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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (2 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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01.23. Los números rojos del radio-despertador eran la única luz en la habitación sin ventanas.

Ya no se oía el sonido que lo había despertado, pero sabía que era real. Había oído quejidos y lamentos apagados de alguien que dormía intranquilo en otra parte de la casa.

Un cuerpo inmóvil yacía junto a él en la cama de matrimonio. Era Katrine; dormía profundamente y se había acurrucado al borde del lecho, llevándose el edredón consigo. Le daba la espalda, pero podía ver los suaves contornos de su cuerpo y sentir su calor. Durante dos meses, ella había dormido allí sola, mientras Joakim seguía viviendo y trabajando en Estocolmo e iba de visita cada dos fines de semana. A ninguno de los dos le había gustado esa solución.

Alargó la mano hacia la espalda de Katrine, pero entonces volvió a oír una llamada.

–¿Ma-má?

Ahora reconoció la voz de Livia. Eso le hizo apartar el edredón y abandonar la cama.

La chimenea que se encontraba en un rincón del dormitorio aún despedía calor, pero al ponerse en pie notó helado el suelo de madera. Tenían que reparar y aislar aquel suelo al igual que habían hecho con el de la cocina y el de los cuartos de los niños, pero ese sería un proyecto de Año Nuevo. Podían comprar más alfombras para pasar el invierno. Y madera. Necesitaban encontrar leña barata para las chimeneas, pues el terreno carecía de bosque.

Katrine y él tendrían que comprar unas cuantas cosas para la casa antes de que llegara el frío de verdad; por la mañana harían una lista.

Joakim contuvo la respiración y escuchó. No se oía nada.

El albornoz colgaba del respaldo de una silla. Se lo puso en silencio encima del pijama, dio una larga zancada entre dos cajas de cartón de la mudanza y salió de la habitación.

Se equivocó en la oscuridad. En la casa de Estocolmo, siempre torcía a la derecha cuando se dirigía a las habitaciones de los niños, pero allí estas se encontraban a la izquierda.

El dormitorio de Joakim y Katrine era pequeño, uno más de la enorme red de cuartos de la casa. Nada más salir había un pasillo, con más cajas de cartón apiladas contra la pared, que acababa en un amplio recibidor con una hilera de ventanas. Estas daban al patio interior con suelo de piedra, flanqueado por dos alas.

La casa de Åludden daba la espalda a tierra y estaba orientada al mar. Joakim se acercó a la ventana del recibidor y miró hacia la costa, al otro lado de la valla.

Una luz roja titilaba allí abajo, procedente de los dos faros de los islotes. Los rayos de luz del faro sur se desparramaban sobre los montones de algas marinas y a lo lejos hacia el Báltico, mientras que el faro norte permanecía a oscuras. Katrine le había contado que nunca llegó a funcionar.

Oyó el silbido del viento alrededor de la casa y vio elevarse inquietas sombras junto a los faros. Las olas. Siempre le recordaban a Ethel, a pesar de que la causa de su muerte no habían sido las olas sino el frío.

Solo habían pasado diez meses.

Oyó de nuevo un sonido apagado en la penumbra, detrás de él, pero ya no era un quejido. Sonaba como si Livia hablara para sí misma en voz baja.

Joakim retrocedió por el pasillo. Atravesó con cuidado un ancho umbral de madera y entró en el dormitorio de su hija, que solo tenía una ventana y estaba oscuro como boca de lobo. Un estor verde con cinco cerditos color rosa que bailaban felices en círculo colgaba de la ventana.

–Vete… –dijo una clara voz de niña en la oscuridad–. Vete.

El pie de Joakim tropezó con un suave animalito de tela que había en el suelo, junto a la cama. Lo recogió.

–¿Mamá?

–No –respondió él–. Soy papá.

Oyó la débil respiración en la oscuridad y presintió los adormecidos movimientos del cuerpecito que yacía bajo el floreado edredón. Se inclinó sobre la cama.

–¿Estás dormida?

Livia levantó la cabeza.

–¿Qué?

Joakim puso el animal de tela sobre la cama, junto a ella.

–Foreman se había caído al suelo.

–¿Se ha hecho daño?

–No…, no creo que se haya despertado siquiera.

Ella pasó el brazo alrededor de su muñeco favorito, un animal de tela con dos piernas y cabeza de oveja que había comprado en Gotland el verano anterior. Mitad oveja, mitad hombre. Joakim había bautizado al extraño objeto como Foreman, en recuerdo del boxeador que un par de años antes había regresado al ring después de cumplir los cuarenta y cinco años.

Alargó la mano hacia la frente de Livia y se la acarició con cuidado. Tenía la piel tibia. Ella se relajó, dejó caer la cabeza sobre la almohada y luego lo miró de reojo.

–¿Llevas mucho rato aquí, papá?

–No –respondió Joakim.

–Había alguien aquí –dijo la niña.

–Era solo un sueño.

Livia asintió y cerró los ojos. Se quedó dormida.

Joakim se incorporó, giró la cabeza y vio de nuevo el débil brillo intermitente del faro sur a través del estor. Dio un paso hacia la ventana y lo levantó unos centímetros. La ventana daba al oeste y los faros no se veían desde allí, pero el resplandor rojo barría el campo vacío que había detrás de la casa.

La respiración de Livia se había vuelto acompasada: dormía profundamente. A la mañana siguiente no recordaría que él había estado en su habitación.

Echó un vistazo al cuarto del niño. Era el último dormitorio reformado; Katrine lo había empapelado y amueblado mientras Joakim se encargaba de limpiar la casa de Estocolmo tras la mudanza.

Todo estaba en silencio. Gabriel, de dos años y medio, yacía como un bulto inmóvil en su camita junto a la pared. Ese último año, el niño se acostaba a las ocho de la tarde y dormía casi diez horas seguidas. Un hábito así era la fantasía de cualquier familia con hijos pequeños.

Joakim se dio la vuelta y se alejó en silencio por el pasillo. La casa resonaba y se estremecía a su alrededor; los crujidos sonaban casi como pasos.

Cuando volvió a meterse en la cama, Katrine dormía profundamente.

Ese mismo día por la mañana, la familia había recibido la visita de un tranquilo y sonriente hombre de unos cincuenta años. Había llamado con los nudillos a la puerta de la cocina, en la parte norte de la casa. Joakim había abierto creyendo que era un vecino.

–Hola –saludó el extraño–. Soy Bengt Nyberg, del
Ölands-Posten
.

Nyberg llevaba una cámara colgada sobre su prominente estómago y un cuaderno en la mano. Joakim vaciló antes de estrecharle la mano.

–He oído que durante estas últimas semanas habían pasado unos cuantos camiones de mudanza en dirección a Åludden –dijo el periodista–, así que he pensado que la casa estaría habitada.

–Solo yo me acabo de mudar –respondió Joakim–. El resto de mi familia se instaló aquí hace tiempo.

–¿Se han mudado por etapas?

–Soy profesor –aclaró él–. No he tenido más remedio que trabajar hasta ahora.

Nyberg asintió.

–Comprenderá que tendremos que escribir algo sobre esto –dijo–. Publicamos una pequeña noticia sobre la venta de Åludden, y ahora la gente querrá saber quién la ha comprado…

–Descríbanos como una familia normal –contestó Joakim enseguida.

–¿De dónde son?

–De Estocolmo.

–Como la familia real –comentó el periodista, y miró a Joakim–. ¿Harán como el rey y solo vivirán aquí mientras haya sol y calor?

–No, viviremos aquí todo el año.

Katrine apareció en el recibidor y se colocó junto a su marido. Él la miró de reojo, ella asintió brevemente y entonces invitaron a Nyberg a entrar. Este traspasó el umbral lentamente, sin prisa.

Decidieron sentarse en la cocina, que con su nuevo mobiliario y el suelo de madera acuchillada era la estancia más reformada de la casa.

En agosto, mientras Katrine y el instalador de suelos ölandés trabajaron allí, encontraron algo interesante: un pequeño escondrijo debajo de las tablas del suelo, un cofrecillo de piedra caliza. En su interior, había una cuchara de plata y un mohoso zapato de niño. El instalador le había contado que se trataba de una ofrenda a la casa para asegurar a los habitantes de la misma muchos hijos y suficiente comida.

Joakim hizo café de puchero y Nyberg se sentó a la larga mesa de madera de encina. Abrió su bloc.

–¿Cómo empezó todo esto?

–Bueno…, nos gustan las casas de madera –dijo Joakim.

–Nos encantan –puntualizó Katrine.

–Pero debió ser un gran paso… comprar Åludden y mudarse de Estocolmo.

–Para nosotros no fue un gran paso –explicó Katrine–. Teníamos una casa en Bromma, pero queríamos cambiarla por otra en esta zona. Empezamos a buscar el año pasado.

–¿Por qué el norte de Öland? –preguntó Nyberg.

Esta vez fue Joakim el que respondió:

–Katrine se siente un poco ölandesa…, su familia vivió aquí.

Su mujer le lanzó una rápida mirada, y él supo lo que pensaba: si alguien tenía que hablar de su pasado, debía ser ella. Y a Katrine no le gustaba hacerlo.

–Vaya, ¿de dónde?

–De diferentes lugares –respondió ella sin mirar al periodista–. Mi familia se mudó muchas veces.

Joakim podría haber añadido que su esposa era hija de Mirja Rambe y nieta de Torun Rambe –lo que quizá hubiera hecho que Nyberg escribiera un artículo mucho más largo–, pero guardó silencio. Katrine y su madre apenas se hablaban.

–Yo soy un urbanita –dijo entonces–. Me crié en un edificio de ocho plantas en Jakobsberg, y el tráfico y el asfalto me parecían aburridísimos. Así que deseaba mudarme al campo.

Al principio Livia permaneció sentada sobre las rodillas de su padre, pero pronto se cansó de la conversación y salió corriendo de la cocina hacia su habitación. Gabriel, al que Katrine tenía en el regazo, saltó al suelo y siguió a su hermana.

Joakim lo oyó alejarse, sus pequeñas sandalias de plástico resonando en el suelo y recitó la misma cantinela que, durante los últimos meses, les había soltado a sus amigos y vecinos de Estocolmo:

–Sabemos que este es un lugar fantástico para los niños. Praderas y bosque, aire limpio y agua fresca. Nada de resfriados. Nada de coches contaminando con sus gases… Es un sitio perfecto para todos.

Nyberg escribió esas sabias palabras en su cuaderno. Luego dieron una vuelta por la planta baja de la casa, por las habitaciones reformadas y todas las estancias que aún tenían el papel de la pared estropeado, el techo parcheado y el suelo sucio.

–Las chimeneas son maravillosas –dijo Joakim, y señaló el suelo—: la madera está en muy buen estado… Solo hay que fregarlo de vez en cuando.

Quizá su entusiasmo por la casa fuera contagioso, pues, tras un rato, el periodista dejó de hacer preguntas para la entrevista y comenzó a mirar con curiosidad alrededor. También insistió en ver el resto de la vivienda, aunque Joakim prefería no recordar lo mucho que aún les quedaba por hacer.

–En realidad, no hay gran cosa que ver –apuntó–. Solo cuartos vacíos.

–Será solo un vistazo rápido –insistió el otro.

Al fin, Joakim cedió y abrió la puerta que llevaba al piso de arriba.

Katrine y Nyberg lo siguieron por la empinada escalera de madera hasta llegar al piso superior. Allí reinaba la penumbra, a pesar de que había una serie de ventanas que daban al mar, pero los cristales estaban cubiertos con planchas de conglomerado que apenas dejaban pasar pequeños rayos de luz.

El silbido del viento se oía claramente en la oscuridad del lugar.

–Aquí arriba el viento corre a sus anchas –comentó Katrine, e hizo una mueca–. La ventaja de esta ventilación es que la casa se ha mantenido seca: apenas tiene humedades.

–Vaya, eso está bien. –El periodista observaba el suelo de corcho abombado, el papel de la pared manchado y estropeado y las telarañas que colgaban de las vigas del techo–. Aún queda mucho trabajo por hacer.

–Sí, lo sabemos –asintió Katrine.

–Estamos deseando empezar –añadió Joakim.

–Seguro que quedará bien… –dijo Nyberg, y a continuación preguntó–: ¿Qué saben de esta casa?

–¿Se refiere a su historia? –inquirió Joakim–. No mucho, pero el agente inmobiliario nos contó algo. Se construyó a mediados del siglo diecinueve, al mismo tiempo que los faros. Pero luego se han hecho bastantes ampliaciones… El porche acristalado de la parte delantera parece ser del siglo veinte.

A continuación miró a Katrine con gesto interrogativo para ver si deseaba añadir algo más –quizá sobre cómo les fue a su madre y a su abuela cuando vivieron allí–, pero su mujer ni siquiera lo miró.

–Sabemos que los responsables y los guardas de los faros vivían en la casa con sus familias y el servicio –se limitó a decir Katrine–, así que ha correteado mucha gente por estas habitaciones.

Nyberg asintió y echó un vistazo general al sucio piso de arriba.

–No creo que demasiada durante los últimos veinte años –dijo–. Hace cuatro o cinco años, sirvió como centro de acogida de refugiados políticos, familias que habían huido de los Balcanes. Pero no se quedaron mucho tiempo. Es una pena que haya estado deshabitada…, es un lugar magnífico.

Comenzaron a bajar la escalera. De pronto, incluso las habitaciones más sucias de la planta baja parecían luminosas y acogedoras comparadas con las del piso de arriba.

–¿Sabe si tiene algún nombre? –preguntó Katrine, y miró al periodista–. ¿Lo sabe?

–¿Qué?

–Esta casa –contestó ella–. Siempre se llamó Åludden, pero eso es solo el nombre del lugar.

–Sí, Åludden en Ålgrundet, donde se reúnen las anguilas en verano… –dijo Nyberg como si recitara un poema–. No, no creo que la casa tenga nombre.

–En general, suelen tener uno –apuntó Joakim–. A nuestro hogar de Bromma lo llamábamos Äppelvillan.

–Esta casa no tiene nombre, por lo menos yo no lo conozco. –Nyberg acabó de bajar la escalera, y añadió–: Sin embargo, existen una serie de leyendas sobre ella.

–¿Leyendas?

–Yo he oído unas cuantas… Se dice que cuando alguien estornuda aquí, el viento sopla con más fuerza en Åludden..

Katrine y Joakim se echaron a reír.

–Entonces tendremos que quitar el polvo con frecuencia –bromeó ella.

–También circulan unas cuantas historias de fantasmas –añadió Nyberg.

Se hizo el silencio.

–¿Historias de fantasmas? –repitió Joakim–. El agente inmobiliario debería habernos avisado.

Estaba a punto de sonreír y negar con la cabeza, pero su mujer se adelantó:

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