Había buscado un control con la mano imaginaria, un modo de enviar una señal para avisar a Atkins. Porque recordaba dónde estaba Atkins.
Faetón trató de gritar una advertencia, trató de moverse. La aceleración estaba bajando; el silente estaba reduciendo la potencia; pero el cuerpo de Faetón aún no se había descongelado, y aunque así fuera, ningún ruido habría penetrado la armadura, ningún grito habría dejado su yelmo, así como no hubiera dejado una tumba sellada y hermética.
Atkins estaba dentro de Ulises.
No estaba en su cuerpo biológico; nunca había estado allí físicamente. En cambio, la armadura de Atkins, lanzada desde el único puerto espacial militar que existía en la Tierra (en un gran campo detrás de la casa de Atkins) había llevado una copia de su mente y su memoria. Con el lector noético portátil. Faetón había transferido la copia al sistema cerebral del maniquí, y Atkins había despertado. Hubo un borrón de movimiento, un estallido de luz. Faetón fue arrojado de cabeza.
El sistema que el silente usaba para impedir que Faetón activara su personalidad de emergencia no impidió que Faetón activara su complejo aparato sensorial. Los sentidos de Faetón eran tan agudos como para ver la batalla.
En el primer microsegundo, el silente usó un interruptor de la armadura de Faetón para desviar los haces que los espejos energéticos lanzaban contra el cuerpo de Jenofonte y enfocarlos al cuerpo de Ulises. Atkins debió detectarlo: el cuerpo de Ulises se lanzó hacia delante tan rápidamente como podía bajo las veinticinco gravedades de aceleración; armas de pseudo-materia, una tras otra, aparecieron y desaparecieron en las manos de Ulises, todas en cuestión de nanosegundos, todas disparando.
El cuerpo de Jenofonte se eclipsó en un torrente de fuego; cortado, apuñalado, quemado, despedazado, vaporizado. Esta explosión sucedió durante los dos siguientes microsegundos y duró todo el resto de la batalla. El exceso de presión alcanzó un millón de atmósferas durante el estallido.
En el segundo microsegundo de combate, Faetón pudo detectar que Jenofonte irradiaba la información cerebral de su cuerpo ardiente a los cuerpos neptunianos vacíos del puente. Los cuerpos neptunianos estaban diseñados para permitir esas transferencias de alta velocidad. Varias armas de Atkins lanzaron una andanada de señales de interferencia, micropulsaciones buscadoras de pensamiento y telarañas de fuerza, para destruir cualquier información numénica en movimiento; Jenofonte murió varias veces, pero las copias redundantes permitían que copias plenas de su información cerebral aparecieran en varios puntos del recinto. Las armas de Atkins no estaban programadas para notar que el código de matemática irracional era información mental; en sus circuitos parecía jerigonza; no sabían qué tipo de patrón de fuerzas bloquearía las transmisiones.
En el mismo momento, el fuego de los espejos barrió el cuerpo de Ulises. Los harapos de su traje volaron mientras el aire se inflamaba. Debajo, sin embargo, quedó la armadura negra, vacía salvo por la mente de Atkins, absorbiendo la descarga, perdiendo capas defensivas concéntricas, liberando vapor de nanomateria.
La armadura se impulsó hacia delante con impensable velocidad. Antes del tercer microsegundo, Atkins estaba agazapado detrás de la silla de Faetón, tratando de interponer el cuerpo de Faetón entre él y el fuego concentrado de los espejos. El silente había perdido la mitad de sus cuerpos libres en el mismo momento, debido al fuego de Atkins.
La silla del capitán y las mesas circundantes empezaron a arder. Faetón, atrapado en su armadura inmóvil, comenzó a caer.
En el tercer microsegundo, el silente usó su control para escorar la
Fénix Exultante.
La cubierta se zamarreó; la gravedad osciló.
Los proyectiles balísticos lanzados desde cada superficie y poro de la armadura negra de Atkins se desviaron; el aire incandescente, enturbiado por las energías liberadas tiempo atrás, al iniciarse la batalla en el microsegundo anterior, confundió a los proyectiles inteligentes.
Siguió un periodo lento que duró varios microsegundos, una campaña prolongada. El silente, con sus muchos cuerpos, irradiaba su información cerebral de un punto al otro del recinto, lanzando trozos de carne azul y llameante por toda la cámara, maniobrando. Atkins, cegado por el aire opaco, e incapaz de enviar señales claras de un lado a otro de la cámara, ordenó a sus balas diminutas y sus nanoarmas supersónicas que nadaran en esa turbiedad incandescente, como submarinos en busca de enemigos en el mar ciego.
Faetón no era táctico, pero tuvo la impresión de que ese período de persecución era favorable a Atkins. Más sustancia neptuniana azul ardía.
El final de la batalla fue súbito. Una señal llegó a la armadura de Faetón. No tenía control sobre sus extremidades. Su armadura proyectó una variedad de fuerzas destructivas, arrojando fragmentos de su silla de capitán en todas las direcciones, y sumándose al calor residual de la cámara.
Sus guanteletes cogieron la unidad noética, la unidad que estaba controlando la armadura, y la abrazaron contra el pecho. Sus impulsores lo lanzaron hacia el flanco y lo pusieron de bruces. Se estrelló contra la tabla de estado de la derecha, y cayó en un charco de nanomaterial azul neptuniano, dejando a Atkins sin protección. Muchas armas de Atkins, detectando una concentración de información cerebral debajo de Faetón, dispararon inofensivamente contra la espalda de la armadura, pero el charco quedó ileso. En esa misma fracción de segundo, el silente dejó de controlar el interruptor de emergencia de Faetón.
El dolor corporal de Faetón activó automáticamente el programa de armamentos que él ya había configurado. Fue como si los espejos llevaran el núcleo de varios soles a la cámara.
Las cajas mentales, los tripulantes del puente y las cortinas de presión fueron barridos. La cubierta quedó limpia.
Durante un largo segundo, burbujas concéntricas de pseudomateria cubrieron a Atkins, un blindaje adicional; y él vivió mientras alrededor todo era destruido.
Pero algo extraño pareció retorcer o distorsionar el espacio donde se enfocaba la pseudomateria; la pseudomateria, y todas las armas pseudo-materiales de Atkins, desaparecieron mientras sus campos se colapsaban.
Durante ese prolongado momento, el moribundo Atkins extrajo su katana ceremonial del cinturón y con un grito se lanzó hacia delante en una embestida perfectamente ejecutada. Clavó la punta del arma entre la armadura invulnerable de Faetón y la cubierta. La filosa punta raspó materia neuronal neptuniana, que se entreabrió como agua y se volvió a cerrar. La armadura de Faetón se movió levemente, bajando un brazo para sujetar la espada, antes de que Atkins pudiera asestar otra puñalada.
La energía de los espejos llegó al máximo. La cubierta hervía.
Sin gritos ni exclamaciones, Atkins desapareció en una blanca bola de fuego incandescente. No quedó ningún fragmento.
Faetón estaba a salvo en su armadura. Debajo de él sentía que la espada de Atkins estaba a salvo, único recordatorio de una muerte fútil. La unidad noética, la cosa que permitía al silente controlar su armadura, estaba a salvo bajo su pecho.
Debajo de él, el silente se movía. También a salvo.
Como blanda nieve, una sustancia nanotecnológica que cubría la superficie del domo comenzó a gotear en el plasma supercaliente que antes era aire. La «nieve» se ligó átomo por átomo, atenuando los movimientos térmicos moleculares para formar compuestos exotérmicos. Mientras la nube descendía suave y silenciosamente, el plasma del techo del domo se enfriaba y se tomaba transparente. Faetón estaba boca arriba; su armadura, antes tan leal, formaba una ceñida prisión. Yacía en el charco sobreviviente de Jenofonte. Observó sin interés los cristales de nieve que descendían sobre su visor. Capas blancas y blandas cubrieron lentamente las ruinas carbonizadas.
El aire se despejó y los extremos del domo fueron visibles.
El puente no estaba totalmente devastado: algunos balcones más altos habían sobrevivido a las descargas. Las cortinas de presión estaban diseñadas para colapsarse en cápsulas de energía inertes que protegerían las paredes ante un exceso de presión catastrófico. Esas cápsulas disfrutaban de una existencia temporal e inestable, pero habían sobrevivido el tiempo suficiente (varias partes mensurables de un segundo) para proteger a un puñado de los maniquíes del puente (incluido Sloppy Rufus, primer perro en Marte) y algunos de los controles de navegación más importantes, así como a una masa de material corporal neptuniano azul.
Esa masa, en respuesta a una señal emitida desde el cuerpo sobre el que yacía Faetón, se desprendió fuera del balcón, goteó de un despedazado banco de cajas mentales a otro, y reptó hacia él por el piso incinerado, gota a gota. Jenofonte se estaba recobrando.
Faetón tampoco tenía lesiones graves, pero se sentía igual a la ruina que había provocado: roto y arrasado en el centro, con un mero reborde de pensamientos alrededor de un vacío doloroso.
Pero no lloraba la muerte de Atkins. Lamentaba la muerte de ese hombre valeroso, pero sabía que otra copia de Atkins (que desconocía estos hechos presentes) estaría despierta en la Tierra. Esta versión, el hijo de Atkins, por así llamarlo, había muerto entre fuego y dolor, pero Atkins, soldado hasta el final, no habría rehuido una muerte así.
No, lo que lloraba Faetón era la muerte de Diomedes. Su amigo neptuniano, atrapado en la carne de Jenofonte, había perecido con la primera andanada. Siendo neptuniano, y en consecuencia pobre, Diomedes debía carecer de copias numénicas de sí mismo. Las copias que podrían haber existido sin duda habían sido eliminadas por Jenofonte cuando maniobró para obtener la propiedad legal de la
Fénix Exultante,
de modo que no existiera un segundo candidato.
Diomedes había muerto. Faetón, en su corazón, juró una venganza sangrienta. Mataría a Jenofonte, o al silente, o a Ao Varmatyr, o como se llamara esa criatura.
Así giraban sus pensamientos, una y otra vez; pero sus pensamientos no osaban tocar el centro ennegrecido de su dolor, el vacío doloroso que antes había sido su corazón...
Hasta que la voz detestable de Jenofonte sonó de nuevo en el yelmo.
—Tu creencia central, tu fe pueril en la inteligencia y sabiduría de tus sofotecs, es lo que está en el corazón de toda tu pesadumbre. Te has dicho, una y otra vez, que entendías que los sofotecs no eran dioses; te has dicho que sabías que tenían limitaciones, ¿verdad? Pero ahora te preguntas por qué ellos, en su presunta brillantez, no te salvaron, y no salvaron tu nave. Tenías fe en tus máquinas, pero han fallado. Tenías fe en Atkins, pero ha fallado. Cometió el crucial error táctico de encamarse en un cuerpo material.
»Y también tenías fe en ti mismo, tu sueño visionario, tu elevado propósito, tu rectitud y noble resolución. Todo ha fallado. No te molestes en negarlo, y no intentes, ni siquiera en tu propia mente, rechazar la verdad de lo que digo. Ambos sabemos que yo puedo ver en tu mente que es verdad.
Más para distraerse que por otra cosa, más para eliminar esa voz detestable que con un propósito real. Faetón intentó reconfigurar su filtro sensorial, para ver cuánto control tenía sobre él.
Muchos canales visuales y rutinas de análisis aún estaban activos. Jenofonte no podía o no quería cerrarlos. Faetón podía detectar las acciones cerebrales del cuerpo neptuniano sobre el cual yacía; podía ver las pulsaciones de comunicaciones que iban y venían entre ese cuerpo y la masa nueva y más grande que se aproximaba lentamente por las losas humeantes y nevadas de la agrietada cubierta.
Otros grupos de señales eran encauzados por la unidad noética, por los circuitos de su armadura, hacia el cerebro de la nave. Al mismo tiempo, la cubierta pareció ladearse; la gravedad aumentó levemente. La
Fénix Exultante
había girado.
Faetón estableció una rutina para traducir esas señales. ¿Qué le ordenaba Jenofonte a la nave?
La rutina no pudo determinarlo; los pensamientos de Jenofonte aún eran ininteligibles. Pero el volumen de tráfico mental era muy bajo. La actividad cerebral del cuerpo sobre el cual yacía Faetón había descendido drásticamente. Jenofonte había sufrido muchos daños en la lucha. Su CI había bajado a 350 o 400; un poco por encima del promedio, pero no demasiado. Obviamente estaba llamando al cuerpo ileso para mezclar sus sustancias cerebrales con los neurocircuitos libres de ese cuerpo vacío. En cuanto los dos cuerpos se fusionaran, el intelecto de Jenofonte recobraría sus niveles cuasisofotec.
¿Qué le ordenaba a la nave? Aunque el equipo sensorial de Faetón no pudiera decodificar los pensamientos de Jenofonte, tenía que haber una matriz de traducción que pasara esos pensamientos a un formato que el cerebro de la nave pudiera leer. En alguna parte del tráfico de señales que veía Faetón, tenía que haber un traductor que él pudiera encontrar. Envió una subrutina de búsqueda.
Transcurrió un momento mientras esperaba. El segundo cuerpo, como un lago rodante, se desplazó sobre la cubierta humeante y nevada, entre cortinas rajadas, maniquíes despedazados, mesas derretidas. Se aproximó al cuerpo inerte de Faetón.
Mientras esperaba, la curiosidad, la furia, o cierta fascinación fanática con los problemas que no podía resolver, instaron a Faetón a revisar toda la batalla a cámara lenta. Su equipo sensorial le permitió descubrir el efecto que había penetrado la defensa final de Atkins, destruyendo sus escudos de pseudomateria y anulando sus armas más pesadas.
Sus detectores de neutrinos y sensores de partículas de interacción débil mostraban una actividad desproporcionada en momentos específicos, antes y durante la batalla, incluido el momento en que todos los escudos pseudomateriales y armas de Atkins se evaporaron. Señales similares se aglomeraban alrededor de la unidad noética, los puertos mentales de las hombreras de Faetón y los controles centrales de los nexos mentales que bordeaban los balcones supervivientes del puente.
—Veo que has descubierto nuestro pequeño secreto —dijo la voz detestable—. Sí, lo que observas es la aplicación de una tecnología sólo conocida en la Ecumene Silente. La Ecumene Silente estudió los efectos específicos de las condiciones limítrofes en las inmediaciones del horizonte de sucesos. Como sabes, la velocidad de la luz no limita el movimiento con exactitud, sino sólo dentro del límite más general impuesto por el principio de incertidumbre de Heisenberg. Como la velocidad de una partícula no se puede determinar con mayor precisión de la que permite el límite de incertidumbre, hay, estadísticamente hablando, ciertas partículas que viajan un poco por encima o por debajo de la velocidad de la luz en cualquier momento dado. Esto crea las radiaciones de Hawking que escapan de los agujeros negros, y también produce la rotación multidimensional, de la existencia a la inexistencia y así sucesivamente, de lo que llamamos partículas virtuales. La Ecumene Silente aprendió a enfocar y controlar este efecto fundamental de la naturaleza. Es uno de los secretos que se puede revelar mediante el estudio atento de una singularidad durante generaciones.