La trampa (40 page)

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Authors: Mercedes Gallego

BOOK: La trampa
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—¿Nosotros solos?

—No. Vázquez se apunta y Leandro está esperando mi llamada para prestarnos apoyo.

—Pero a estas horas… ¿No llamaremos la atención si nos acercamos por allí? Por lo que me contó Manel, la casa está en medio del campo y verán las luces de los coches.

—No pensaba llegar hasta la puerta en coche.

—Andrés, son casi las tres de la madrugada. Cuando queramos prepararlo todo serán las cuatro —por primera vez en muchos días volvió a llamar al comisario por su nombre.

—Y qué. No amanece hasta las ocho. Tenemos tiempo de sobra. Ten en cuenta que contamos con el factor sorpresa. Ellos creen que nos hemos tragado lo del carguero.

—Bueno, yo llevo unos cuantos whiskys encima, no sé…

—Eso se arregla con un café cargado. Lo tomamos mientras esperamos a los demás.

—O sea que dabas por sentado que te diría que sí.

—Nunca dirás que no a un servició que requiera acción. Te conozco demasiado, Candela.

—Ese es el problema. Yo, por el contrario, cada día te conozco menos.

—Ya hablaremos en otro momento. Ahora no tenemos tiempo que perder, pero hablaremos. Ya lo creo que hablaremos…

Apenas una hora después de mantener esta conversación, el dispositivo formado por dos coches; uno ocupado por el comisario, Candela y un policía armado, iba delante. En el otro, Leandro y Vázquez, con el otro policías amado, ambos provistos de ametralladora. Utilizaron coches patrulla con las luces fluorescentes apagadas. Salgado no había notificado nada al jefe superior, todavía estaba resentido por el espionaje al que había sido sometido. Llegado el caso, pondría el cargo a su disposición, a lo mejor era esto lo que buscaban los mandos para poner en su lugar a un inexperto licenciado en cualquier cosa, pero eso sí, con tinte universitario, que por lo visto era lo que requerían los nuevos tiempos. Lástima que Candela acabase de ingresar —pensaba el comisario mientras conducía encabezando la caravana de dos coches.

Llegaron a Lloret de Mar alrededor de las cinco de la madrugada; sobrepasaron la discoteca Pachá, punto de referencia para localizar la casa. Aparcaron los coches en la parte trasera que se hallaba desierta, reuniéndose todos formando un grupo. Salgado se hallaba al mando.

—Vosotros dos —dijo a los policías uniformados—, os apostáis cada uno en un lateral de la casa con la metralleta a punto. Tú, Vázquez y tú, Candela, en la parte trasera. Leandro y yo irrumpimos en la casa por la puerta delantera al viejo estilo: patada y dentro.

—Ten cuidado, comisario. Soriano va armado y no descartes que le haya proporcionado armas a los demás —Candela tenía miedo por el comisario, desentrenado en la acción desde su ascenso.

—Cuento con ello, no te preocupes.

—Si vemos que por detrás no hay ventanas o puertas nos vamos por delante, comisario —añadió Vázquez.

—De acuerdo —respondió Leandro mirando a Salgado a ver si ponía alguna objeción—. ¿Vamos?

—Vamos —respondió Salgado—. Vosotros dos primero —dijo a los policías armados—. Cuando ellos hayan alcanzado el objetivo, vosotros dos os acercáis con cuidado —miró a Vázquez y a Candela—. Leandro y yo iremos por el centro.

En la casa reinaba el más absoluto silencio. La oscuridad era total en toda la zona. Tal y como les había ordenado el comisario, no se acercaron por el camino, sino trazando una diagonal desde los laterales. Cuando todos estuvieron en los puestos indicados, Leandro y Salgado comenzaron su recorrido, esta vez por el camino central que conducía directamente a la puerta de entrada. No habían alcanzado su objetivo, cuando vieron a Vázquez y Candela aproximarse a los policías armados, indicando por señas que la parte trasera carecía de puertas o ventanas. Cuando Salgado y Leandro se disponían a entrar, la inspectora y su compañero ya se encontraban apostados cada uno a un lado de la puerta.

Un movimiento de la cabeza de Salgado, inició el asalto. La puerta, lo mismo que el resto de la construcción, era rudimentaria y no resistió la primera embestida dejando expedita la entrada. La oscuridad reinante no favorecía los planes de los policías. Una ráfaga de balas partió de un rincón de la habitación. Vázquez, buscó a tientas el interruptor de la luz, que suponía debía estar cerca de la entrada. Candela, Leandro y Salgado disparaban desde el suelo hacia el punto de donde procedían los disparos. De repente, cesaron y la luz de una bombilla que colgaba del techo, iluminó la habitación.

Soriano, el inspector de Castelldefels, se hallaba tendido en un sofá en el que probablemente dormía hasta la irrupción de los policías. Los dos uniformados habían entrado al oír el primer disparo y una ráfaga de la metralleta había acribillado al policía de Castelldefels. Los dos camellos, escondidos detrás de un sillón, levantaron las manos en el mismo momento que la habitación se iluminó. Todo había terminado aparentemente cuando Salgado cayó al suelo ante la atónita mirada de sus compañeros. Se dieron cuenta de que tenía sangre en la parte izquierda del tórax.

Candela se abalanzó literalmente sobre él tapando la herida con la bufanda que llevaba al cuello.

—Rápido, Tomás, llama a una ambulancia. ¡Vamos, rápido! Que se va a desangrar.

Leandro se había acercado al inspector Soriano y desde allí dijo a los demás:

—Este ya no la necesita.

Todos miraron hacia él. Fue Candela la primera que habló.

—Mejor. Un cabrón menos.

Vázquez le recriminó sus palabras.

—Joder, Candela. Un respeto por los muertos —ella no respondió limitándose a lanzar una mirada de desprecio al cadáver.

La policía local había sido avisada por los vecinos cercanos a la discoteca, que habían oído el tiroteo y no tardaron en llegar. La ambulancia, llegó pasados unos minutos.

En ausencia de Salgado, Leandro había tomado el mando.

—¿Por qué no han avisado ustedes a la comisaría local de lo que pensaban hacer? —recriminó uno de los inspectores recién llegados de malos modos.

—Primero identifíquese usted —respondió Leandro en tono cortante.

El inspector mostró su carnet y la placa exigiendo a Leandro que hiciera lo mismo. Cuando comprobó que se trataba de un comisario, modificó su actitud.

—Lo siento, comisario, pero a pesar de su cargo deberían haber notificado al jefe de Lloret que se disponían a hacer una detención.

—Le recuerdo inspector, que el comisario herido y yo, tenemos ámbito provincial y no nos ha parecido oportuno hacerlo. Y ahora, si no tiene usted nada más que decir, sigan con su ronda. Nosotros nos ocuparemos de todo.

El médico que examinaba a Salgado miró a los policías impaciente.

—Cuando dejen ustedes de discutir, podemos llevar al herido al hospital. Esto tiene mala pinta y ha perdido ya mucha sangre. Alguien tiene que acompañarlo al hospital.

Todos miraron a Candela, que a duras penas podía contener las lágrimas.

—Tenga, hágase cargo de esto —el médico tendió a la inspectora la cartera del comisario, la placa, el carnet profesional y la pistola que todavía empuñaba cuando cayó al suelo.

Candela lo metió todo en su bolso mientras subía a la ambulancia.

Capítulo 19

Leonor no conseguía dormir. No podía mirar el reloj, porque si encendía la luz, despertaría a su marido, pero la incipiente claridad del amanecer le anunciaba la llegada del día. «Deben ser las siete», pensó acurrucándose de nuevo entre las sábanas. Ya falta poco.

A las ocho, cuando sonó el despertador, la luz mortecina de un nuevo día nublado y frío, se abría paso por la ventana, cubierta con un visillo blanco detrás de las cortinas recogidas con un cordón a cada lado.

Como cada día, mientras su marido entraba en el baño, ella se iba a la cocina a preparar el desayuno: café, tostadas, zumo y una pequeña pastilla de chocolate que el juez devoraba mientras bajaba en el ascensor.

—Estás muy contenta hoy, Leonor. ¿Qué te traes entre manos?

—Nada, querido. ¿Por qué lo dices?

¿Cómo no iba a estar contenta? Habían hecho planes para viajar a Alicante el fin de semana, los de la inmobiliaria tenían dos clientes, uno de ellos, muy interesado en la compra, sólo esperaba poder formalizar un contrato para entregar el anticipo que les aseguraba la operación. Pero eso sería el sábado y hasta ese día, las cosas podían cambiar. A lo mejor ya no necesitaban venderla… Leonor miró el reloj: las ocho y media. Tres horas y media, sólo faltaban tres horas y media y todo estaría solucionado…

El juez se despidió de su mujer con un beso, como cada día. Al contrario que ella, él estaba taciturno y deprimido. Pronto, muy pronto, debería entregar su futuro a un indeseable estafador. ¿Valía la pena? ¿Y qué si los demás se enteraban de que era impotente? A lo mejor le pasaba lo mismo a otros y no les importaba tanto como a él. ¿De quién sería amigo el brujo? Porque tenía que conocer a alguien en el juzgado para poder divulgar lo que sabía. Una funcionaria, seguro, a las mujeres les gustan más los chismes. No quería ni pensarlo, se le erizaba la piel cuando se imaginaba ser el hazmerreír de todas ellas en los desayunos, en las charlas de los pasillos, en los juicios… No podría soportarlo. Menos mal que en este mundo todo se soluciona con dinero.

El destino estaba de su parte, había tenido la suerte de poder detener la investigación a tiempo, porque si él se hubiera ceñido a la ley, el comisario no habría tenido más remedio que expedientar al policía y por muy juez que fuese no hubiera podido hacer nada. Las cosas habían cambiado mucho; hacía pocos años, hubiera bastado con que él moviese un dedo para que el vidente hubiera aparecido muerto una mañana con un par de tiros en la barriga, pero ahora… Cualquiera se arriesgaba a pedir algo así, con la de demócratas que habían florecido como las setas.

No le gustaba el giro que estaban tomando los acontecimientos; con la prensa ventilando la mierda, ahora los chorizos tenían más derechos que los policías, y no digamos, que los jueces… Esto no podía terminar bien. Él lo sabía. Cualquier día los militares se hartaban y se volvía a liar, lo temía desde el día que legalizaron a los comunistas.

Leonor miraba pasar las horas tranquila y relajada; desayunó y se arregló con esmero. Alrededor de las once y media, salió a la calle, paró un taxi y antes de las doce entró en la consulta de Mefisto. Ese día no tuvo que pasar por la sala de espera, sino que el vidente la recibió de inmediato.

Mefisto se extrañó del semblante sonriente que exhibía su clienta. Él, desconocía que la mujer del juez estuviese al corriente de los «negocios» con su marido, por lo que abrió el cajón de su mesa para sacar el nuevo frasco de «polvos milagrosos» y lo dejó sobre la mesa. De forma ceremoniosa, lo empujó con dos dedos para ponerlo al alcance de Leonor; ésta, abrió su bolso, también con cierta parsimonia para sacar el sobre con dinero, pensó el brujo, pero lo que vio en su mano fue una pistola de color negro, y antes de que pudiera reaccionar, cayó abatido por una bala que impactó en su pecho a la altura del corazón.

Leonor quedó hipnotizada contemplando su obra y no se dio cuenta de que, instantes después de que sonase el disparo, alguien le quitó la pistola de la mano y acto seguido sonó otro. Esta vez desde el otro lado de la mesa.

*******

Manel se encontraba bien; por más que la doctora que acababa de pasar la visita diaria le dijese que todavía necesitaba reposo, tenía intención de acudir a la Brigada en cuanto abandonase el hospital. Menos mal que sólo faltaba un día para que le dejasen salir. Lo que en este momento ignoraba era que en otro hospital de Barcelona, su jefe luchaba por salvar la vida. La bala había atravesado el lóbulo superior del pulmón izquierdo, unos centímetros por debajo podría haber tocado vasos importantes o, lo que hubiera sido peor: el corazón.

Eran las ocho y media; hacía menos de una hora que la ambulancia en la que llevaban a Salgado había llegado al hospital Clínico, donde fue conducido directamente a quirófano. Candela esperaba, comida por la impaciencia y los remordimientos. Por otra parte, pensaba que Salgado era muy especial y si en vez de comportarse siempre tan seco y poco amigo de comunicar sus preocupaciones, hubiera compartido con ella lo que le sucedía, ahora no sufriría por malinterpretarlo. También pensaba en Manel, el artífice de todo el problema que había finalizado con el comisario herido, no sólo de bala, sino en su amor propio. Ella conocía al comisario y sabía hasta que punto lo que había hecho por Manel iba en contra de sus principios. No era justo.

Leandro y Vázquez, en cuanto dejaron a los detenidos en los calabozos, se unieron a la inspectora; cuando preguntaron en el centro hospitalario por el enfermo, la recepcionista les dijo que el herido estaba en quirófano, pero que la mujer que venía con él se hallaba en la cafetería. Candela se había preocupado de comunicarlo, consciente de que sus compañeros se reunirían con ella en cuanto tuvieran oportunidad de hacerlo.

La cara de Candela reflejaba cansancio; los ojos, enrojecidos de llorar y por la falta de sueño, tristes y abatidos, miraban al vacío cuando se acercaron los recién llegados.

—¿Cómo está?

—En quirófano. Todavía no me han dicho nada. Lo único que podemos hacer es esperar.

—Lo que siento es que Soriano ha muerto y con eso perdemos la oportunidad de meter mano a sus cómplices, porque él solo no ha podido gestionar la venta, el robo de la droga incautada y todo eso. Pero ya los atraparé, es cuestión de paciencia. De momento iré a por el que solía acompañarle en el turno de noche y el conductor. Ya veremos, pero ahora lo importante es que Salgado se reponga —se lamentaba Leandro—. Por qué no te vas a casa, Candela. No tienes muy buena cara.

—Me quedaré aquí hasta que termine la operación. Después, ya veremos. Depende. ¿Sabes a quién pondrán al frente de la Brigada mientras Salgado esté de baja? —preguntó mirando a Vázquez.

—No tengo ni idea, Candela —respondió éste—. He localizado al jefe superior, supongo que no tardará. Pregúntaselo a él.

—No. A veces es mejor ignorar las cosas, así no tienes que dar explicaciones.

Leandro fumaba pensativo mientras el jefe de grupo de Homicidios y la inspectora continuaban hablando.

—Lo dices por algo concreto, supongo.

—Hoy es jueves; pensaba darme una vuelta por la puerta de la consulta de Mefisto por si veo a la mujer del juez por allí.

—No me parece una buena idea, Candela. Diego y los demás ya están avisados de lo que ha pasado y se han puesto en camino. Supongo que mañana estarán en Barcelona; me encargaré de comentarle el tema al jefe en funciones y retomaremos el caso.

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