La trampa (39 page)

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Authors: Mercedes Gallego

BOOK: La trampa
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—¿Y por qué no ha contado conmigo?

—Te lo puedes imaginar, Candela. Tu actitud no ha sido muy ejemplar que digamos. No le diriges la palabra, te posicionas de parte de Manel, aunque sabes tan bien como yo que metió la pata hasta el culo.

—¿Quién queda en la Brigada?

—La parejita Morell y García, como siempre, los dos que llevan el asesinato de un joyero y otro que está de baja pero volverá en un par de días.

—¿En qué consiste la misión exactamente?

—El soplo dice que Soriano ha conseguido documentación falsa para los tres, además de un contrato en una empresa naviera que transporta muebles. Se trata de echarles el guante poco antes de zarpar, cuando estén dentro del barco.

—¿Por qué no ha ido Salgado?

—Porque no. Porque un jefe de Brigada no tiene por qué ir a un servicio. Ha puesto a Diego al frente porque es el más antiguo en el escalafón aunque no lo sea en la Brigada.

La conversación con Vázquez no sólo no había conseguido tranquilizarla, sino que su desasosiego era cada vez mayor. Así que el comisario había prescindido de ella sin darle ninguna explicación. Eso era nuevo. Claro que no tenía por qué dársela, pero no había sido así hasta ese momento. Antes siempre contaba con ella. Estaba claro que las cosas habían cambiado y ahora empezaba a dudar de que en el futuro pudieran enderezarse.

Iba sin rumbo por la calle Condal. Su ánimo era triste y por primera vez, no tenía ningún objetivo. Miró la hora: casi las tres. No había comido pero se sentía incapaz de hacerlo. El paquete de tabaco que se había fumado durante la mañana le había quitado el hambre, pensaba, aunque terminó por reconocer ante sí misma que el hambre se la había quitado la conversación con Vázquez. ¿Había sido injusta con Salgado? Tal vez sí, pero él se lo había puesto fácil con su forma de actuar. Necesitaba hablar con Manel. Volvería al hospital.

Manel estaba mucho mejor. Ya no tenía fiebre; había perdido peso y la palidez resaltaba las ojeras, pero la neumonía estaba controlada. El enfermo dormía plácidamente cuando entró en la habitación. Julia, leía en un sillón junto a la cama. Se llevó un dedo a los labios rogándole silencio y dejando el libro sobre el sillón, salió de la habitación cerrando la puerta con cuidado diciéndole por señas a Candela que saliese con ella.

—¿Dónde te has metido?

—Trabajando y de copas, ¿por qué?

—¡Cómo que por qué! Pues porque estábamos preocupados por ti. Aquí no ha venido nadie; Manel me ha dicho muchas veces que te llame, que llame a Salgado o a Vázquez, incluso a Diego, pero si he de serte sincera, sólo te he llamado a ti.

—Las cosas están mal, Julia. Me han suspendido de empleo, mejor dicho, «me ha», porque ha sido mi comisario el que lo ha hecho.

Antes de seguir preguntando, Julia manifestó su preocupación.

—Ni se te ocurra contarle nada a Manel. Está mejor, pero todavía debe reposar. El hecho de que no tenga fiebre es una buena señal, pero eso no quiere decir que esté bien. Ha dicho la doctora que lo lleva que si sigue así el viernes le dará el alta hospitalaria, pero hasta que vuelva a verlo no le darán el alta total. Deberá seguir tratamiento en su casa hasta el martes próximo que tiene hora para ver cómo va todo.

—Estamos a miércoles, así que dentro de dos días en casa…

Julia lanzó a su amiga una mirada severa antes de continuar hablando:

—Insisto en que no le digas una palabra, Candela. Manel no está en condiciones de hacer ni pensar nada.

Candela decidió cambiar de tema.

—Está bien. Supongo que puedes dejar de velar su sueño un instante. Acompáñame a la cafetería, que no he comido.

—Vamos —Julia respondió con desgana de forma lacónica.

—Y tú, ¿qué? Has dejado de trabajar para cuidar de tu chico.

—No tiene gracia, Candela. Estaba muy preocupada por Manel. He aprovechado la hora de comer para acercarme un rato; el despacho está muy cerca, tú lo sabes.

—O sea que vais en serio.

—Bueno, estas cosas nunca se sabe, pero sí, hemos hecho algunos planes.

—Entra la policía en vuestros planes.

—Manel quiere pedir la excedencia, pero yo prefiero que lo piense más adelante, cuando salga de esta. Tampoco me gustaría que dejara su trabajo influenciado por mí.

—¿Le has dicho algo?

—No, al contrario. Soy yo la que le ha pedido que se espere. Si por él fuera ya habría enviado la instancia.

—O sea que vais en serio.

—Si te refieres a que si nos vamos a ir a vivir juntos, sí. En cuanto salga de aquí se va a su casa, porque es mejor que hasta que esté bien esté allí con su madre. Yo no tengo tiempo de hacer comidas y demás, así que de momento vuelve con sus padres. Eso sí, en cuanto le den el alta se instala en la mía.

—¿Boda?

—¿Boda yo? Vamos Candela. Sabes cómo pienso. Además, no hace falta casarse para vivir una relación. Lo que pasa es que tú de estas cosas no sabes nada, con eso de que el amor es para ti una pérdida de tiempo y otras sandeces que te he oído decir…

—Tampoco es eso, Julia. Lo único que ocurre es que no me he enamorado de nadie. El día que lo haga supongo que será como todo el mundo, querré formar el nidito y esas cosas…

—Termínate el bocadillo, que Manel se habrá despertado. ¿Vas a entrar a verlo?

—Si me dejas… —Candela sonrió con malicia.

—¡Cuánto me alegro de verte! —fue el afectuoso saludo de Manel.

—Yo también Manel. Menudo susto nos has dado.

—Cuéntame, por favor. Ponme al día.

—Lo tengo prohibido —Candela miró a Julia de forma intencionada.

—Vamos Candela, déjate de chorradas y dime lo que está pasando. Es peor dejarme aquí rumiando todo el día sin saber nada.

Omitió mucha información intentando que Manel no profundizase en lo que le contaba. Disimuló la frustración que sentía por dejar el caso del Barrio Chino, así como lo que había contado la viuda respecto a las monedas desaparecidas. Eso sí, puso énfasis en recalcar a Manel el dispositivo que el comisario había organizado para detener al Trepa, al Flaco y a su protector, el inspector Soriano.

Manel mordió el anzuelo y se mostró satisfecho. En este momento su única preocupación era la captura del asesino de Miriam, apenas recordaba el caso de las víctimas del Barrio Chino; era como si de repente su único objetivo fuese deshacer el error que había cometido. Tampoco él mencionó sus planes de abandonar la policía.

Candela salió de allí decepcionada, incluso celosa. De la noche a la mañana, la complicidad que existía con su compañero había cambiado de lugar y ahora su depositaria era Julia, que no tardaría en hacer lo mismo. Se sintió sola, mucho más sola que nunca.

Capítulo 18

No buscaba nada, sólo compañía y olvidar que pertenecía a un cuerpo lleno de rencillas, de secretos a voces y de subordinación jerárquica. Alrededor de las diez de la noche entró en el Maracaibo, su último refugio, un lugar donde se sentía querida y respetada, donde nadie le reprochaba su mal carácter ni su forma de ser. Cenó en compañía de Luis Maristany, el único que notó la tristeza en su semblante.

—Pero Candela, ¿por qué no me cuentas lo que te pasa? Nos conocemos hace casi diez años; todavía no te has dado cuenta de que aquí te queremos de verdad, y eso que a ninguno de los de la peña nos gustan los polis, ya lo sabes.

—Y no me extraña, Luis. A mí me gustan cada vez menos. Lo malo es que ya estoy metida en el engranaje y no sé muy bien si quiero salir de él. Ese es el problema.

—Bueno, eso tú sabrás. Ya sabes que a nosotros, el día que nos digas que te has largado de allí, nos darás una alegría.

—Sí, mucho más ahora que está de moda cambiar la chaqueta: en vez de detener asesinos, rebusco lagunas legales para dejarlos libres. Esa sería la elección. No sé qué decirte, Luis. No termina de convencerme…

Blanquita, la vieja prostituta desdentada que ahora limpiaba un burdel se acercó hasta ellos:

—Pero coño, Luis, ¿qué le estás diciendo a la chica para que tenga esa cara? Anda, Candela, vamos a cantar nuestras coplas a ver si te alegras un poco. Deja a este cenizo, que es como sus tangos, un lamento.

—No pretenderás que hoy os acompañe a la guitarra después de llamarme cenizo —ironizó Luis.

—A ver qué le vas a hacer, si aquí el único que sabe tocar eres tú.

—Bueno, lo de tocar será por la guitarra —exclamó otro de los asiduos desde la barra—, porque tocar, lo que se dice tocar… Sabemos todos.

Las risas estallaron llenando el aire de una alegría que contagió a Candela. Pasaban las doce de la noche y los parroquianos entraban y salían del local en el que el whisky era tan generoso como las canciones. Candela ya no se acordaba de la policía ni de su vida cuando en lo más alto de un fandango se dio cuenta de que unos ojos grises estaban clavados en ella. Enmudeció al instante y todos se volvieron hacia donde miraba.

Bajó del taburete con el semblante serio dirigiéndose a quien había cortado en seco su cante. El silencio se adueñó de la situación. Sólo Abilio, el dueño del bar, se había percatado de la entrada del comisario, limitándose a ignorarlo a ver qué pasaba cuando Candela se diera cuenta de su presencia.

Candela se hallaba en el punto anterior a la borrachera, había bebido vino con la cena y ahora se disponía a pedir su cuarto whisky. Salgado había traspasado la frontera y estaba borracho.

—Sigue, no te cortes que lo haces muy bien —fueron sus palabras cuando ella se acercó.

—¿Y tú qué haces aquí? —fue el saludo de Candela.

—Es un establecimiento público, lo mismo que tú. Emborracharme.

—Me parece que a ti ya no te hace falta más porque vas servido.

—Anda que tú… Vamos, mujer. Pídeme uno y otro para ti. Te invito.

En el primer momento Candela se enfureció por la presencia de su jefe en lo que consideraba su mundo, pero cuando observó el aspecto del comisario, empezó a sentir lástima por él y cambió de actitud.

—Bueno, pues que sean dos —Abilio, un par de whiskys, el de mi amigo con poco hielo.

—Cantas muy bien Candela, pero supongo que ya lo sabes.

—Hacemos lo que podemos. Y tú qué. ¿Sabes cantar?

—¿Quién yo? De sobra sabes que no. ¿O ya no te acuerdas de los viajes en coche que hemos hecho?

—¿Y qué te trae por aquí?, si se puede saber.

—No lo sé. De repente me he encontrado aquí, ya ves. Debe ser el inconsciente que me juega malas pasadas. A lo mejor quería hablar contigo.

—Eso será, y como tengo tan mala leche necesitas unos cuantos whiskys ¿no?

—¿Te vienes a dar una vuelta?

—Me parece que no estamos para muchas vueltas, comisario. Tú te vas a caer de un momento a otro y a mí me falta la copa que acabo de pedir.

—Entonces vamos ahí abajo y hablamos —señaló las mesas situadas al fondo del local bajando unas escalera.

—Mejor nos vamos y así no le cortamos el rollo a la parroquia. En cuanto se cunda la voz de que eres de la pasma, esto se queda vacío.

—¿Y tú?

—Lo mío es otra cosa, me conocen antes de ser policía. Lo que no entienden es lo qué hago yo ahí, algo que también me pregunto muchas veces —lanzó una mirada al dueño del bar—. Abilio, deja las copas si no las has servido, nos vamos a tomar el aire, que ya tenemos bastante alcohol por hoy.

Ninguno de los dos notaba el frío intenso con el que les obsequiaba noviembre, en una noche desapacible que amenazaba lluvia. Salgado rompió el silencio.

—No te habrás creído que estoy borracho, ¿verdad?

—Bueno, borracho no, pero vas bien servido.

—No lo creas. Para tumbarme hacen falta más whiskys de los que he bebido, he exagerado la nota para que no la emprendieras a gritos al verme. Necesitaba hablar contigo.

—Podías haberlo hecho esta mañana cuando he ido a tu despacho.

—Tu actitud no ayudaba mucho. Pero dejemos eso; tenemos que hablar. Necesito que estés al cien por cien conmigo. Nada ha cambiado Candela. Mejor dicho, sí ha cambiado: no volveré a pisar la raya de la legalidad por nadie, incluida tú.

Candela no respondió.

—Supongo que sabes el dispositivo que he montado en Cádiz para detener a Soriano y a los camellos.

—Sí; me lo ha contado Vázquez. Por cierto, ¿por qué no estoy con ellos?

—Te lo creas o no, me parecía todo demasiado idílico, muy encajadas las piezas.

—No entiendo qué quieres decir.

—Lo que oyes. Es mentira que vayan a embarcar en un carguero. Están en Barcelona, concretamente en Lloret.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Un compañero del Puerto de Cádiz. Hace años que nos conocemos, ingresamos juntos. Aquello, según Julián Castro, el compañero que te digo, es un nido de corruptos. Leyó la circular que enviamos a todos los puertos y aeropuertos; él conocía a Soriano y su amistad con algunos policías portuarios que se dedicaban a lo mismo que él, es decir, a robar droga incautada para comercializar con ella. Julián sigue el rastro a un par de inspectores y mira por dónde, uno de ellos es el que lanzó el chivatazo.

—¿Te refieres a eso de que iban a embarcar?

—Exacto. Lo único que perseguían era que centrásemos nuestra atención allí dejando la vía libre hacia Francia. Ahora esperan que la cosa se tranquilice para cruzar la frontera.

—¿Pero estaban allí o no?

—Sí que han estado, pero se han ido.

—¿Cómo se ha enterado él de esto?

—Porque vio a Soriano con uno de los que él vigila y los siguió. Ayer lo vio subir a un tren que va a Granada junto a los otros dos, o sea, el Flaco y el Trepa; Julián se puso en contacto con otro compañero dándole la descripción y éste le ha confirmado hoy por la mañana que a mediodía los tres sospechosos bajaron del tren procedente de Cádiz y, tras comprar billetes en la ventanilla, subieron al expreso de Andalucía en dirección a Barcelona.

—¿Y Gabi?

—De ese, ni rastro.

—¿Y cómo sabes que están en Lloret?

—Me ha llamado Leandro. Tiene intervenido el teléfono de los padres del Trepa, se lo pasé yo. Por lo visto llamaron desde Granada para decirle al padre que fuese a buscarlos al tren que llegaba esta mañana a la estación de Francia.

—¿Por qué no has montado un dispositivo para detenerlos al llegar?

—Porque me falta el músico. Quiero detenerlos Lloret, en la estación era más fácil que pudieran huir. Ahora los tenemos calentitos y confiados. ¿Te vienes a Lloret?

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