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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (38 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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Las olas, cada vez más altas, rompían la delgada capa de hielo de la playa. Henrik escuchaba el creciente ruido sordo, pero ya no podía ver el mar: no podía ver nada en ninguna dirección.

El dolor de la herida se había atenuado. Quizá el viento helado calmaba la hemorragia, pero al mismo tiempo sentía como si, lentamente, todo su cuerpo se adormeciera.

Comenzaba a perder la conciencia: a veces la sentía tan lejos que parecía flotar junto a su cuerpo.

Henrik pensó en Katrine, la mujer que se había ahogado en Åludden. Se había sentido a gusto acuchillando y arreglando los suelos con ella. Era bajita y rubia, como Camilla.

Camilla
.

Recordó el calor de su cuerpo cuando estaban en la cama. Pero ese pensamiento se esfumó enseguida con el viento.

Era demasiado tarde para retroceder hasta el cobertizo de Enslunda, y ya ni siquiera sabía dónde se encontraba. ¿Y dónde estaban los jodidos faros? Miró de soslayo para evitar el viento, y a lo lejos vislumbró una débil luz titilante.

Inspira, avanza, espira.

Poco después, llegó un fuerte estruendo desde el mar que lo detuvo en mitad de un paso. El viento arreciaba, aunque pareciese imposible.

Henrik cayó de rodillas y el hacha se hundió en la nieve, pero la recogió haciendo un gran esfuerzo y consiguió guardarla, la empuñadura primero, en el interior de su anorak. La tenía reservada para los hermanos Serelius y no podía perderla.

Gateó rumbo al norte, o en la dirección que él consideraba el norte. No podía hacer nada más; si se detenía a descansar en la tormenta, no tardaría en morir.

«Los ladrones merecen que los azoten –casi podía oír decir a su abuelo–. Solo sirven como fertilizante y comida para peces.»

Henrik negó con la cabeza.

No, el abuelo Algot siempre había podido confiar en él. A los únicos que había engañado habían sido su profesor, algunos amigos, sus padres y John, el jefe de la empresa. Y a los propietarios de las casas. Y a Camilla, claro, a ella le había mentido bastante cuando vivían juntos y al final acabó cansándose de él.

Un destornillador en la barriga, quizá eso era lo que se merecía.

De repente, algo lo golpeó por detrás. Henrik se asustó antes de comprender que solo eran largas cañas sacudidas por el viento.

Se detuvo, cerró los ojos y se acurrucó en la ventisca. Si se relajaba y dejaba de luchar pronto se quedaría entumecido por completo, el estómago y el resto del cuerpo.

¿La muerte era fría o caliente? ¿O templada?

En algún lugar de su cabeza estaban los hermanos Serelius y su amplia sonrisa. Eso lo animó a proseguir la marcha.

32

Joakim oía el ulular del vendaval sobre el inmenso tejado del establo. Sintió la fuerza del viento a través de las vigas de madera y el amianto, aunque él se hallaba fuera de su alcance.

Unos minutos antes había subido por la escalera hasta la habitación del altillo.

Allí todo era tranquilidad. El alto techo inclinado producía el efecto de que se entraba en una capilla.

Las pilas de la linterna casi se habían agotado, pero aun así, podía distinguir los antiguos bancos de iglesia en la penumbra. Y todos los viejos objetos que había sobre ellos.

En aquella habitación se rogaba por las almas de aquellos que habían muerto en Åludden, allí se reunían por Navidad.

Joakim lo sabía. ¿Acudirían aquella noche o la siguiente? No importaba, se quedaría allí y esperaría a Katrine.

Recorrió despacio el estrecho pasillo entre los bancos y observó las pertenencias de los muertos.

Se detuvo junto al primer banco y alumbró la chaqueta vaquera pulcramente doblada.

La había dejado donde la encontró: apenas se había atrevido a tocarla. Se había llevado a la cama el libro escrito por Mirja Rambe, y había empezado a leerlo, pero no quería guardar la chaqueta de Ethel dentro de casa. Tenía miedo de que Livia comenzara a soñar de nuevo con su tía.

Alargó la mano y tocó el desgastado tejido vaquero, como si el tacto le pudiera dar respuesta a todas sus preguntas.

Al coger una de las mangas, algo crujió y cayó al suelo.

Se trataba de un pequeño papel.

Se agachó, lo recogió, y vio una sola frase. A la débil luz de la linterna, Joakim leyó el texto completo, escrito con fuerza sobre el papel:

PROCURA QUE LA

PUTA DROGADICTA

DESAPAREZCA

Retrocedió despacio con la nota en la mano.

La puta drogadicta
.

Leyó las seis palabras del trozo de papel y comprendió que no era un mensaje para Ethel. Iba dirigido a Katrine y a él mismo.

Procura que la puta drogadicta desaparezca
.

Aunque Joakim nunca lo había visto.

El papel no tenía manchas de humedad y la tinta era negra y clara, así que la nota no estaba en la chaqueta cuando Ethel cayó al agua.

Comprendió que había sido colocado allí más tarde. Seguramente, Katrine lo había puesto tras recibir la chaqueta de la madre de Joakim.

Recordó las tardes en que su hermana les gritaba en la calle, frente a Äppelvillan. A veces, él había visto cómo se apartaban las cortinas de la casa del vecino. Cómo observaban a Ethel unos ojos con rostros asustados.

Un papel con una exhortación de los vecinos. Lo más probable era que Katrine la hubiera encontrado un día en el buzón cuando estaba sola en casa; la habría leído y habría comprendido que la situación no podía prolongarse. Los vecinos de la calle ya estaban hartos de gritos, que se repetían noche tras noche.

Todos estaban hartos de Ethel. Había que hacer algo.

Joakim estaba agotado, y se dejó caer sobre el banco, junto a la chaqueta de su hermana. Siguió con la mirada fija en el papel que sostenía en la mano, hasta que oyó un débil crujido a través del viento.

El sonido procedía de la abertura en el suelo.

Había alguien en el establo.

Invierno de 1962

Cuando se ilumina el faro norte es que alguien va a morir en Åludden. Yo había oído esa leyenda, aunque esa tarde, al regresar de Borgholm a casa y ver la luz blanca, no pensé en ello. Me conmocionó que Ragnar Davidsson se llevara los lienzos de Torun sin hacer el menor caso de mis gritos
.

Algunas de las telas se le habían caído en la nieve, e intenté recogerlas, pero el viento se las llevaba volando. Cuando regresé a la casa solo había podido salvar un par de lienzos
.

MIRJA RAMBE

Entro corriendo en el recibidor empujada por el viento y continúo hasta la habitación del medio, a pesar de que sé lo que me espera.

Blancas paredes vacías.

Casi todas las pinturas de la nevasca de Torun han desaparecido del trastero: apenas quedan unos pocos rollos por el suelo, sin embargo, hay montones de redes.

La puerta de nuestro lado de la casa está cerrada, aunque sé que Torun sigue allí dentro, sentada. No puedo entrar a verla, no le puedo contar lo ocurrido, así que me dejo caer en el suelo.

Sobre la mesa del trastero, veo un vaso medio lleno y una botella. Antes no estaban allí.

Me acerco deprisa, meto la nariz en el vaso e inspiro el líquido transparente. Es aguardiente; probablemente la ración de Davidsson para entrar en calor.

En la casa hay botellas como esa por todas partes con diferentes contenidos, y al pensar en ellas ya sé lo que haré.

Mientras me apresuro por el patio, no veo a Davidsson. Abro la puerta del establo y desaparezco en la oscuridad. Sé encontrar el camino sin luz entre las sombras y subo al altillo, entre los desechos y el escondite del tesoro. En un rincón, hay un bidón de plástico: un bidón en el que alguien ha pintado una cruz negra. Me lo llevo a casa.

Una vez en el trastero, vierto casi toda la botella del aguardiente de Davidsson sobre uno de sus montones de redes, que apestan a brea, y lo relleno con la misma cantidad de líquido transparente y casi inodoro del bidón.

En un rincón, hay un armario de madera, y allí oculto el bidón.

Luego me siento de nuevo en el suelo y espero.

Cinco o diez minutos más tarde la puerta chirría. El ulular del viento crece antes de apagarse con un portazo.

Se oyen un par de pesadas botas en el recibidor que patean para quitarse la nieve, reconozco el hedor a sudor y brea.

Ragnar Davidsson entra en la habitación y me mira.

–¿Dónde has estado? –pregunta–. Has desaparecido por la mañana.

No contesto. Solo pienso en qué le diré a Torun sobre las pinturas. No puede enterarse de lo que ha pasado.

–Con algún chico, seguro –responde Davidsson a su propia pregunta.

Se pasea despacio por el suelo de cemento y le doy una última oportunidad. Levanto la mano y señalo la playa.

–Tenemos que ir a buscar las pinturas.

–No es posible.

–Sí. Tienes que ayudarme

Niega con la cabeza y se acerca a la mesa.

–Ya no están aquí…, van camino de Gotland. El viento y las olas se las han llevado.

Se llena el vaso y lo levanta.

Podría avisarle, pero no digo nada. Solo miro mientras bebe: tres buenos tragos que casi vacían el vaso.

Entonces se sienta a la mesa, chasca la lengua y dice:

–Bueno, pequeña Mirja…, ¿qué te apetece hacer ahora?

33

Le despertó el espectro de su abuelo, que se encontraba de pie ante él, en medio de la ventisca. Algot se inclinó y le levantó una bota.

¡
Muévete! ¿Acaso quieres morir
?

Henrik sintió unos fuertes golpes en las piernas y los pies, una y otra vez.

¡
Levántate! ¡Ladrón de mierda
!

Henrik alzó la cabeza lentamente, se quitó la nieve de los ojos y los entornó. El fantasma de su abuelo había desaparecido, pero a lo lejos vio un foco que barría en silencio el cielo nocturno. El brillo de su luz, rojo sangre, hizo que las nubes centellearan sobre él.

Un poco más allá, le pareció ver otra luz. Un destello blanco constante.

Las luces de los dos faros de Åludden.

Metro a metro, Henrik había ido avanzando medio aletargado y con gran esfuerzo por la nieve, y por fin había llegado.

Tenía los vaqueros empapados; eso era lo que lo había despertado. Las olas eran ahora tan altas que rompían contra la playa y le salpicaban las piernas con fuerza, a pesar de que yacía en lo alto del prado.

Se levantó despacio, de espaldas al mar. Se sentía las manos entumecidas, y también los pies, aunque podía moverse.

Aún le quedaba algo de fuerza en las temblorosas piernas, así que se puso a caminar de nuevo con los brazos caídos.

En el interior de su anorak se movía un alargado mango de madera y un hierro helado le asomaba por el cuello.

Era el hacha del abuelo; recordó que se la había metido debajo de la chaqueta, pero no por qué la llevaba encima.

De repente se acordó: los hermanos Serelius. Entonces se la sacó del anorak y prosiguió su camino.

Dos torres grises se perfilaron contra el cielo borrascoso. A sus pies, el mar bullía y lanzaba resplandecientes témpanos de hielo contra los islotes de los faros.

Estaba en Åludden. Se detuvo tambaleándose por el viento. ¿Qué haría ahora?

Se acercaría a la casa, que debía de encontrarse en algún lugar a su izquierda. Giró en esa dirección, alejándose de los faros.

De pronto, el viento le dio en la espalda y todo fue más sencillo. Lo impulsaba hacia delante ayudándolo a avanzar por la dura capa de nieve que cubría el prado. Empezó a sentir de nuevo las distintas intensidades, cómo las débiles rachas iban seguidas por fuertes ráfagas.

Después de cien o doscientos pasos vislumbró dos anchas sombras frente a él.

De pronto, una valla de madera le impidió el paso, pero encontró una entrada. Al otro lado, como una gran nave en la noche, se alzaba Åludden, y Henrik corrió a resguardarse.

Había llegado.

La casa lo acogió en su oscuro regazo. Estaba a salvo.

El viento del patio era una caricia en comparación con el que soplaba abajo, junto al mar, pero también había mucha nieve. Los copos revoloteaban y caían como polvos de talco desde el tejado y se derretían en su cara; los taludes le llegaban casi hasta la cintura.

Henrik divisó el porche de la casa entre la cortina de nieve y, con gran esfuerzo, alcanzó la escalera.

Se detuvo en el primer peldaño, tomó aliento y alzó la vista.

La puerta estaba forzada. La cerradura rota y el marco partido.

Los hermanos Serelius habían pasado por allí.

Henrik estaba demasiado helado como para tomar precauciones, de modo que subió la escalera a trompicones, abrió la puerta del porche, tropezó en el umbral y cayó sobre una suave alfombra. La puerta se cerró tras él.

Calor. La tormenta había quedado fuera y podía oír el sonido de su propia respiración.

Soltó el hacha y empezó a mover los dedos con cuidado. Al principio los tenía como témpanos de hielo, pero cuando la sensibilidad comenzó a retornar a sus manos y pies, con ella llegó también el dolor, y la herida en el abdomen empezó a palpitarle de nuevo.

Estaba mojado y cansado, pero no podía quedarse allí tendido.

Se levantó despacio y se acercó tambaleándose hasta el siguiente umbral. La oscuridad era absoluta, pero aquí y allá brillaban pequeñas lámparas amarillas y velas. Las paredes tenía un nuevo papel blanco, el techo había sido restaurado y pintado: todo había cambiado mucho desde que Henrik estuviera allí por última vez.

Giró a la derecha y, de repente se encontró en la gran cocina. En verano, él había reparado y acuchillado aquel suelo.

Un gato gris oscuro estaba sentado en el alféizar y miraba por la ventana; un ligero aroma a albóndigas persistía en el ambiente.

Henrik vio el grifo de la pila y se acercó tambaleándose.

El agua caliente solo salía templada, pero aun así le quemó las manos heladas. Apretó los dientes cuando se le calentaron, y, tras mojarse los dedos unos minutos, consiguió moverlos.

El gato giró la cabeza hacia él y luego miró de nuevo la tormenta de nieve. En la encimera había un soporte con cuchillos de cocina de acero. Henrik buscó el de mango más grande y lo cogió.

Empuñando el cuchillo, se dirigió de nuevo hacia el interior de la casa.

Intentó recordar dónde se encontraban las habitaciones, pero no podía. De pronto, se encontró en un largo pasillo, ante un cuarto pequeño.

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