hojas. En una ocasión, y con una sensación de alivio, oyó el apagado rumor de una tormenta lejana.
Ahora, en las primeras horas de la tarde, había llegado a una meseta cubierta de pinos. Al norte asomaba un pico nevado.
Llegó a Williams. En la estación había un aerodinámico tren de acero. En Flagstaff, un incendio había destruido gran parte de la ciudad. No encontró a nadie.
Poco más allá de Flagstaff, después de una curva, vio dos cuervos que alzaban vuelo, abandonando su presa. Se acercó un poco atemorizado, pero era sólo un carnero. El animal yacía tiesamente en el camino, con el cuello ensangrentado. Había otros cadáveres a orilla de la carretera. Ish contó veintiséis.
¿Perros o coyotes? No podía decirlo, pero no era difícil reconstruir la escena. Acorralados, los carneros habían huido por la pradera, y los que se encontraban a los lados del rebaño habían sido separados de sus compañeros.
Un poco más lejos se le ocurrió tomar el camino que llevaba al monumento nacional de Walnut Canyon. La casa del conservador dominaba el profundo cañón, sembrado de ruinas, vestigio de moradas trogloditas. Faltaba una hora para la puesta del sol, e Ish se entretuvo en seguir el estrecho sendero y contemplar con una sonrisa sin alegría aquellos escombros donde habían vivido otros hombres. Volvió sobre sus pasos, y pasó la noche en la casa a orillas del cañón. El agua de una tormenta había entrado por debajo de la puerta, estropeando el piso. Caerían otras lluvias, año tras año, y muy pronto la hermosa casa no sería muy distinta de aquellos otros refugios al pie de los acantilados. Y se confundirían las ruinas de las dos civilizaciones.
Las ovejas resistirán también un cierto tiempo. Aunque las fieras las ataquen sin descanso, no es posible exterminar millones de ovejas en un día o un mes, y miles de corderos seguirán viniendo al mundo. ¿Qué significan algunos cientos entre millones? Sin embargo, no sin motivo, «las ovejas sin pastor» fueron para los hombres símbolo de un pueblo condenado a la extinción. Pasará el tiempo, y las ovejas desaparecerán...
En el invierno vagan sin rumbo, cegadas por la nieve; en el verano se alejan del agua y no saben volver; en la primavera, las inundaciones las sorprenden y cientos se ahogan. Caen estúpidamente en los precipicios, y los cuerpos en descomposición se amontonan en las hondonadas. Y los asesinos se multiplican: perros que vuelven al estado salvaje, coyotes, pumas, osos. De los grandes rebaños sólo quedarán algunos grupos desperdigados. Un poco más, y los corderos habrán desaparecido de la faz de la tierra.
Hace miles de años, aceptaron la protección del pastor y perdieron su agilidad e independencia. Ahora, desaparecido el pastor, las ovejas lo siguen a la muerte
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