—¿Adonde te llevó?
—A una aldehuela llamada Fano.
—Cuando entramos en Fano, noble tribunal, la noche cerrada era ya, negrura como boca de lobo, y nomás era el decimosexto de setiembre, mas el día era tienebloso y frío del copón, se diría que noviembre. No hubimos de buscar largo el taller del maestro armero pues era el mayor de los caseríos del pueblo, y amas tintineaba sin tregua ni descanso el martillo fraguando el yerro. Neratin Ceka... En vano apunta vuecencia, señor escribano, este nombre, puesto que no tengo memoria de haberlo dicho, el tal Neratin ha fenecido ya, lo mataron en el pueblo de Licornio.
—Por favor, no le dé lecciones al protocolante. Continúe la declaración.
—Neratin aldabeó a la puerta. Con gentileza dijo quiénes éramos y qué nos antojábamos, con cortesía pidió se le oyera. Nos abrieron. La fragua del espadero era una casa no poco buena, más bien fortaleza, empalizada de maderos de pino, torretas de tablas de roble, por dentro las paderes fechas de alerce pulido...
—Al tribunal no le interesan los detalles arquitectónicos. La testigo ha de pasar a los hechos. Antes de ello, sin embargo, pido que repita para el protocolo el nombre del espadero.
—Esterhazy, noble tribunal. Esterhazy de Fano.
El espadero Esterhazy miró largo rato a Bóreas Mun, sin apresurarse a responder a la pregunta realizada.
—Puede que estuviera aquí Bonhart —dijo por fin, jugueteando con un silbatillo de hueso que llevaba al cuello—. O puede que no estuviera. ¿Quién sabe? Aquí, señores míos, tenemos un taller de producción de espadas. A toda pregunta relacionada con las espadas responderemos con gusto, rapidez, fluidez y exhaustivamente. Pero no veo razones para responder a preguntas que se refieran a nuestros huéspedes o clientes.
Kenna sacó un pañuelillo de la manga, fingió que se limpiaba la nariz.
—Se puede hallar motivo —dijo Neratin Ceka—. Lo podéis hallar vos, don Esterhazy. O puedo hacerlo yo. ¿Queréis elegir?
Pese a su apariencia afeminada, el rostro de Neratin podía ser muy duro, y la voz amenazadora. Pero el espadero no hizo más que bufar, mientras jugueteaba con el silbatillo.
—¿Elegir entre venderse o la amenaza? No quiero. Considero que tanto lo uno como lo otro no se merecen más que escupitajos.
—No más que una confidencilla —carraspeó Bóreas Mun—. ¿Acaso es tanto? Pues no de hoy nos conocemos, don Esterhazy, y el nombre del coronel Skellen tampoco os será forastero, pienso yo...
—No lo es —le cortó el espadero—. En ningún modo. Los enredos y tinglados con los que se le relaciona, tampoco. Pero aquí estamos en Ebbing, reino autónomo y dotado de autogobierno. Aunque aparente, pero existente. Por eso no os diré nada. Idos por vuestro camino. Como consuelo os diré que si dentro de una semana o un mes alguien nos pregunta por vosotros, igualmente sacará de nosotros tan poco.
—Mas, don Esterhazy...
—¿Hay que decirlo más claro? Pues lo dicho. ¡Largo de aquí!
Chloe Stitz silbó rabiosa, las manos de Fripp y de Vargas se deslizaron hacia el pomo de la espada. Andrés Fyel apoyó el puño en la maza que le colgaba del muslo. Neratin Ceka no se movió, el rostro ni siquiera se le agitó. Kenna sabía que no quitaba ojo del silbatillo de hueso. Antes de que salieran, Bóreas Mun les había advertido de que aquélla era la señal para los guardianes que acechaban ocultos, unos rajagargantas experimentados a los que en el taller del espadero se les llamaba «controladores de calidad de los productos».
Pero habiendo previsto todo, Neratin y Bóreas planearon el siguiente paso. Tenían en la manga un comodín.
Kenna Selborne. Sentidora.
Kenna ya había estado sondeando al espadero, lo había tanteado con impulsos, se había introducido con cuidado en la selva de sus pensamientos. Ahora estaba lista. Se apretó un pañuelo a la nariz —siempre existía el peligro de una hemorragia—y se introdujo en el cerebro con una pulsación y una orden. Esterhazy se atosigó, enrojeció, apretó con las dos manos la hoja de la mesa a la que estaba sentado, como si hubiera tenido miedo de que la mesa saliera volando hasta el trópico junto con el taco de facturas, el tintero y un pisapapeles que tenía forma de nereida que jugueteaba de forma curiosa con dos tritones a la vez.
Tranquilo,
le ordenó Kenna,
esto no es nada, no pasa nada. Simplemente tienes ganas de decirnos lo que nos interesa. Pues sabes lo que nos interesa y las palabras hasta se te escapan a pesar tuyo. Así que adelante. Comienza. Verás cuando apenas comiences a, hablas cómo te dejará de zumbar la cabeza, cómo dejarán de latir las sienes y de dar punzadas las orejas. Y también se te aflojará la presión de la mandíbula.
—Bonhart —dijo roncamente Esterhazy, abriendo los labios más a menudo de lo que precisaría la articulación silábica— estuvo aquí hace cuatro días, el doce de septiembre. Traía con él a una muchacha a la que llamaba Falka. Me esperaba su visita porque dos días antes me habían entregado una carta suya...
Del agujero izquierdo de la nariz le bajó una finísima línea de sangre.
Habla, le
ordenó Kenna.
Habla. Di todo. Verás cómo eso te alivia.
El espadero Esterhazy miraba a Ciri con curiosidad, sin levantarse de la mesa de roble.
—Para ella —adivinó, golpeteando con la base de la pluma en un pisapapeles que mostraba un extraño grupo de figuras— es la espada que pediste en tu carta, ¿no es cierto, Bonhart? No, vamos a valorarlo... Vamos a ver si está de acuerdo con lo que escribiste. Altura de cinco pies y nueve pulgadas... Cierto. Peso de ciento veinte libras. Bueno, le daría menos de ciento doce, pero es un detalle sin importancia. Una mano, me escribiste, para una empuñadura del número cinco... Enséñame la mano, noble señora. Sí, también es verdad.
—Cuando yo lo digo siempre es verdad —dijo seco, Bonhart—. ¿Tienes para ella algún buen yerro?
—En mi empresa —respondió orgulloso Esterhazy— no se forja ni se ofrece otro acero que el bueno. Entiendo que se trata de una espada para lucha, no para decoración o gala. Ah, cierto, lo escribiste. Es cosa clara que se hallará arma adecuada para esta señorita sin ningún problema. Para esta altura y peso van muy bien las espadas de treinta y ocho pulgadas, de construcción estándar. Ella, para su constitución ligera y su pequeña mano, necesita una minibastarda con empuñadura alargada hasta nueve pulgadas y pomo globular. Podríamos proponer también una taldaga élfica o una saberra zerrikana, una relativamente ligera viroledanca...
—Enseña la mercancía, Esterhazy.
—Nos pica la mosca, ¿eh? Bueno, permitidme. Permitidme entonces... Pero, ¿Bonhart? ¿Qué diablos es eso? ¿Por qué la llevas de un collarín?
—Cuida tu nariz mocosa, Esterhazy. ¡No la metas donde no se debe o igual te la pillas!
Esterhazy, jugueteando con un silbatillo que llevaba al cuello, miró al cazador de recompensas sin miedo ni respeto, aunque tenía que mirar muy hacia arriba. Bonhart retorció los bigotes, carraspeó.
—Yo —dijo, algo más bajo, pero aún con tono enfadado— no me meto en tus asuntos ni tus negocios. ¿Te extraña que pida reciprocidad?
—Bonhart. —Al espadero ni siquiera le temblaron los párpados—. Cuando salgas de mi casa y mi patio, cuando cierres detrás de ti mi puerta, entonces respetaré tu privacidad, el secreto de tus asuntos, la especificidad de tu profesión. Y no me meteré en ellos, estate seguro. Pero en mi casa no permito que se le quite a la gente su dignidad. ¿Me has entendido? Al otro lado de mi puerta puedes arrastrar a esa muchacha por detrás de tu caballo. En mi casa le quitas ese collarín. De inmediato.
Bonhart puso las manos sobre el collarín, lo desenganchó, sin privarse de dar un tirón que por poco no puso a Ciri de rodillas. Esterhazy, haciendo como que no lo veía, dejó caer el silbato de entre los dedos.
—Así es mejor —dijo seco—. Vayamos.
Cruzaron una galería hacia un segundo patio, algo menor, que daba a la parte de atrás de la forja y con una pared abierta hacia un jardín. Bajo un techado apoyado en postes taraceados había allí una larga mesa sobre la que los sirvientes acababan precisamente de disponer unas espadas. Esterhazy dio una señal con un gesto para que Bonhart y Ciri se acercaran a la exposición.
—Bien, he aquí mi oferta.
Se acercaron.
—Aquí —Esterhazy señaló una larga fila de espadas sobre la mesa— tenemos mi producción, casi todas forjadas aquí, se ve además la herradura, mi marca. El precio oscila entre cinco y nueve florines, porque son estándares. Sin embargo, estas otras que están ahí sólo se montan y terminan aquí. Sobre todo importadas. De dónde son, se puede reconocer por las marcas. Las de Mahakam tienen dos martillos cruzados, éstas de Poviss, una corona o una cabeza de caballo, éstas de Viroleda un sol y una famosa inscripción de la empresa. Los precios comienzan a partir de los diez florines.
—¿Y terminan?
—Depende. Ésta, por ejemplo, una hermosa viroledanca. —Esterhazy tomó la espada de la mesa, saludó con ella, luego pasó a una posición de esgrima, torciendo hábilmente la mano y el antebrazo en una finta complicada llamada «angélica»—. Cuesta quince. Trabajo antiguo, empuñadura de coleccionista. Se ve que está hecha por encargo. Los motivos cincelados en la bigotera muestran que el arma estaba destinada a una mujer.
Hizo girar la espada, sujetó la mano en el tercio, con la hoja enfilada hacia ellos.
—Como en todas las empuñaduras de Viroleda, la tradicional inscripción de «No me desenvaines sin causa, no me envaines sin honor». ¡Ja! Todavía se siguen cincelando en Viroleda tales inscripciones. Y desde que el mundo es mundo, el honor se ha abaratado mucho, puesto que estas mercancías son hoy día bastante defectuosas...
—No hables tanto, Esterhazy. Dale esa espada, que la mida en la mano. Toma el arma, muchacha.
Ciri tocó el arma levemente y sintió de pronto cómo la salamandra de la empuñadura se adecuaba con fuerza a la mano y cómo el peso de la hoja invitaba el brazo a lanzar y cortar.
—Es una minibastarda —le recordó Esterhazy. Sin necesidad. Sabía servirse de una empuñadura larga, tres dedos por encima del pomo.
Bonhart retrocedió dos pasos, al patio. Sacó su espada de la vaina, la hizo girar hasta que silbó.
—¡Amos! —dijo a Ciri—. Mátame. Tienes una espada y tienes ocasión. Tienes una posibilidad. Úsala. Porque tardaré mucho en darte otra.
—Pero, ¿os habéis vuelto locos?
—Cierra el pico, Esterhazy.
Lo engañó con una mirada a un lado y un tramposo temblor del hombro, atacó como un rayo, en una plana siniestra. La hoja tintineó en una parada, tan fuerte que Ciri se estremeció, tuvo que retroceder, yendo a chocar con la mesa de. las espadas. Intentando recuperar el equilibrio, bajó instintivamente la espada. En aquel momento supo que, si quería, él la mataría sin el más mínimo problema.
—Pero, ¿os habéis vuelto locos? —Esterhazy alzó la voz, y tenía otra vez el silbato en la mano. Los senadores y artesanos los miraban con estupefacción.
—Deja caer el yerro. —Bonhart no perdía a Ciri de vista, no hacía el menor caso al maestro armero—. ¡Déjalo caer, te digo o te corto la mano!
Ella le obedeció tras un momento de indecisión. Bonhart adoptó una sonrisa espectral.
—Yo sé quién eres, serpiente. Mas te obligaré a que tú misma me lo digas. ¡Con palabras o hechos! Te obligaré a que me lo cuentes. Y entonces te mataré.
Esterhazy bufó como si alguien le hubiera herido.
—Y esta espada —Bonhart ni siquiera le miró— es demasiado pesada para ti. Por eso eras demasiado lenta. Eras tan lenta como un caracol preñado. ¡Esterhazy! Lo que le has dado era por lo menos cuatro onzas más pesada de lo que debiera.
El espadero estaba pálido. Pasaba los ojos de él a ella, de ella a él, y tenía el rostro extrañamente cambiado. Por fin, se inclinó hacia un sirviente y le dio una orden a media voz.
—Tengo algo —dijo lentamente— que te podría satisfacer, Bonhart.
—¿Por qué no me lo has enseñado desde un principio? —bramó el cazador—. Te escribí que quiero algo especial. ¿No pensarás que no tengo dinero para algo mejor?
—Sé bien para lo que tienes dinero —dijo con énfasis Esterhazy— y no de ahora. ¿Y que por qué no te lo enseñé desde el principio? No previne a quién me habías traído aquí... con una correa, con un collarín al cuello. No fui capaz de imaginarme para quién ha de ser la espada y para qué ha de sen/ir. Ahora ya sé todo.
El sirviente volvió, trayendo una caja alargada.
—Acércate, muchacha —dijo Esterhazy con voz baja—. Mira.
Ciri se acercó. Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Desnudó la espada con un rápido movimiento. El fuego de la chimenea brilló cegador sobre la juntura de la hoja dibujada con un motivo de ondas y se reflejó rojizo en el metal calado.
—Ésta es —dijo Ciri—. Como seguro que te habrás imaginado. Tómala en la mano, si quieres. Pero cuidado, está más afilada que una navaja de afeitar. ¿Sientes cómo la empuñadura se pega a la mano? Está hecha de la piel de un pez plano que tiene una cola venenosa.
—Raya.
—Creo que sí. Este pez tiene en la piel pequeños dientecillos, por eso la empuñadura nunca se resbala en la mano, ni siquiera cuando la mano suda. Mira lo que está grabado en la hoja.
Vysogota se inclinó, miró, entrecerró lo ojos.
—Un mándala élfico —dijo al cabo, alzando la cabeza—. La así llamada «blathan caerme», la rosa del destino: las flores estilizadas de un roble, una espirea y una retama. La torre herida por el rayo, el símbolo del caos y la destrucción... y sobre la torre...
—Una golondrina —terminó Ciri—. Zireael. Mi nombre.
—Ciertamente, no es cosa fea —dijo por fin Bonhart—. Trabajo de gnomos, se ve al punto. Sólo los gnomos forjaban un acero tan oscuro. Sólo los gnomos afilaban al fuego y sólo ellos calaban las hojas para reducir el peso... Reconócelo, Esterhazy, ¿es una réplica?
—No —negó el espadero—. Un original. Una verdadera gwyhyr gnoma. Este núcleo tiene más de doscientos años. La guarnición, se entiende, es mucho más reciente, pero yo no la llamaría réplica. Los gnomos de Tir Tochair la hicieron a petición mía. Siguiendo técnicas, métodos y modelos antiguos.
—Joder. Puede que efectivamente no me alcance el dinero. ¿Cuánto me vas a soplar por esa hoja?
Esterhazy guardó silencio un tiempo. Su rostro era inescrutable.
—Yo la doy gratis, Bonhart —dijo por fin con la voz sorda—. Como regalo. Para que se cumpla lo que se tiene que cumplir.